(...) El
sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue
esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo
su cuerpo.
«¡No,
hay que terminar! —se dijo, volviendo en sí—. Pensemos en otra
cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado
jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de
nadie. Esto es mala señal… ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa
mujer podría haberme gobernado a su antojo.»
Se
detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él
tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo.
Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había
quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él
habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella
hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él la
avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel
momento su corazón se había conmovido.
«¡Diablo!
¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una
vez!»
Ya
empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó
que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su
pierna.
«¡Demonio!
Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y…»
No
quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó
en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado
la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío,
empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba
sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del
lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones,
burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo
de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó
que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su
camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se
despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba
acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el
viento.
«¡Esto
es insufrible!» se dijo con los nervios crispados.
Se
levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la
ventana.
«Es
preferible no dormir», decidió. De la ventana llegaba un aire frío
y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la
cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía.
No
pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones,
ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una
especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad,
de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo
cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía
más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día
tibio, casi cálido; un día de fiesta: la Trinidad. Estaba
contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos
repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata
guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol,
cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos
repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada
blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos
sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume
embriagador.
Svidrigailof
no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la
escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de
flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de
las puertas abiertas, en el mirador… El entarimado estaba cubierto
de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas
penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín.
En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso
blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos
encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un
lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus
manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su
cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de
rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía
igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta
sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura
desgarradora, una tristeza sin límites.
Svidrigailof
conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna
imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella
muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenía
catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su
corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma
de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito
supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en
una noche de deshielo húmeda y tenebrosa…
Svidrigailof
se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a
tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y
Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su
rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la
ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín…,
probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían
allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora
los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de
caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.
En
Crimen y
castigo,
de Fiódor Dostoyevski.
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