¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Carrera de palabras.

Basta para convencerse de que la historia de las ideas no es más que un desfile de vocablos convertidos en otros tantos absolutos destacar los acontecimientos filosóficos más señalados del último siglo.

Conocido es el triunfo de la «ciencia» en la época del positivismo. Quien se reclamaba de ella podía desvariar tranquilo: todo le estaba permitido desde el momento que invocaba el «rigor» o la «experiencia». La Materia y la Energía hicieron poco después su aparición: el prestigio de sus mayúsculas no duró mucho tiempo. La indiscreta, la insinuante Evolución ganaba terreno a sus expensas. Sinónimo científico del «progreso», contrapartida optimista dcl destino, pretendía eliminar todo misterio y regir las inteligencias: se le tributó un culto comparable al que se le rendía al «pueblo». Aunque tuvo la suerte de sobrevivir a su boga, ya no despierta empero ningún acento lírico: quien la exalta se compromete o está anticuado.


Hacia el comienzo de siglo se tambaleó la confianza en los conceptos. La Intuición, con su cortejo: durée, élan, vie, debía aprovecharse y reinar durante cierto tiempo. Después hizo falta algo nuevo: llegó la vez de la Existencia. Palabra mágica que excitó a especialistas y «dilettantes». Por fin se había encontrado la clave. Y ya no era uno un individuo, se era un Existente.

¿Quién hará un diccionario de los vocablos por épocas, una recensión de las modas filosóficas? La empresa nos diría que un sistema se pasa de moda por su terminología, se desgasta siempre por la forma. A tal pensador, que quizá nos interesase aún, rehusamos leerlo porque nos es imposible soportar el aparato verbal que revisten sus ideas. Los préstamos de la filosofía son nefastos para la literatura. (Pensemos en ciertos fragmentos de Novalis echados a perder por el lenguaje fichteano). Las doctrinas mueren por lo que había asegurado su éxito: por su estilo. Para que revivan, nos es preciso repensarlas en nuestra jerga actual o imaginarlas antes de su elaboración, en su realidad original e informe.

Entre los vocablos importantes, hay uno cuya carrera, particularmente larga, suscita reflexiones melancólicas. He nombrado al Alma. Cuando considera uno su lamentable fin, su estado actual, se queda uno atónito. Había empero comenzado bien. Recuérdese el lugar que el neoplatonismo le concedía: principio cósmico, derivado del mundo inteligible. Todas las doctrinas antiguas marcadas por el misticismo se apoyaban en ella. Menos preocupado de definir su naturaleza que de determinar su uso por el creyente, el cristianismo la redujo a dimensiones humanas. ¡Cuánto debió echar de menos ella la época en que abarcaba la naturaleza y gozaba del privilegio de ser a la vez inmensa realidad y principio explicativo! En el mundo moderno, consiguió volver a ganar poco a poco terreno y consolidar sus posiciones. Creyentes e incrédulos debían tomarla en cuenta, cuidarla y enorgullecerse de ella; aunque no fuera más que para combatirla, se la citaba incluso en lo más recio del materialismo; y los filósofos, tan reticentes respecto a ella, le reservaban, sin embargo, un rinconcito en sus sistemas.

¿Quién se preocupa de ella hoy? Sólo se la menciona por inadvertencia; su puesto está en las canciones: sólo la melodía logra hacerla soportable, lograr que se olvide su vetustez. El discurso ya no la tolera: habiendo revestido demasiados significados y servido para demasiados usos, está deslucida, deteriorada, envilecida. Su patrón, el psicólogo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas, tenía que acabar con ella. De este modo, ya no despierta en nuestras conciencias más que esa nostalgia asociada a los logros hermosos pasados para siempre. ¡Y pensar que antaño los sabios la veneraban, la ponían por encima de los dioses y la ofrecían el universo para que dispusiese a su gusto!

En La tentación de existir, de Emil M. Cioran.


martes, 29 de noviembre de 2016

La lentitud, Milan Kundera.

Se nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia, muchos se han convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas, árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme; aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.

Vera, mi mujer, me dice: «Cada cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle al atraco de una viejecita. ¿Cómo es que no tienen miedo cuando van al volante?».

¿Qué contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer.

La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.

Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta, especie de apparatchik del erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo.

¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta.


(...) traje a colación la archi conocida ecuación de uno de los primeros capítulos del manual de la matemática existencial: el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la minúscula y temblorosa llama de la memoria.

En La lentitud, de Milan Kundera.


miércoles, 23 de noviembre de 2016


Final del Primer Acto - Miscelánea.


El nirvana estético del mundo.

De todo lo que es efímero (y nada hay que no lo sea), cosecha sensaciones, esencias e intensidades. ¿Dónde buscar lo real? En ninguna parte fuera de la gama de las emociones. Lo que no sube hasta ellas es como si no exisitiera. Un universo neutro es algo más ausente que uno ficticio. Solamente el artista hace al mundo presente y solamente la expresión salva las cosas de su irrealidad fatal.

¿Qué te queda de todo cuanto has vivido? Las alegrías y los sufrimientos anónimos pero a los que les has encontrado un nombre. La vida dura lo mismo que nuestros estremecimientos. Sin ellos, es polvo vital.


