¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Una lúdica contingencia, Gustav Landauer.

Puede considerarse como punto de partida filosófico de Landauer la obra de Fritz Maulthner, que entiende la filosofía ante todo como una crítica del lenguaje. Según él, el lenguaje -por lo demás íntimamente vinculado a la inteligencia- no hace sino representar mediante signos subjetivos la experiencia, asimismo subjetiva, que logramos a través de los sentidos. La crítica de Mauthner conducía a un total escepticismo con respecto al valor del concepto y, por ende, de las construcciones conceptuales: ciencia, moral, derecho, filosofía.

El mundo no es sino una construcción contingente del lenguaje y de la gramática. Sobre la base siempre fluyente de nuestra experiencia, el idioma construye cosas, cualidades, acciones. Pero las cosas son tales y aparecen como permanentes sólo porque el lenguaje las designa con un sustantivo, las cualidades porque se las nombra adjetivalmente, las acciones porque se las indica con un verbo. 


La experiencia siempre cambiante y fluyente es, pues, apresada entre las redes del lenguaje y modelada por ella; la realidad del mundo no se nos da sino a través de un lenguaje que es nuestro propio lenguaje, nuestro idioma. El lenguaje equivale así, en su lúdica contingencia, al entendimiento: en tanto entendemos en cuanto somos capaces de manejar las palabras.

La ciencia no es sino un sistema de palabras que se consideran especialmente adecuadas para encasillar la cambiante experiencia. Sin embargo, como el cambio es incesante, llega un momento en que el sistema resulta insuficiente y es preciso constituir uno nuevo.

Tarea de la misma ciencia es, según las propias palabras de Landauer, “empujar al devenir a este ser, creado por nosotros mediante nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Los conceptos son reducidos a escombros y vueltos fluidos, las cosas -bajo el peso de la confrontación y de la reflexión- se entremezclan entre sí como átomos; y he aquí que todo se ha vuelto diferente a lo dado por los devaneos de los ojos y de las palabras del hombre”.

E inmediatamente, como conclusión: “De modo que la ciencia exacta consiste en esto: acopio y reseña de todos los datos de los sentidos; crítica, periódicamente renovada, de las abstracciones y generalizaciones, y construcción sobre ella de una crítica global del mundo ontológico sensible”.

El carácter relativo de toda construcción científica deriva, como es obvio, de la desconfianza previa en el valor del concepto y, por tanto, del juicio, del raciocinio y, en una palabra, de la inteligencia. La inteligencia no nos revela el ser en sí, construye por el contrario en una actividad casi lúdica, el mundo, para después volver a destruirlo y así sucesivamente.

 
No es difícil ver en estas ideas de Landauer afinidades con las diversas formas de antintelectualismo, que emergen en el pensamiento europeo durante las últimas décadas del pasado siglo y las primeras del presente. La ciencia, esa Ciencia con mayúscula del positivismo -y también aquí especialmente del marxismo- no representa nada inconmovible, no es la revelación de lo Absoluto, la llave de todos los misterios. Es sólo una respetable -porque humana- pero caduca -también porque humana- elaboración de la experiencia, a través de palabras, es decir, de conceptos.

Y sin embargo, si la realidad pura y absoluta no nos es dada en la inteligencia no está contenida en nuestra ciencia, todavía existe un cierto modo de apoderarnos de ella: vivirla. Lo que le es negado al concepto le es concebido de alguna manera a la intuición. Y por intuición no se entiende aquí otra cosa que autorrealización emotiva. Yo soy el mundo si soy integrante. El curso de la corriente evolutiva viene de la fuente que ha nacido en la eternidad, la cadena no ha sido rota por nadie, sólo que, ciertamente, la corriente no puede retroceder y el pensamiento superficial de nuestro cerebro humano no puede percibir exteriormente la fuente ni reconocerla como objeto que fluye en mi interior, en el eterno presente, que es una parte de lo viviente también.

Pero percibimos la voz de la eternidad en lo más hondo y más maravilloso que puede testimoniar el espíritu humano. La música es el mundo otra vez. Schopenhauer lo ha dicho preciosamente. Encontramos esa infinitud en nosotros mismos.

Debemos finalmente llegar a la convicción de que no sólo percibimos trozos del mundo, sino que nosotros mismos somos un trozo del mundo. En este sentido dijo también Meister Eckhart: el que haya comprendido bien una flor habrá comprendido el mundo. Pues bien: volvamos a nosotros mismos y habremos hallado el universo”.


En “Utopías Antiguas y Modernas”, de Ángel J.Cappelletti.

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