¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 22 de noviembre de 2016

Por una pedagogía libertaria.

No se sabe por qué, sin embargo, algunos atraviesan sin problemas el filtro familiar y el de la escuela obligatoria. El hecho es que una vez que estos dos obstáculos han sido franqueados, también hay que tener suerte: encontrarse con un ser que propone la disciplina y hace saber que existe una actividad que nombra ese intenso gusto por la pregunta, ese deseo de saber y comprender, esas ganas de no renunciar a entender los mecanismos del mundo: la filosofía.


El profesor de filosofía cumple ese rol. O sea, puede cumplirlo. A veces es el intermediario inocente de una actividad más grande que él, que lo desborda, y se encuentra con un alumno que entiende de manera íntima y visceral lo que está en juego. En otros casos, su carisma personal produce los mejores efectos.

Si emprenden estudios que permiten frecuentar el mundo de la historia de las ideas, si descubren la ironía socrática, la insolencia cínica, el hedonismo cirenaico, si jubilan, ante la claridad cartesiana, la potencia spinozista, la mecánica kantiana o el romanticismo nietzscheano, si sucumben ante el prometeísmo marxista, la lucidez freudiana o el compromiso sartreano, si quieren a esa gente, a ese pueblo, a ese mundo, si se encuentran satisfechos en él, hablan de igual a igual y conversan como cómplices portadores de respuestas a las preguntas infantiles que han permanecido intactas, entonces se descubren en tanto filósofos.

A veces estas naturalezas sobrevivientes sucumben sin embargo bajo el fuego universitario. Lo que no habían logrado los padres y la escuela, lo logran los universitarios: asquearlos, alejarlos o, peor aún, hacerles perder su frescura natural. Convertidos en funcionarios de la filosofía, transformados en gestores prudentes del capital de este mundo de poetas y locos, atraviesan océanos furiosos para convertirse en pequeños intermediarios modestos, tranquilos, apenas involucrados personalmente. Siguen el paso del inspector que piensa que la filosofía es una materia como cualquier otra...


Contra esta educación autoritaria, castradora, que malogra el potencial filosófico, practiquemos una pedagogía libertaria que cultive esta potencia magnífica. Cuidemos con mimo -como si se tratara de un jardín zen, día tras día, en los más ínfimos detalles- este germen contemporáneo consciente de su presencia en el mundo.

El pedagogo libertario trabaja en función de hacerse a un lado en términos personales y cultivar la potencia interrogativa de toda subjetividad infantil. Por tanto hay que ejercer estas fuerzas, practicar según el modelo deportivo esta inteligencia primitiva y querer la permanencia y la duración de este juego de idas y venidas entre la conciencia, el yo, el mundo y sus surgimientos. La fenomenología es, en su método, no en su lenguaje, de esencia natural. Muy tempranamente se muestra que un temperamento se construye y se constituye por este detalle, este ojo, esta mirada, esta sensualidad que pregunta sin cesar: ¿quién?, ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿de qué manera?, ¿por qué razones? Preguntas con las que, más tarde, se puede hacer ontología, metafísica, epistemología, estética, etcétera.

En La comunidad filosófica. Manifiesto por una Universidad popular, de Michel Onfray.



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