Elevemos lo que se ve al rango de alucinación; lo que se oye, al nivel de la música, y es que en sí mismo, nada es. Nuestras vibraciones constituyen el mundo; la relajación de los sentidos, sus pausas. Tal y como la Nada se vuelve Dios mediante la oración, de igual forma la apariencia se torna naturaleza gracias a la expresión. La palabra roba las prerrogativas a la nada inmediata en la que vivimos, le quita la fluidez y la inconstancia. ¿Cómo nos las arreglaríamos en la espesura de las sensaciones sin fijarlas en formas, en lo que no es? Así les atribuimos ser. La realidad es apariencia solidificada.

La angustia negativa de la carne, las protestas bíblicas de la sangre, la imagen de la muerte inmediata y la magia desastrosa de la enfermedad, palidecen ante la desesperanza que emana de los esplendores del mundo. Y el recuerdo del dolor más preciso y más lacerante, del enloquecimiento más seguro de la materia sometida al yo, se me borraría ante el tormento extático de los ornamentos terrestres. Cuando estando solo en montañas o en mares, en medio de silencios apacibles o sonoros, bajo abetos nostálgicos o palmeras inmanentes, los sentidos se levantan con el mundo por encima del tiempo, la felicidad de estar rodeado de belleza y la seguridad de perderla en el tiempo me desgarraban tan cruelmente, que el paisaje se disolvía en la sustancia equívoca y solemne de una desconsolada admiración. Sólo la fealdad es indolora. Pero el encanto de las apariencias que comprometen a las alturas es más estremecedor que todos los infiernos inventados por la delicadeza del hombre. No son sus padecimientos los que me han expulsado del mundo, sino que, por haber visto demasiado a menudo el paraíso sobre la tierra, mis sentidos se han fundido con la desgracia. ¿Por qué en la perfección del instante absoluto un murmullo de temporalidad me hacía volver a las atrocidades del tiempo?

Si alguna vez viste caer mansamente las flores de un almendro bajo las caricias de la brisa y al cielo mediterráneo descender entre sus ramas, para que el ojo no se pueda imaginar ninguna otra cosa por encima de ese esplendor floral, entonces tú te habrás desprendido también de los instantes para caer más terriblemente en los desiertos del tiempo. El miedo al fin de los estremecimientos ha envenenado el paraíso de mis sentidos, porque nada tendría que terminar en los sentidos enraizados en la naturaleza. Los esplendores del mundo me han apuñalado más cruelmente que los arrebatos de la carne y he sangrado más en la felicidad que en la desesperación.

El enrarecimiento místico del tiempo en la nada absoluta de la belleza... Nutrir con él las esperanzas de mi sangre, con las ondulaciones y reflejos armoniosos de la eterna inutilidad. Las razones de ser existen solamente en las apariencias por las que uno quisiera morir... ¿Ocuparán los pétalos el lugar de las ideas?

El tiempo demanda otra savia, las venas otro murmullo, la carne otras falacias... Un mundo directo y absolutamente inútil; rosas al alcance de todos, y que las ninfas de la razón no osarían coger...

¿Por qué habremos buscado redenciones en otros mundos si las ondulaciones de éste pueden volvernos eternos con más dulces aniquilaciones? Arrancaré una nada embriagadora de todas las floraciones y me haré de las corolas y de los campos un lecho donde dormir. Y ya no huiré a las estrellas ni me refugiaré en lejanías lunares.

El nirvana estético del mundo: alcanzar lo supremo en medio de supremas apariencias. Ser nada y todo en la espuma de lo inmediato. Y elevarse a los límites del yo, en lo inmediato y en lo pasajero.

En Breviario de los vencidos, de Emil M. Cioran.


martes, 22 de noviembre de 2016

Por una pedagogía libertaria.

No se sabe por qué, sin embargo, algunos atraviesan sin problemas el filtro familiar y el de la escuela obligatoria. El hecho es que una vez que estos dos obstáculos han sido franqueados, también hay que tener suerte: encontrarse con un ser que propone la disciplina y hace saber que existe una actividad que nombra ese intenso gusto por la pregunta, ese deseo de saber y comprender, esas ganas de no renunciar a entender los mecanismos del mundo: la filosofía.


El profesor de filosofía cumple ese rol. O sea, puede cumplirlo. A veces es el intermediario inocente de una actividad más grande que él, que lo desborda, y se encuentra con un alumno que entiende de manera íntima y visceral lo que está en juego. En otros casos, su carisma personal produce los mejores efectos.

Si emprenden estudios que permiten frecuentar el mundo de la historia de las ideas, si descubren la ironía socrática, la insolencia cínica, el hedonismo cirenaico, si jubilan, ante la claridad cartesiana, la potencia spinozista, la mecánica kantiana o el romanticismo nietzscheano, si sucumben ante el prometeísmo marxista, la lucidez freudiana o el compromiso sartreano, si quieren a esa gente, a ese pueblo, a ese mundo, si se encuentran satisfechos en él, hablan de igual a igual y conversan como cómplices portadores de respuestas a las preguntas infantiles que han permanecido intactas, entonces se descubren en tanto filósofos.

A veces estas naturalezas sobrevivientes sucumben sin embargo bajo el fuego universitario. Lo que no habían logrado los padres y la escuela, lo logran los universitarios: asquearlos, alejarlos o, peor aún, hacerles perder su frescura natural. Convertidos en funcionarios de la filosofía, transformados en gestores prudentes del capital de este mundo de poetas y locos, atraviesan océanos furiosos para convertirse en pequeños intermediarios modestos, tranquilos, apenas involucrados personalmente. Siguen el paso del inspector que piensa que la filosofía es una materia como cualquier otra...


