Puede
considerarse como punto de partida filosófico de Landauer la obra de
Fritz Maulthner, que entiende la filosofía ante todo como una
crítica del lenguaje. Según él, el lenguaje -por lo demás
íntimamente vinculado a la inteligencia- no hace sino representar
mediante signos subjetivos la experiencia, asimismo subjetiva, que
logramos a través de los sentidos. La crítica de Mauthner conducía
a un total escepticismo con respecto al valor del concepto y, por
ende, de las construcciones conceptuales: ciencia, moral, derecho,
filosofía.
El
mundo no es sino una construcción contingente del lenguaje y de la
gramática. Sobre la base siempre fluyente de nuestra experiencia, el
idioma construye cosas, cualidades, acciones. Pero las cosas son
tales y aparecen como permanentes sólo porque el lenguaje las
designa con un sustantivo, las cualidades porque se las nombra
adjetivalmente, las acciones porque se las indica con un verbo.
La
experiencia siempre cambiante y fluyente es, pues, apresada entre las
redes del lenguaje y modelada por ella; la realidad del mundo no se
nos da sino a través de un lenguaje que es nuestro propio lenguaje,
nuestro idioma. El lenguaje equivale así, en su lúdica
contingencia, al entendimiento: en tanto entendemos en cuanto somos
capaces de manejar las palabras.
La
ciencia no es sino un sistema de palabras que se consideran
especialmente adecuadas para encasillar la cambiante experiencia. Sin
embargo, como el cambio es incesante, llega un momento en que el
sistema resulta insuficiente y es preciso constituir uno nuevo.
Tarea
de la misma ciencia es, según las propias palabras de Landauer,
“empujar al devenir a este ser, creado por nosotros mediante
nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Los conceptos son reducidos
a escombros y vueltos fluidos, las cosas -bajo el peso de la
confrontación y de la reflexión- se entremezclan entre sí como
átomos; y he aquí que todo se ha vuelto diferente a lo dado por los
devaneos de los ojos y de las palabras del hombre”.
E
inmediatamente, como conclusión: “De modo que la ciencia exacta
consiste en esto: acopio y reseña de todos los datos de los
sentidos; crítica, periódicamente renovada, de las abstracciones y
generalizaciones, y construcción sobre ella de una crítica global
del mundo ontológico sensible”.
El
carácter relativo de toda construcción científica deriva, como es
obvio, de la desconfianza previa en el valor del concepto y, por
tanto, del juicio, del raciocinio y, en una palabra, de la
inteligencia. La inteligencia no nos revela el ser en sí, construye
por el contrario en una actividad casi lúdica, el mundo, para
después volver a destruirlo y así sucesivamente.
No
es difícil ver en estas ideas de Landauer afinidades con las
diversas formas de antintelectualismo, que emergen en el pensamiento
europeo durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras
del presente. La ciencia, esa Ciencia con mayúscula del positivismo
-y también aquí especialmente del marxismo- no representa nada
inconmovible, no es la revelación de lo Absoluto, la llave de todos
los misterios. Es sólo una respetable -porque humana- pero caduca
-también porque humana- elaboración de la experiencia, a través de
palabras, es decir, de conceptos.
Y
sin embargo, si la realidad pura y absoluta no nos es dada en la
inteligencia no está contenida en nuestra ciencia, todavía existe
un cierto modo de apoderarnos de ella: vivirla. Lo que le es negado
al concepto le es concebido de alguna manera a la intuición. Y por
intuición no se entiende aquí otra cosa que autorrealización
emotiva. Yo soy el mundo si soy integrante. El curso de la corriente
evolutiva viene de la fuente que ha nacido en la eternidad, la cadena
no ha sido rota por nadie, sólo que, ciertamente, la corriente no
puede retroceder y el pensamiento superficial de nuestro cerebro
humano no puede percibir exteriormente la fuente ni reconocerla como
objeto que fluye en mi interior, en el eterno presente, que es una
parte de lo viviente también.
Pero
percibimos la voz de la eternidad en lo más hondo y más maravilloso
que puede testimoniar el espíritu humano. La música es el mundo
otra vez. Schopenhauer lo ha dicho preciosamente. Encontramos esa
infinitud en nosotros mismos.
“Debemos
finalmente llegar a la convicción de que no sólo percibimos trozos
del mundo, sino que nosotros mismos somos un trozo del mundo. En este
sentido dijo también Meister Eckhart: el que haya comprendido bien
una flor habrá comprendido el mundo. Pues bien: volvamos a nosotros
mismos y habremos hallado el universo”.
En
“Utopías Antiguas y Modernas”, de Ángel J.Cappelletti.
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