He visto a Dios a menudo en mi
vida. Allá, en ese desierto mauritano, bajo la luna que rastrillaba la noche
con tonos violetas y azules; en las mezquitas frescas de Bengasi o de Trípoli,
en Libia; durante mi periplo hacia Cirene, la patria de Aristipo; no lejos de
Port Louis, en Mauricio, en un santuario consagrado a Gamesh, el dios adornado
con una trompa de elefante; en la sinagoga del barrio del gueto, en Venecia,
con una kipá en la cabeza; en el coro
de las iglesias ortodoxas en Moscú, un
ataúd abierto en la entrada del monasterio de Novodevichye, mientras que en el
interior rezaban la familia, los amigos y los popes con sus magníficas voces,
cubiertos de oro y rodeados de incienso; en Sevilla, delante de la Macarena, en
presencia de mujeres bañadas en lágrimas y hombres de rostros estáticos; o en
Napóles, en la iglesia de San Javier, el patrono del pueblo construido al pie
del volcán, cuya sangre se licúa, según dicen, en determinadas fechas; en
Palermo, en el convento de los capuchinos, al pasar ante los ocho mil
esqueletos de cristianos vestidos con sus ropajes más suntuosos; en Tbilisi, en
Georgia, donde invitan al forastero a compartir la carne de cordero sangrienta,
cocida bajo árboles donde los fieles cuelgan pequeños pañuelos a modo de
ofrenda; en la plaza de San Pedro, un día en que, sin fijarme en la fecha, fui
a visitar de nuevo la Capilla Sixtina: era el domingo de Pascua y Juan Pablo II
pronunciaba sus glosolalias al micrófono, mientras exhibía su mitra hundida en
una pantalla gigante.
También he visto a Dios en otros
lugares y de otros modos: en las aguas heladas del Ártico, durante el ascenso
de un salmón pescado por un chamán, atrapado por la red y, según el rito,
devuelto al cosmos del que provenía; en una trascocina de La Habana, entre un
cobayo crucificado y envuelto en humo, hachas de piedra pulida y conchillas,
con un sacerdote de santería; en Haití, en un templo vudú perdido en el campo,
en medio de depósitos manchados de líquidos rojos, entre aromas acres de
hierbas y pociones, rodeado de dibujos diseñados en el templo en nombre de los loa;
en Azerbaiyán, cerca de Bakú, en Surakhany, en un templo zoroastra de
adoradores del fuego; incluso en Kyoto, en los jardines zen, con excelentes
ejercicios para la teología negativa.
También he visto dioses muertos, dioses
fósiles, dioses atemporales: en Lascaux, asombrado ante las pinturas de la
gruta, aquel ombligo del mundo donde el alma tiembla bajo las capas inmensas
del tiempo; en Luxor, dentro de las cámaras reales, situadas a decenas de
metros bajo tierra, hombres con cabeza de perro, escarabajos y gatos
enigmáticos en perpetua vigilia; en Roma, en el templo de Mitra tauróctono, una
secta que habría transformado el mundo si hubiese contado con su propio Constantino;
en Atenas, al subir las gradas de la Acrópolis y al dirigirme hacia el
Partenón, con el espíritu rebosante del lugar donde, más abajo, Sócrates
encontró a Platón.
En ninguna parte he despreciado a
quienes creían en los espíritus, el alma inmortal, el soplo de los dioses, la
presencia de los ángeles, los efectos de la oración, la eficacia del ritual, la
legitimidad de los hechizos, los contactos con los loa, los milagros de
la hemoglobina, las lágrimas de la Virgen, la resurrección de un hombre crucificado,
las virtudes de los cauríes, los poderes chamanísticos, el valor de los
sacrificios de animales, el efecto trascendente del nitro egipcio, las ruedas
de oración. En el chacal ontológico. En ninguna parte. Pero en todos lados he
podido comprobar cómo fantasean los hombres para no enfrentarse con lo real. La
creación de mundos subyacentes no sería tan grave si no se pagara un precio tan
alto: el olvido de lo real, y por lo tanto la negligencia dolosa del único
mundo que existe. Cuando la creencia se desprende de la inmanencia, de sí
misma, el ateísmo se reconcilia con la tierra, el otro nombre de la vida.
En Tratado
de ateología, de Michel Onfray.
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