Contra esta educación autoritaria, castradora, que malogra el potencial filosófico, practiquemos una pedagogía libertaria que cultive esta potencia magnífica. Cuidemos con mimo -como si se tratara de un jardín zen, día tras día, en los más ínfimos detalles- este germen contemporáneo consciente de su presencia en el mundo.

El pedagogo libertario trabaja en función de hacerse a un lado en términos personales y cultivar la potencia interrogativa de toda subjetividad infantil. Por tanto hay que ejercer estas fuerzas, practicar según el modelo deportivo esta inteligencia primitiva y querer la permanencia y la duración de este juego de idas y venidas entre la conciencia, el yo, el mundo y sus surgimientos. La fenomenología es, en su método, no en su lenguaje, de esencia natural. Muy tempranamente se muestra que un temperamento se construye y se constituye por este detalle, este ojo, esta mirada, esta sensualidad que pregunta sin cesar: ¿quién?, ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿de qué manera?, ¿por qué razones? Preguntas con las que, más tarde, se puede hacer ontología, metafísica, epistemología, estética, etcétera.

En La comunidad filosófica. Manifiesto por una Universidad popular, de Michel Onfray.



La sociedad íntima.

El mundo del siglo XVIII es un teatro del mundo. El espacio público se parece a un escenario teatral. La distancia escénica impide el contacto inmediato entre cuerpos y almas. Lo teatral se opone a lo táctil. La comunicación pasa a través de formas rituales y signos, y esto alivia el alma.

En la modernidad se renuncia cada vez más a la distancia teatral a favor de la intimidad. Richard Sennett ve ahí una funesta evolución, que quita a los hombres la posibilidad «de jugar con las propias imágenes externas y adornarlas con sentimiento».1


La formalización, el convencionalismo y el ritualismo no excluyen la expresividad. El teatro es un lugar para las expresiones. Pero estas son sentimientos objetivos y no una manifestación de interioridad psíquica. Por eso son representadas y no expuestas. El mundo no es hoy ningún teatro en el que se representen y lean acciones y sentimientos, sino un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades. El teatro es un lugar de representación, mientras que el mercado es un lugar de exposición.

Hoy, la representación teatral cede el puesto a la exposición pornográfica. Sennett sostiene «que la teatralidad se halla en una relación específica, concretamente en una relación enemiga con la intimidad, así como en una relación no menos específica, aunque amistosa, con una vida pública desarrollada».2

La cultura de la intimidad va unida a la caída de aquel mundo objetivo, público, que no es ningún objeto de sensaciones y vivencias íntimas. Según la ideología de la intimidad, las relaciones sociales son tanto más reales, cabales, creíbles y auténticas cuanto más se acercan a las necesidades internas de los individuos. La intimidad es la fórmula psicológica de la transparencia. Se cree conseguir la transparencia del alma por el hecho de revelar los sentimientos y emociones íntimos, desnudando así el alma.

1. R. Sennett, Verfall und Ende des öffentlichen Lebens. Die Tyrannei der Intimität, Berlín, 2008 (trad. cast. El declive del hombre público, Barcelona, Anagrama, 2011), p. 81.

2. Ibíd.
En La sociedad de la transparencia, de Byung-Chul Han.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Mientras yo sea cobarde todo existe.

La verdad no sueña nunca, dijo un filósofo oriental. Por eso no nos importa. ¿Qué íbamos a hacer con su fútil realidad? Ella únicamente existe en mentes de sabios, en prejuicios escolásticos, en la mediocridad de todas las enseñanzas.

Pero el espíritu, al que lo infinito dotó de alas, el sueño es más real que todas las verdades. El mundo no es; se crea cada vez que el estremecimiento de un principio atiza las ascuas de nuestra alma. El yo es un promontorio en la nada que sueña con un espectáculo de realidad.

El valor te coloca entre un ser y un no ser, vuelas entre mundos que son y que no son. Mientras yo sea cobarde todo existe, pero, revestido con la armadura de caballero del espíritu, aplasto los surcos de la naturaleza y pisoteo las semillas de la ilusión. De buen grado hemos insuflado vida a las cosas que se ven. ¿Acaso la existencia no resulta cómoda para la respiración?

Como ser parece ser preferible a su contrario, nos hemos acostumbrado a él y nos sentimos mejor. ¿Para qué nos valdría saber que sólo lo imaginamos, que lo experimentamos cuando prolongamos nuestro duermevela? ¿De dónde se difunde la luz del espacio que parece una aniquilación encantadora? ¿Del sol? No. Del reflejo de los ardores de la sangre sobre un fondo azul. De los mismos que siembran la noche de centellas petrificadas. El universo es un pretexto dinámico del pulso, una autosugestión del corazón.

En Breviario de los vencidos, de Emil M. Ciorán.


Crónicas del ángel gris.

El hombre que era, sin saberlo, el diablo.

Un caballero de la calle Caracas resolvió negociar su alma. Siguiendo los ritos alcanzó a convocar a Astaroth, miembro de la nobleza infernal.

- Deseo vender mi alma al diablo -declaró.
- No será posible- contestó Astaroth.
- ¿Por qué?
- Porque usted es el diablo.


El hombre que pedía demasiado.

