Me
aparté de la filosofía en el momento en que se hizo imposible
descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de
verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos.
Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad
filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad
sospechosa, que no guardan prestigios más que para los tímidos y
los tibios. Por otra parte, la filosofía -inquietud impersonal,
refugio junto a ideas anémicas- es el recurso de los que esquivan la
exuberancia corruptora de la vida. Poco más o menos todos los
filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la
filosofía. El fin del mismo Sócrates no tiene nada de trágico: es
un malentendido, el fin de un pedagogo, y si Nietzsche se hundió fue
como poeta y visionario; expió sus éxtasis y no sus razonamientos.
No
se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino
soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia
de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus
oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres.
¿Quién
no está expuesto, por sorpresa o por necesidad, a un desconcierto
irrefutable, quién no levanta entonces las manos en oración para
dejarlas caer a continuación más vacías aún que las respuestas de
la filosofía? Se diría que su misión es protegernos en tanto que
la inadvertencia de la suerte nos deja caminar más acá del
desquiciamiento y abandonarnos en cuanto somos obligados a
zambullirnos en él. Y ¿cómo podría ser de otra manera, cuando se
ve qué pocos de los sufrimientos de la humanidad han pasado a su
filosofía?
El
ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable. Se es siempre
impunemente filósofo: un oficio sin destino que llena de
pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las horas
refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. Y ¿acaso
esos pensamientos se han materializado en una sola página
equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una
cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo
expresa. Los verdaderos problemas no comienzan sino después de
haberla recorrido o agotado, después del último capítulo de un
inmenso tomo que pone el punto final en signo de abdicación ante lo
desconocido, donde se enraizan todos nuestros instantes, y con el que
nos es preciso luchar porque es naturalmente más inmediato, más
importante que el pan cotidiano.
Aquí
el filósofo nos abandona: enemigo del desastre, es tan sensato como
la razón y tan prudente como ella. Y quedamos en compañía de un
anciano apestado, de un poeta instruido en todos los delirios y de un
músico cuya sublimidad trasciende la esfera del corazón. No
comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía,
sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que
era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.
(Los
grandes sistemas no son en el fondo más que brillantes tautologías.
¿Qué ventaja hay en saber que la naturaleza del ser consiste en la
«voluntad de vivir», en la «idea», o en la fantasía de Dios o de
la Química? Simple proliferación de palabras, sutiles
desplazamientos de sentidos. Lo que es repele el abrazo verbal
y la experiencia íntima no nos revela nada fuera del instante
privilegiado e inexpresable. Por otro lado, el ser mismo no es más
que una pretensión de la Nada.
Sólo
se define por desesperación. Hace falta una fórmula; incluso hacen
falta muchas, no fuera más que por dar justificación al espíritu y
una fachada a la nada. Ni el concepto ni el éxtasis son operativos.
Cuando la música nos sumerge hasta las «intimidades» del ser,
volvemos a salir rápidamente a la superficie: los efectos de la
ilusión se disipan y el saber se declara nulo.
Las
cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como
nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en
nuestro universo verbal, manejable a placer, e ineficaz. El ser es
mudo y el espíritu charlatán. Eso se llama conocer. La
originalidad de los filósofos se reduce a inventar términos. Como
no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo -y poco más o
menos otras tantas maneras de morir- los matices que las diversifican
y las multiplican sólo dependen de la elección de vocablos,
desprovistos de todo alcance metafísico.
Estamos
abismados en un universo pleonástico, en el que las interrogaciones
y las réplicas se equivalen.)
En
Breviario de podredumbre, de Emil M. Cioran.
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