Al
día siguiente la radio confirmó la derrota alemana. "Es
verdaderamente la paz que comienza —se repitió Enrique
sentándose a su escritorio—. ¡Por fin puedo escribir!"
Resolvió: "Me las arreglaré para escribir todos los días."
¿Escribir
qué? No lo sabía y se alegraba; las otras veces sabía demasiado.
Esta vez trataría de dirigirse al lector sin premeditación, como se
escribe a un amigo; y quizá lograría decirle todas esas cosas que
nunca habían encontrado lugar en sus libros, demasiado construidos.
¡Tantas cosas que uno quisiera retener con palabras y que se
pierden!
Alzó
la cabeza y miró a través de la ventana el cielo frío. Lástima
pensar que iba a ser una mañana perdida; todo parecía tan precioso
esta mañana: el papel blanco, el olor a alcohol y a tabaco enfriado,
la música árabe que subía del café vecino; Notre—Dame estaba
fría como el cielo, un atorrante bailaba en medio de la callejuela,
llevaba un enorme cuello de plumas azules y dos mujeres endomingadas
lo miraban riendo.
Era
Navidad, era la derrota alemana y algo se reanudaba. Sí, todas esas
mañanas, todas esas noches que había dejado correr entre sus dedos
durante esos cuatro años, Enrique trataría de recuperarlos durante
treinta años; no se puede decir todo, de acuerdo; pero por lo menos
se puede tratar de expresar el verdadero gusto de la propia vida:
cada una tiene un gusto que no es sino de ella y hay que decirlo o no
vale la pena escribir. "Hablar de lo que he amado.. de lo que
amo, de lo que soy."
Dibujó
un ramo. ¿Quién era él? ¿A quién encontraba después de esa
larga ausencia? Es difícil desde adentro definirse y limitarse. No
era un maniático de la política ni un fanático de la literatura,
ni un gran apasionado; se sentía más bien mediocre; pero en
realidad no le molestaba. Un hombre como todo el mundo que hablara
sinceramente de sí mismo, hablaría en nombre de todo el mundo, para
todo el mundo. La sinceridad: era la única originalidad a la que
apuntaba, la única consigna que tenía que imponerse.
Agregó
una flor a su ramo. No es tan fácil ser sincero. No encaraba la
posibilidad de confesarse, y quien dice novela dice mentira. Ah, ya
estudiaría eso más adelante. Por el momento no había que
complicarse con problemas. Partir al azar, empezar no importa cómo;
por los jardines de El—Oued bajo la luna. El papel estaba desnudo,
había que aprovechar.
En
Los mandarines, de Simone de Beauvoir.
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