Le
parecía a veces que sus propios gritos salían de otra garganta, y
sólo entonces lograba situarse más allá del dolor estéril, feroz.
Aunque su cuerpo se encogiera y se estirase [como un bandoneón de
cambalache, llegó a pensar], él casi podía sentirlo como una cosa
ajena.
A
diferencia de otros que dijeron no sé, y no hablaron, y sobre todo a
diferencia de aquellos pocos que dijeron no sé y sin embargo
hablaron, él había preferido inaugurar una nueva categoría: los
que decían sí sé, pero no hablaban. Ahora que aparentemente el
tipo deja la máquina, y la máquina deja a su cuerpo, sabe que sin
embargo falta aún la patada en los huevos. Es un ritual. Y la patada
viene. Todavía no ha llegado a desprenderse tanto de su pobre cuerpo
como para no sentir la patada ritual. En ese instante no siente sus
testículos como algo ajeno sino como algo irremediablemente suyo. No
tiene más remedio que doblarse. «Así que Pequebú ¿eh?», suelta
el tipo con una risa que es también bostezo. De modo que hasta eso
saben. Pequebú. El mote había nacido aquella noche, en el boliche
del gallego Soler, cuando Eladio vio que traía dos libros y le
preguntó qué estaba leyendo. El mozo había puesto encima la
bandejita con tostadas, así que él se limitó a apartar la bandeja
para que el otro viera los autores: Hesse y Machado. «Así que
Pequebú ¿eh? Como alias, no está mal», volvió a festejar el
tipo, tal vez haciendo alguna mueca para sus silenciosos compinches,
y él empezó lentamente a desenroscarse, porque sabía que ahora
venía la tregua. «No sé cómo estarás vos, pendejo, pero yo estoy
fané. Así que vamos a descansar una horita y después reiniciamos
el trabajo ¿qué te parece?» Esperó que sonara el portazo y que se
alejaran los pasos de los cinco. Sólo entonces se estiró en el piso
mugriento, donde el olor a sangre, propia y ajena, se mezclaba con el
tufo a sudor y vómitos de la capucha.
«Lecturas
pequeñoburguesas», había sentenciado Raúl, y él se había
encogido de hombros. Sí, pero le gustaban. Eladio había echado la
ceniza en la taza, usando la cucharita para aplastarla contra la
agotada bolsita de té. Después había sonreído, sobrador. «Lo que
pasa es que vos, Raúl, aún no te has percatado de que Vicente no
sólo se dedica a lecturas pequeñoburguesas, sino que él mismo es
un pequeñoburgués». «Pequebú», dijo Raúl, y todos rieron. A
partir de esa noche, la barra entera lo llamó así. Sólo algunas de
las muchachas, con esa manía tan femenina por las abreviaturas, lo
llamaban Peque. Cursaban Preparatorios de Derecho, pero él era el
único que, además, escribía. No sólo poemas, como cualquier
neófito; también escribía cuentos. Hablaba poco, pero disfrutaba
escuchando. Ahora que el dolor parece ceder un milímetro, puede
recordar cómo disfrutaba escuchando. Y mientras escuchaba hacía
cálculos, retratos, pronósticos y diagnósticos, sobre los que
hablaban. Era tan tímido que nunca mostraba a nadie lo que escribía.
Tenían poco menos que arrancarle los originales, y entonces alguien
[generalmente, una de las muchachas] los leía en voz alta. Después
venía la sesión crítica. «Pequebú, te pasaste. Te solazás
demasiado en las cosas lindas». Él preguntaba si lo decían por las
mujeres. Las muchachas aplaudían. «No, eso está bien. Son las
únicas cosas lindas que, además, son indispensables». Falluto.
Demagogo. «Digo por las cosas nomás, por los objetos. En tus
cuentos, cuando se describe un cuadro, un sillón o un armario,
aunque vos no les hagas propaganda con adjetivos, igual uno se da
cuenta de que son cosas lindas». «¿Y qué querés? A mí me gustan
las cosas lindas, ¿a vos no?» Ésta sí que fue puntada, carajo.