Satanás: ¿Que pides a cambio de tu alma?
Hombre: Exijo riquezas, posesiones, honores y distinciones.... Y también juventud, poder, fuerza y salud... Exijo sabiduría, genio, prudencia... Y también renombre, fama, gloria y buena suerte... Y amores, placeres, sensaciones... ¿Me darás todo eso?
Satanás: No te daré nada.
Hombre: Entonces no tendrás mi alma.
Satanás: Tu alma ya es mía. (Desaparece)

Algunos relatos del barrio señalan la evidencia de posesiones diabólicas. Siempre se sospecho de los cantores de jazz, porque tenían la posibilidad de hablar un idioma que desconocían. Jorge Allen se jactaba de tener un alma inhóspita y juraba que varios demonios habían tratado de usurparla sin aguantar más de media hora. También se hablaba de incubos y sucubos que mantenían amores con personas desprevenidas.

Papini sostenía la imposibilidad de los contratos infernales. El diablo -decía- no necesita complicadas cláusulas para capturar almas. Y cabe suponer que un hombre tan estúpido como para renunciar al cielo a cambio de unos años de fortuna ya esta perdido antes de firmar nada.

A mi me parece adivinar que estamos ante una alegoría. Tal vez no existan las cruentas rúbricas ni los rituales. Pero es posible que algunas de nuestras conductas sean -secretamente- la suscripción de un acuerdo. Quizás muchos de nosotros hemos vendido nuestra alma al diablo, al precio miserable de sentirnos satisfechos de nuestra integridad.

Creo que hoy -como entonces- los demonios andan cerca. Ya no tienen para nuestra desgracia, el horrible aspecto que antaño daba una cierta lealtad a su malevolencia. Ahora se nos aparecen amables y sonrientes, cuando no angelicales. Es difícil, muy difícil, reconocer al diablo, adivinar de que modo hemos firmado e imaginar que clase de infierno nos espera.

Me gustaria pensar que las almas puras alcanzan a percibir unas pálidas señales. Y así como muchos pactan sin saberlo, otros, sin saberlo, no pactan. El cielo nos proteja de los demonios, de sus empleados, de sus víctimas y de los malvados que viven convencidos de su bondad.

En Crónicas del ángel gris, de Alejandro Dolina.

Mario Benedetti: Pequebú.

Le parecía a veces que sus propios gritos salían de otra garganta, y sólo entonces lograba situarse más allá del dolor estéril, feroz. Aunque su cuerpo se encogiera y se estirase [como un bandoneón de cambalache, llegó a pensar], él casi podía sentirlo como una cosa ajena.


A diferencia de otros que dijeron no sé, y no hablaron, y sobre todo a diferencia de aquellos pocos que dijeron no sé y sin embargo hablaron, él había preferido inaugurar una nueva categoría: los que decían sí sé, pero no hablaban. Ahora que aparentemente el tipo deja la máquina, y la máquina deja a su cuerpo, sabe que sin embargo falta aún la patada en los huevos. Es un ritual. Y la patada viene. Todavía no ha llegado a desprenderse tanto de su pobre cuerpo como para no sentir la patada ritual. En ese instante no siente sus testículos como algo ajeno sino como algo irremediablemente suyo. No tiene más remedio que doblarse. «Así que Pequebú ¿eh?», suelta el tipo con una risa que es también bostezo. De modo que hasta eso saben. Pequebú. El mote había nacido aquella noche, en el boliche del gallego Soler, cuando Eladio vio que traía dos libros y le preguntó qué estaba leyendo. El mozo había puesto encima la bandejita con tostadas, así que él se limitó a apartar la bandeja para que el otro viera los autores: Hesse y Machado. «Así que Pequebú ¿eh? Como alias, no está mal», volvió a festejar el tipo, tal vez haciendo alguna mueca para sus silenciosos compinches, y él empezó lentamente a desenroscarse, porque sabía que ahora venía la tregua. «No sé cómo estarás vos, pendejo, pero yo estoy fané. Así que vamos a descansar una horita y después reiniciamos el trabajo ¿qué te parece?» Esperó que sonara el portazo y que se alejaran los pasos de los cinco. Sólo entonces se estiró en el piso mugriento, donde el olor a sangre, propia y ajena, se mezclaba con el tufo a sudor y vómitos de la capucha.


