Érase
una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario.
Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el
fondo era, en verdad, un lobo estepario. Había aprendido mucho de lo
que las personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un
hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una
cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida. Esto no pudo
conseguirlo. Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón
sabía (o creía saber) en todo momento que no era realmente un ser
humano, sino un lobo de la estepa. Que discutan los inteligentes
acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso
antes de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de
encantamiento de lobo en hombre, o si había nacido desde luego
hombre, pero dotado del alma de un lobo estepario y poseído o
dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un lobo no
era más que un producto de su imaginación o de un estado
patológico.
No
dejaría de ser posible, por ejemplo, que este hombre, en su niñez,
hubiera sido acaso fiero e indómito y desordenado, que sus
educadores hubiesen tratado de matar en él a la bestia y
precisamente por eso hubieran hecho arraigar en su imaginación la
idea de que, en efecto, era realmente una bestia, cubierta sólo de
una tenue funda de educación y sentido humano. Mucho e interesante
podría decirse de esto y hasta escribir libros sobre el particular;
pero con ello no se prestaría servicio alguno al lobo estepario,
pues para él era completamente indiferente que el lobo se hubiera
introducido en su persona por arte de magia o a fuerza de golpes, o
que se tratara sólo de una fantasía de su espíritu. Lo que los
demás pudieran pensar de todo esto, y hasta lo que él mismo de ello
pensara, no tenía valor para el propio interesado, no conseguiría
de ningún modo ahuyentar al lobo de su persona.
El
lobo estepario tenía, por consiguiente, dos naturalezas, una humana
y otra lobuna; ése era su sino. Y puede ser también que este sino
no sea tan singular y raro. Se han visto ya muchos hombres que dentro
de sí tenían no poco de perro, de zorro, de pez o de serpiente, sin
que por eso hubiesen tenido mayores dificultades en la vida. En esta
clase de personas vivían el hombre y el zorro, o el hombre y el pez,
el uno junto al otro, y ninguno de los dos hacía daño a su
compañero, es más, se ayudaban mutuamente, y en muchos hombres que
han hecho buena carrera y son envidiados, fue más el zorro o el mono
que el hombre quien hizo su fortuna. Esto lo sabe todo el mundo.
En
Harry, por el contrario, era otra cosa; en él no corrían el hombre
y el lobo paralelamente, y mucho menos se prestaban mutua ayuda, sino
que estaban en odio constante y mortal, y cada uno vivía
exclusivamente para martirio del otro, y cuando dos son enemigos
mortales y están dentro de una misma sangre y de una misma alma,
entonces resulta una vida imposible. Pero en fin, cada uno tiene su
suerte, y fácil no es ninguna.
Ahora
bien, a nuestro lobo estepario ocurría, como a todos los seres
mixtos, que, en cuanto a su sentimiento, vivía naturalmente unas
veces como lobo, otras como hombre; pero que cuando era lobo, el
hombre en su interior estaba siempre en acecho, observando,
enjuiciando y criticando, y en las épocas en que era hombre, hacía
el lobo otro tanto. Por ejemplo, cuando Harry en su calidad de hombre
tenía un bello pensamiento, o experimentaba una sensación noble y
delicada, o ejecutaba una de las llamadas buenas acciones, entonces
el lobo que llevaba dentro enseñaba los dientes, se reía y le
mostraba con sangriento sarcasmo cuán ridícula le resultaba toda
esta distinguida farsa a un lobo de la estepa, a un lobo que en su
corazón tenía perfecta conciencia de lo que le sentaba bien, que
era trotar solitario por las estepas, beber a ratos sangre o cazar
una loba, y desde el punto de vista del lobo toda acción humana
tenía entonces que resultar horriblemente cómica y absurda,
estúpida y vana. Pero exactamente lo mismo ocurría cuando Harry se
sentía lobo y obraba como tal, cuando le enseñaba los dientes a los
demás, cuando respiraba odio y enemiga terribles hacia todos los
hombres y sus maneras y costumbres mentidas y desnaturalizadas.
Entonces era cuando se ponía en acecho en él precisamente la parte
de hombre que llevaba, lo llamaba animal y bestia y le echaba a
perder y le corrompía toda la satisfacción en su esencia de lobo,
simple, salvaje y llena de salud.
Así
estaban las cosas con el lobo estepario, y es fácil imaginarse que
Harry no llevaba precisamente una vida agradable y venturosa. Pero
con esto no se quiere decir que fuera desgraciado en una medida
singularísima (aunque a él mismo así le pareciese, como todo
hombre cree que los sufrimientos que le han tocado en suerte son los
mayores del mundo). Esto no debiera decirse de ninguna persona. Quien
no lleva dentro un lobo, no tiene por eso que ser feliz tampoco. Y
hasta la vida más desgraciada tiene también sus horas luminosas y
sus pequeñas flores de ventura entre la arena y el peñascal. Y esto
ocurría también al lobo estepario. Por lo general era muy
desgraciado, eso no puede negarse, y también podía hacer
desgraciados a otros, especialmente si los amaba y ellos a él. Pues
todos los que le tomaban cariño, no veían nunca en él más que uno
de los dos lados. Algunos le querían como hombre distinguido,
inteligente y original y se quedaban aterrados y defraudados cuando
de pronto descubrían en él al lobo. Y esto era irremediable, pues
Harry quería, como todo individuo, ser amado en su totalidad y no
podía, por lo mismo, principalmente ante aquellos cuyo afecto le
importaba mucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero también había
otros que precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo
espontáneo, salvaje, indómito, peligroso y violento, y a éstos, a
su vez, les producía luego extraordinaria decepción y pena que de
pronto el fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera
dentro de sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera además
escuchar a Mozart, leer versos y tener ideales de humanidad.
Singularmente éstos eran, por lo general, los más decepcionados e
irritados, y de este modo llevaba el lobo estepario su propia
duplicidad y discordia interna también a todas las existencias
extrañas con las que se ponía en contacto.
Quien,
sin embargo, suponga que conoce al lobo estepario y que puede
imaginarse su vida deplorable y desgarrada, está, no obstante,
equivocado, no sabe, ni con mucho, todo.
En
El lobo
estepario,
de Hermann Hesse.
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