Burroughs
compartió con sus compatriotas - compañeros de ruta de los 50 y 60
el ideal a veces algo vago, por demasiado vasto, de la liberación,
entendido no como liberación nacional (ellos eran el imperio, al fin
y al cabo), sino personal, o a veces grupal (mujeres, negros,
homosexuales): la lucha era contra el «sistema» (denominación
omniabarcadora, pero no por ello menos real, que incluye al Estado,
al aparato educativo, a los medios masivos y al mercado).
Novelas
como El almuerzo desnudo y Nova Express proponen la
metáfora de la adicción
como figura de toda forma de control: en ellas entendemos que vivimos
en un mundo de adictos, donde los poderes del Estado y el mercado nos
dominan mediante la adicción a las drogas, al dinero, al poder, al
consumo, al sexo, y a la palabra.
Pero
si lo que queremos es liberarnos, ¿cómo liberarnos de ésta última
—la palabra— que, según parece y nos vienen diciendo desde hace
milenios, es lo que constituye al ser humano en cuanto tal, lo que
nos diferencia, pongamos el caso, de los animales? La primera parte
de este libro, «Retroalimentación de Watergate al jardín del
Edén», nos ofrece una primera respuesta: no es la palabra en sí,
sino la escritura, lo que nos separa de ellos. Porque como Burroughs
explica en La revolución electrónica y también en otros
textos, «el lenguaje es un virus» que en tanto tal no ha sido
creado por el hombre, sino que lo ha invadido y vive en él como un
parásito; y es un virus —y no una bacteria u otro organismo—
porque es algo no viviente que al introducirse en un ser vivo usurpa
las características de la vida; puede reproducir sus cadenas
informativas dentro del organismo y luego infectar a otros (mediante
un proceso que los lingüistas llaman «adquisición del lenguaje»)
y puede, incluso, matar.
Pero
para darle a este descubrimiento todo su valor político hay que
destacar que no se trata de una metáfora ni mucho menos de una
comparación: es una verdad literal. Burroughs no dice que el
lenguaje es como un virus sino que el lenguaje es un
virus altamente especializado, porque no sólo no es humano, ni
siquiera es terrestre: «El lenguaje es un virus del espacio
exterior». En el momento de su formulación, la teoría de
Burroughs pudo parecer delirante, fruto de una mente quemada por
veinte años de adicción, o —lo que constituye una forma más
insidiosa de descrédito— deliciosamente imaginativa, «poética».
Pocos
años más tarde, la aparición de los virus de las computadoras —que
son sin ninguna duda virus de lenguaje— probaría empíricamente la
exactitud de sus predicciones. El descubrimiento de Burroughs permite
también resolver la aparente contradicción de un escritor que dice
estar contra la palabra: «Borren la palabra para siempre». ¿Se
puede combatir a la palabra con palabras? No hay otra manera, nos
explicará: la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como
inoculación, como vacuna; la palabra literaria fortifica el
organismo contra las formas más insidiosas del mal; las palabras de
los políticos, de los militares, de los comunicadores sociales, de
los médicos, los psiquiatras…
Al igual que en el yoga, en el Zen y
en la obra de algunos autores como Beckett, la búsqueda de Burroughs
es la búsqueda del silencio, es decir, de manera muy simple, los
estados no verbales de la mente, la ausencia de palabras en la
conciencia: el estado de silencio equivale a la cura del virus del
lenguaje que, a la manera de la cura de los virus no verbales, no se
alcanza expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo; quien
la alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado,
manejado, dicho por él. Sólo quien ha alcanzado el estado de
silencio puede ser dueño de su lenguaje.
En
La revolución electrónica, de William S. Burroughs.
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