«Lecturas pequeñoburguesas», había sentenciado Raúl, y él se había encogido de hombros. Sí, pero le gustaban. Eladio había echado la ceniza en la taza, usando la cucharita para aplastarla contra la agotada bolsita de té. Después había sonreído, sobrador. «Lo que pasa es que vos, Raúl, aún no te has percatado de que Vicente no sólo se dedica a lecturas pequeñoburguesas, sino que él mismo es un pequeñoburgués». «Pequebú», dijo Raúl, y todos rieron. A partir de esa noche, la barra entera lo llamó así. Sólo algunas de las muchachas, con esa manía tan femenina por las abreviaturas, lo llamaban Peque. Cursaban Preparatorios de Derecho, pero él era el único que, además, escribía. No sólo poemas, como cualquier neófito; también escribía cuentos. Hablaba poco, pero disfrutaba escuchando. Ahora que el dolor parece ceder un milímetro, puede recordar cómo disfrutaba escuchando. Y mientras escuchaba hacía cálculos, retratos, pronósticos y diagnósticos, sobre los que hablaban. Era tan tímido que nunca mostraba a nadie lo que escribía. Tenían poco menos que arrancarle los originales, y entonces alguien [generalmente, una de las muchachas] los leía en voz alta. Después venía la sesión crítica. «Pequebú, te pasaste. Te solazás demasiado en las cosas lindas». Él preguntaba si lo decían por las mujeres. Las muchachas aplaudían. «No, eso está bien. Son las únicas cosas lindas que, además, son indispensables». Falluto. Demagogo. «Digo por las cosas nomás, por los objetos. En tus cuentos, cuando se describe un cuadro, un sillón o un armario, aunque vos no les hagas propaganda con adjetivos, igual uno se da cuenta de que son cosas lindas». «¿Y qué querés? A mí me gustan las cosas lindas, ¿a vos no?» Ésta sí que fue puntada, carajo. ¿Cuánto más aguantará, no ya sin hablar [él sabe que no va a hablar] sino sin morirse? «Ése no es el problema: me gustan o no me gustan, todo eso es subjetivismo. Lo cierto es que en el mundo también hay cosas feas, ¿o no?» Él le había preguntado si le gustaban esas cosas feas. «No es ése el asunto, te lo repito. El problema es que existen y vos las ignorás». ¿Quién le había dicho que las ignoraba? Estaban también, pero ellos no se fijaban. Sólo les chocaban las cosas lindas. «Pequebú, vos tenés unas lagunas ideológicas que son casi océanos». Puede ser, reconocía, pero de paso les pedía que se fijaran: las lagunas por lo general están quietas, y los océanos se mueven y cómo. A lo sumo durará dos sesiones de máquina. El derecho es como si no existiera. Pero el izquierdo, puta cómo duele. Cuando se creó la agrupación, él quiso participar, pero no hubo caso. «Nosotros te queremos, viejo, pero en estas épocas el cariño no es una prioridad, ¿sabés?» Eladio fue el primero en advertir que el argumento no era suficiente. «Mirá, Pequebú, con vos quiero ser franco. La militancia viene brava, ¿tamo?» Y él no estaba claro, ¿era eso? «Puede ser que me equivoque, no soy infalible. Pero tenés muchos resabios: en tus gustos, en tus costumbres, en tus lecturas, hasta en lo que escribís». ¿Porque escribía sobre cosas lindas? «No sólo por eso. Por ejemplo, en tus cuentos nunca hay obreros». Era cierto, no había. «Y eso está mal. Si vos supieras que la clase trabajadora...» Lo sabía, lo sabía. «¿Y entonces?» Él trataba de hacerles comprender que en sus cuentos no había obreros, sencillamente porque los respetaba. Y algo más: «Vos sabés que yo vengo de una familia de clase media, ¿no?» «Bastante que se nota». «Nunca he frecuentado los medios obreros. Varias veces he tratado de poner laburantes en mis cuentos. Y no me sale. Después releo el fragmento y me suena a falso. Todavía no logré la clave para hacerlos hablar, ¿comprendés? No incluyo obreros para que no suenen a hueco. Porque yo sé que cuando hablan, y menos aún cuando actúan, los laburantes no son nada huecos». Aquí el otro le ponía como ejemplo los cuentos de Rossi, que ya tenía dos libros publicados. «Él también es clase media, y sin embargo escribe sobre obreros». ¿Realmente le gustaban los cuentos de Rossi? «Eso es otro asunto. Vos todo lo subjetivizás: ¿te gustan? ¿no te gustan? También esa pregunta es pequeñoburguesa». Tenía razón: por lo menos era subjetiva, vas ganando uno a cero. Pero ¿le gustaban o no? «Y dale con la mocha. Yo no entiendo de literatura». Claro que no, pero ¿le gustaban? Por fin la confesión: «Me aburren un poco. Pero, claro, yo no entiendo». Le aburrían, no porque no entendiera sino porque le sonaban a hueco; porque esos personajes no eran laburantes sino esquemas. Esquemones, más bien.


El dolor en cambio no era un esquema, sino una realidad sin escapatoria. ¿Sería también una actitud pequeñoburguesa sentir este dolor de mierda? Eso sí, tenía que hacerse una autocrítica: haber dicho que sabía. ¿Para qué? Total, ni él mismo tenía conciencia cabal de si era mucho o importante lo que ahora ocultaba, lo que empecinadamente se negaba a decir. ¿Habrá dicho que sabía, nada más que para probarse a sí mismo, para confirmar que podía aguantar hasta el fin sin delatar a nadie? Allá no lo habían aceptado. Por sus lagunas, claro. Además, la agrupación no admitía el ingreso de la pequeña burguesía. Él igual había seguido concurriendo a la mesa del café. Un poco se burlaban de él, y otro poco lo respetaban. Sobre todo respetaban su falta de rencor. E incluso una vez que habían llegado demasiado temprano y estaban los dos solos en la mesa, Martita, una de las pibas más lindas de la barra, le preguntó con cara de culpable de qué trataban esos libros que él siempre leía. Y él le había dicho unos versos de Machado: «La primavera ha venido. / Nadie sabe cómo ha sido». Y también: «Creí mi hogar apagado, / y revolví la ceniza ... / Me quemé la mano». Y cuando Martita había vacilado al preguntar: «¿Machado es pequeñoburgués, como vos?», se había visto obligado a aclarar que, en todo caso, él era pequeñoburgués como Machado. La prioridad siempre para el troesma. Entonces Martita se había puesto muy colorada y había dicho, bajando aquellos tremendos ojos negros: «No se lo vayas a decir a Eladio ni a Raúl, pero a mí me gustan esos versos, Vicente». No lo había llamado Pequebú, ni siquiera Peque, sino simplemente Vicente. Él había sonreído como un idiota, pero en verdad estaba bastante conmovido. Por él mismo, y también por Machado. Y nada más. Porque llegó Raúl, casi corriendo.