¿Cuánto más aguantará, no ya sin hablar [él sabe que no va a
hablar] sino sin morirse? «Ése no es el problema: me gustan o no me
gustan, todo eso es subjetivismo. Lo cierto es que en el mundo
también hay cosas feas, ¿o no?» Él le había preguntado si le
gustaban esas cosas feas. «No es ése el asunto, te lo repito. El
problema es que existen y vos las ignorás». ¿Quién le había
dicho que las ignoraba? Estaban también, pero ellos no se fijaban.
Sólo les chocaban las cosas lindas. «Pequebú, vos tenés unas
lagunas ideológicas que son casi océanos». Puede ser, reconocía,
pero de paso les pedía que se fijaran: las lagunas por lo general
están quietas, y los océanos se mueven y cómo. A lo sumo durará
dos sesiones de máquina. El derecho es como si no existiera. Pero el
izquierdo, puta cómo duele. Cuando se creó la agrupación, él
quiso participar, pero no hubo caso. «Nosotros te queremos, viejo,
pero en estas épocas el cariño no es una prioridad, ¿sabés?»
Eladio fue el primero en advertir que el argumento no era suficiente.
«Mirá, Pequebú, con vos quiero ser franco. La militancia viene
brava, ¿tamo?» Y él no estaba claro, ¿era eso? «Puede ser que me
equivoque, no soy infalible. Pero tenés muchos resabios: en tus
gustos, en tus costumbres, en tus lecturas, hasta en lo que
escribís». ¿Porque escribía sobre cosas lindas? «No sólo por
eso. Por ejemplo, en tus cuentos nunca hay obreros». Era cierto, no
había. «Y eso está mal. Si vos supieras que la clase
trabajadora...» Lo sabía, lo sabía. «¿Y entonces?» Él trataba
de hacerles comprender que en sus cuentos no había obreros,
sencillamente porque los respetaba. Y algo más: «Vos sabés que yo
vengo de una familia de clase media, ¿no?» «Bastante que se nota».
«Nunca he frecuentado los medios obreros. Varias veces he tratado de
poner laburantes en mis cuentos. Y no me sale. Después releo el
fragmento y me suena a falso. Todavía no logré la clave para
hacerlos hablar, ¿comprendés? No incluyo obreros para que no suenen
a hueco. Porque yo sé que cuando hablan, y menos aún cuando actúan,
los laburantes no son nada huecos». Aquí el otro le ponía como
ejemplo los cuentos de Rossi, que ya tenía dos libros publicados.
«Él también es clase media, y sin embargo escribe sobre obreros».
¿Realmente le gustaban los cuentos de Rossi? «Eso es otro asunto.
Vos todo lo subjetivizás: ¿te gustan? ¿no te gustan? También esa
pregunta es pequeñoburguesa». Tenía razón: por lo menos era
subjetiva, vas ganando uno a cero. Pero ¿le gustaban o no? «Y dale
con la mocha. Yo no entiendo de literatura». Claro que no, pero ¿le
gustaban? Por fin la confesión: «Me aburren un poco. Pero, claro,
yo no entiendo». Le aburrían, no porque no entendiera sino porque
le sonaban a hueco; porque esos personajes no eran laburantes sino
esquemas. Esquemones, más bien.
El
dolor en cambio no era un esquema, sino una realidad sin escapatoria.
¿Sería también una actitud pequeñoburguesa sentir este dolor de
mierda? Eso sí, tenía que hacerse una autocrítica: haber dicho que
sabía. ¿Para qué? Total, ni él mismo tenía conciencia cabal de
si era mucho o importante lo que ahora ocultaba, lo que
empecinadamente se negaba a decir. ¿Habrá dicho que sabía, nada
más que para probarse a sí mismo, para confirmar que podía
aguantar hasta el fin sin delatar a nadie? Allá no lo habían
aceptado. Por sus lagunas, claro. Además, la agrupación no admitía
el ingreso de la pequeña burguesía. Él igual había seguido
concurriendo a la mesa del café. Un poco se burlaban de él, y otro
poco lo respetaban. Sobre todo respetaban su falta de rencor. E
incluso una vez que habían llegado demasiado temprano y estaban los
dos solos en la mesa, Martita, una de las pibas más lindas de la
barra, le preguntó con cara de culpable de qué trataban esos libros
que él siempre leía. Y él le había dicho unos versos de Machado:
«La primavera ha venido. / Nadie sabe cómo ha sido». Y también:
«Creí mi hogar apagado, / y revolví la ceniza ... / Me quemé la
mano». Y cuando Martita había vacilado al preguntar: «¿Machado es
pequeñoburgués, como vos?», se había visto obligado a aclarar
que, en todo caso, él era pequeñoburgués como Machado. La
prioridad siempre para el troesma. Entonces Martita se había puesto
muy colorada y había dicho, bajando aquellos tremendos ojos negros:
«No se lo vayas a decir a Eladio ni a Raúl, pero a mí me gustan
esos versos, Vicente». No lo había llamado Pequebú, ni siquiera
Peque, sino simplemente Vicente. Él había sonreído como un idiota,
pero en verdad estaba bastante conmovido. Por él mismo, y también
por Machado. Y nada más. Porque llegó Raúl, casi corriendo.