El horno no estaba para bollos. La represión se había puesto dura. La cana se había llevado a Eladio: lo levantaron a la salida de clase. Así que la consigna era esfumarse. Y se habían esfumado. Nunca más la vio a Martita. Una semana después alguien trajo el chisme de que Eladio había aflojado, pero él no lo creyó, ni siquiera ahora lo cree. Los comunicados oficiales siempre dejan entrever que todos aflojan. Pero sólo afloja uno cada cien. Aunque sufre como un condenado [¿acaso no es un condenado? nunca había pensado que una frase hecha podía convertirse en realidad], en el fondo se siente tranquilo porque a esta altura está igualmente seguro de dos cosas: que él no va a ser ese único en cien, pero también que va a morir. «¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?» No hay caso, no puede desprenderse del viejo Machado. Cayó y no lo podía creer. No había militado. En realidad, no lo habían dejado militar. Hace como veinte días que cayó, o quizá sean dos meses, o cuatro días. Bajo la capucha es difícil calcular el tiempo. No ha hablado con nadie, es decir, con nadie que no sea el tipo que diariamente le hace ver las estrellas. Otro lugar común que se ha vuelto verdad. Cuando la máquina empieza a funcionar y él aprieta los ojos, siempre ve las estrellas.

En rigor quien habla, pregunta e insulta, es el otro. Al principio él decía no; luego, se limitaba a negar con la cabeza. Ahora responde sólo con el silencio. Sabe que eso lo pone al otro más furioso, pero no importa. Al comienzo le daba vergüenza llorar, pero ahora no, sería estúpido gastar energía en aguantar las lágrimas. Además no blasfema, ni maldice. Sabe que eso también pone frenético al otro, pero tampoco importa. Por lo menos se ha construido un reducidísimo campo donde es él quien impone las reglas del juego. Y una de esas reglas [que no figura en los planes del otro] es morir. Y está seguro de que va a imponer su juego. Los va a joder, aunque sea muriéndose. Ya no tiene músculos ni nervios ni tendones ni venas ni pellejo. Sólo un gran dolor generalizado, algo así como una náusea gigante. Y sabe que vomitará cualquier cosa [desde la inmunda comida hasta los míseros pulmones] menos los nombres, domicilios y teléfonos que el otro reclama. Ellos pueden ser dueños de la picana, de las patadas, del submarino [el húmedo y el seco], del caballete, de la crueldad en fin. Pero él es dueño de su negativa y de su silencio. ¿Por qué se oirán tan claramente los pasos en el corredor? Señores, va a empezar la tercera sesión de la jornada. ¿Sonará en ésta? A más tardar, en la de mañana.

Las dos últimas veces perdió el sentido y, por lo que escuchó cuando volvía lentamente en sí, les costó tiempo y esfuerzo traerlo nuevamente a la vida. Es por eso que en el fondo se sabe poderoso. Todos sus sentidos están consagrados a ganar esta última batalla. A veces, como destellos, ve bajo la capucha los rostros de sus viejos, el altillo en que solía estudiar, los árboles de su calle, la ventana del café. Pero ya no tiene sitio para la tristeza. Sólo hay algo que le trae un poquito de amargura, la última tal vez, y es la certidumbre de que los muchachos jamás se enterarán de que Pequebú [Vicente, para Martita] va a morir sin nombrarlos. Ni a ellos, ni a Machado.

En Con y sin nostalgia, de Mario Benedetti.


viernes, 18 de noviembre de 2016

Adiós a la filosofía.

Me aparté de la filosofía en el momento en que se hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad sospechosa, que no guardan prestigios más que para los tímidos y los tibios. Por otra parte, la filosofía -inquietud impersonal, refugio junto a ideas anémicas- es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida. Poco más o menos todos los filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la filosofía. El fin del mismo Sócrates no tiene nada de trágico: es un malentendido, el fin de un pedagogo, y si Nietzsche se hundió fue como poeta y visionario; expió sus éxtasis y no sus razonamientos.


No se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres.

¿Quién no está expuesto, por sorpresa o por necesidad, a un desconcierto irrefutable, quién no levanta entonces las manos en oración para dejarlas caer a continuación más vacías aún que las respuestas de la filosofía? Se diría que su misión es protegernos en tanto que la inadvertencia de la suerte nos deja caminar más acá del desquiciamiento y abandonarnos en cuanto somos obligados a zambullirnos en él. Y ¿cómo podría ser de otra manera, cuando se ve qué pocos de los sufrimientos de la humanidad han pasado a su filosofía?

El ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable. Se es siempre impunemente filósofo: un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las horas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. Y ¿acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa. Los verdaderos problemas no comienzan sino después de haberla recorrido o agotado, después del último capítulo de un inmenso tomo que pone el punto final en signo de abdicación ante lo desconocido, donde se enraizan todos nuestros instantes, y con el que nos es preciso luchar porque es naturalmente más inmediato, más importante que el pan cotidiano. 


Aquí el filósofo nos abandona: enemigo del desastre, es tan sensato como la razón y tan prudente como ella. Y quedamos en compañía de un anciano apestado, de un poeta instruido en todos los delirios y de un músico cuya sublimidad trasciende la esfera del corazón. No comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.

(Los grandes sistemas no son en el fondo más que brillantes tautologías. ¿Qué ventaja hay en saber que la naturaleza del ser consiste en la «voluntad de vivir», en la «idea», o en la fantasía de Dios o de la Química? Simple proliferación de palabras, sutiles desplazamientos de sentidos. Lo que es repele el abrazo verbal y la experiencia íntima no nos revela nada fuera del instante privilegiado e inexpresable. Por otro lado, el ser mismo no es más que una pretensión de la Nada.

Sólo se define por desesperación. Hace falta una fórmula; incluso hacen falta muchas, no fuera más que por dar justificación al espíritu y una fachada a la nada. Ni el concepto ni el éxtasis son operativos. Cuando la música nos sumerge hasta las «intimidades» del ser, volvemos a salir rápidamente a la superficie: los efectos de la ilusión se disipan y el saber se declara nulo.


Las cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en nuestro universo verbal, manejable a placer, e ineficaz. El ser es mudo y el espíritu charlatán. Eso se llama conocer. La originalidad de los filósofos se reduce a inventar términos. Como no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo -y poco más o menos otras tantas maneras de morir- los matices que las diversifican y las multiplican sólo dependen de la elección de vocablos, desprovistos de todo alcance metafísico.

Estamos abismados en un universo pleonástico, en el que las interrogaciones y las réplicas se equivalen.)

En Breviario de podredumbre, de Emil M. Cioran.


jueves, 17 de noviembre de 2016

Edith Piaf: Adieu mon coeur.


Adieu mon coeur.

Adieu mon coeur. / On te jette au malheur.
Tu n'auras pas mes yeux. / Pour mourir...
Adieu mon coeur. / Les échos du bonheur.
Font tes chants tristes. / Autant qu'un repentir.

Autrefois tu respirais le soleil d'or. / Tu marchais sur des trèsors.
On était vagabonds. / On aimait les chansons.
Ç'a fini dans les prisons.

Adieu mon coeur. / On te jette au malheur.
Tu n'auras pas mes yeux. / Pour mourir...
Adieu mon coeur. / Les échos du bonheur.
Font tes chants tristes. / Autant qu'un repentir...
Un repentir...

















Adiós mi corazón.

Adiós mi corazón. / Te lanzaré a la desgracia.
Tú no tendrás mis ojos. / Para morir...
Adiós mi corazón. / Los ecos de la felicidad.
Hacen tus cantos tristes. / Como un arrepentimiento.

Antes respirabas el sol de oro. / Caminabas sobre tesoros.
Éramos vagabundos. / Nos gustaban las canciones.
Terminando en las cárceles.

Adiós mi corazón. / Te lanzaré a la desgracia.
Tú no tendrás mis ojos. / Para morir...
Adiós mi corazón. / Los ecos de la felicidad
Hacen tus cantos tristes. / Como un arrepentimiento...
Un arrepentimiento...

Simone de Beauvoir: ¿Escribir qué?

Al día siguiente la radio confirmó la derrota alemana. "Es verdaderamente la paz que comienza —se repitió Enrique sentándose a su escritorio—. ¡Por fin puedo escribir!" Resolvió: "Me las arreglaré para escribir todos los días."

¿Escribir qué? No lo sabía y se alegraba; las otras veces sabía demasiado. Esta vez trataría de dirigirse al lector sin premeditación, como se escribe a un amigo; y quizá lograría decirle todas esas cosas que nunca habían encontrado lugar en sus libros, demasiado construidos. ¡Tantas cosas que uno quisiera retener con palabras y que se pierden! 


Alzó la cabeza y miró a través de la ventana el cielo frío. Lástima pensar que iba a ser una mañana perdida; todo parecía tan precioso esta mañana: el papel blanco, el olor a alcohol y a tabaco enfriado, la música árabe que subía del café vecino; Notre—Dame estaba fría como el cielo, un atorrante bailaba en medio de la callejuela, llevaba un enorme cuello de plumas azules y dos mujeres endomingadas lo miraban riendo.

Era Navidad, era la derrota alemana y algo se reanudaba. Sí, todas esas mañanas, todas esas noches que había dejado correr entre sus dedos durante esos cuatro años, Enrique trataría de recuperarlos durante treinta años; no se puede decir todo, de acuerdo; pero por lo menos se puede tratar de expresar el verdadero gusto de la propia vida: cada una tiene un gusto que no es sino de ella y hay que decirlo o no vale la pena escribir. "Hablar de lo que he amado.. de lo que amo, de lo que soy."

Dibujó un ramo. ¿Quién era él? ¿A quién encontraba después de esa larga ausencia? Es difícil desde adentro definirse y limitarse. No era un maniático de la política ni un fanático de la literatura, ni un gran apasionado; se sentía más bien mediocre; pero en realidad no le molestaba. Un hombre como todo el mundo que hablara sinceramente de sí mismo, hablaría en nombre de todo el mundo, para todo el mundo. La sinceridad: era la única originalidad a la que apuntaba, la única consigna que tenía que imponerse. 