El
horno no estaba para bollos. La represión se había puesto dura. La
cana se había llevado a Eladio: lo levantaron a la salida de clase.
Así que la consigna era esfumarse. Y se habían esfumado. Nunca más
la vio a Martita. Una semana después alguien trajo el chisme de que
Eladio había aflojado, pero él no lo creyó, ni siquiera ahora lo
cree. Los comunicados oficiales siempre dejan entrever que todos
aflojan. Pero sólo afloja uno cada cien. Aunque sufre como un
condenado [¿acaso no es un condenado? nunca había pensado que una
frase hecha podía convertirse en realidad], en el fondo se siente
tranquilo porque a esta altura está igualmente seguro de dos cosas:
que él no va a ser ese único en cien, pero también que va a morir.
«¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden
tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para
el polvo y para el viento?» No hay caso, no puede desprenderse del
viejo Machado. Cayó y no lo podía creer. No había militado. En
realidad, no lo habían dejado militar. Hace como veinte días que
cayó, o quizá sean dos meses, o cuatro días. Bajo la capucha es
difícil calcular el tiempo. No ha hablado con nadie, es decir, con
nadie que no sea el tipo que diariamente le hace ver las estrellas.
Otro lugar común que se ha vuelto verdad. Cuando la máquina empieza
a funcionar y él aprieta los ojos, siempre ve las estrellas.
En
rigor quien habla, pregunta e insulta, es el otro. Al principio él
decía no; luego, se limitaba a negar con la cabeza. Ahora responde
sólo con el silencio. Sabe que eso lo pone al otro más furioso,
pero no importa. Al comienzo le daba vergüenza llorar, pero ahora
no, sería estúpido gastar energía en aguantar las lágrimas.
Además no blasfema, ni maldice. Sabe que eso también pone frenético
al otro, pero tampoco importa. Por lo menos se ha construido un
reducidísimo campo donde es él quien impone las reglas del juego. Y
una de esas reglas [que no figura en los planes del otro] es morir. Y
está seguro de que va a imponer su juego. Los va a joder, aunque sea
muriéndose. Ya no tiene músculos ni nervios ni tendones ni venas ni
pellejo. Sólo un gran dolor generalizado, algo así como una náusea
gigante. Y sabe que vomitará cualquier cosa [desde la inmunda comida
hasta los míseros pulmones] menos los nombres, domicilios y
teléfonos que el otro reclama. Ellos pueden ser dueños de la
picana, de las patadas, del submarino [el húmedo y el seco], del
caballete, de la crueldad en fin. Pero él es dueño de su negativa y
de su silencio. ¿Por qué se oirán tan claramente los pasos en el
corredor? Señores, va a empezar la tercera sesión de la jornada.
¿Sonará en ésta? A más tardar, en la de mañana.
Las
dos últimas veces perdió el sentido y, por lo que escuchó cuando
volvía lentamente en sí, les costó tiempo y esfuerzo traerlo
nuevamente a la vida. Es por eso que en el fondo se sabe poderoso.
Todos sus sentidos están consagrados a ganar esta última batalla. A
veces, como destellos, ve bajo la capucha los rostros de sus viejos,
el altillo en que solía estudiar, los árboles de su calle, la
ventana del café. Pero ya no tiene sitio para la tristeza. Sólo hay
algo que le trae un poquito de amargura, la última tal vez, y es la
certidumbre de que los muchachos jamás se enterarán de que Pequebú
[Vicente, para Martita] va a morir sin nombrarlos. Ni a ellos, ni a
Machado.
En
Con y sin nostalgia, de Mario Benedetti.