Agregó una flor a su ramo. No es tan fácil ser sincero. No encaraba la posibilidad de confesarse, y quien dice novela dice mentira. Ah, ya estudiaría eso más adelante. Por el momento no había que complicarse con problemas. Partir al azar, empezar no importa cómo; por los jardines de El—Oued bajo la luna. El papel estaba desnudo, había que aprovechar.

En Los mandarines, de Simone de Beauvoir.



miércoles, 16 de noviembre de 2016

Una lúdica contingencia, Gustav Landauer.

Puede considerarse como punto de partida filosófico de Landauer la obra de Fritz Maulthner, que entiende la filosofía ante todo como una crítica del lenguaje. Según él, el lenguaje -por lo demás íntimamente vinculado a la inteligencia- no hace sino representar mediante signos subjetivos la experiencia, asimismo subjetiva, que logramos a través de los sentidos. La crítica de Mauthner conducía a un total escepticismo con respecto al valor del concepto y, por ende, de las construcciones conceptuales: ciencia, moral, derecho, filosofía.

El mundo no es sino una construcción contingente del lenguaje y de la gramática. Sobre la base siempre fluyente de nuestra experiencia, el idioma construye cosas, cualidades, acciones. Pero las cosas son tales y aparecen como permanentes sólo porque el lenguaje las designa con un sustantivo, las cualidades porque se las nombra adjetivalmente, las acciones porque se las indica con un verbo. 


La experiencia siempre cambiante y fluyente es, pues, apresada entre las redes del lenguaje y modelada por ella; la realidad del mundo no se nos da sino a través de un lenguaje que es nuestro propio lenguaje, nuestro idioma. El lenguaje equivale así, en su lúdica contingencia, al entendimiento: en tanto entendemos en cuanto somos capaces de manejar las palabras.

La ciencia no es sino un sistema de palabras que se consideran especialmente adecuadas para encasillar la cambiante experiencia. Sin embargo, como el cambio es incesante, llega un momento en que el sistema resulta insuficiente y es preciso constituir uno nuevo.

Tarea de la misma ciencia es, según las propias palabras de Landauer, “empujar al devenir a este ser, creado por nosotros mediante nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Los conceptos son reducidos a escombros y vueltos fluidos, las cosas -bajo el peso de la confrontación y de la reflexión- se entremezclan entre sí como átomos; y he aquí que todo se ha vuelto diferente a lo dado por los devaneos de los ojos y de las palabras del hombre”.

E inmediatamente, como conclusión: “De modo que la ciencia exacta consiste en esto: acopio y reseña de todos los datos de los sentidos; crítica, periódicamente renovada, de las abstracciones y generalizaciones, y construcción sobre ella de una crítica global del mundo ontológico sensible”.

El carácter relativo de toda construcción científica deriva, como es obvio, de la desconfianza previa en el valor del concepto y, por tanto, del juicio, del raciocinio y, en una palabra, de la inteligencia. La inteligencia no nos revela el ser en sí, construye por el contrario en una actividad casi lúdica, el mundo, para después volver a destruirlo y así sucesivamente.

 
No es difícil ver en estas ideas de Landauer afinidades con las diversas formas de antintelectualismo, que emergen en el pensamiento europeo durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del presente. La ciencia, esa Ciencia con mayúscula del positivismo -y también aquí especialmente del marxismo- no representa nada inconmovible, no es la revelación de lo Absoluto, la llave de todos los misterios. Es sólo una respetable -porque humana- pero caduca -también porque humana- elaboración de la experiencia, a través de palabras, es decir, de conceptos.

Y sin embargo, si la realidad pura y absoluta no nos es dada en la inteligencia no está contenida en nuestra ciencia, todavía existe un cierto modo de apoderarnos de ella: vivirla. Lo que le es negado al concepto le es concebido de alguna manera a la intuición. Y por intuición no se entiende aquí otra cosa que autorrealización emotiva. Yo soy el mundo si soy integrante. El curso de la corriente evolutiva viene de la fuente que ha nacido en la eternidad, la cadena no ha sido rota por nadie, sólo que, ciertamente, la corriente no puede retroceder y el pensamiento superficial de nuestro cerebro humano no puede percibir exteriormente la fuente ni reconocerla como objeto que fluye en mi interior, en el eterno presente, que es una parte de lo viviente también.

Pero percibimos la voz de la eternidad en lo más hondo y más maravilloso que puede testimoniar el espíritu humano. La música es el mundo otra vez. Schopenhauer lo ha dicho preciosamente. Encontramos esa infinitud en nosotros mismos.

Debemos finalmente llegar a la convicción de que no sólo percibimos trozos del mundo, sino que nosotros mismos somos un trozo del mundo. En este sentido dijo también Meister Eckhart: el que haya comprendido bien una flor habrá comprendido el mundo. Pues bien: volvamos a nosotros mismos y habremos hallado el universo”.


En “Utopías Antiguas y Modernas”, de Ángel J.Cappelletti.

martes, 15 de noviembre de 2016

Fiódor Dostoyevski: Imaginación.

(...) El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

«¡No, hay que terminar! —se dijo, volviendo en sí—. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala señal… ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría haberme gobernado a su antojo.»


Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había conmovido.
«¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez!»

Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.
«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y…»
No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.

«¡Esto es insufrible!» se dijo con los nervios crispados.
Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.
«Es preferible no dormir», decidió. De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía.


No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un día de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.

Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mirador… El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.

Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenía catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa…

Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín…, probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.

En Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski.