No
se sabe por qué, sin embargo, algunos atraviesan sin problemas el
filtro familiar y el de la escuela obligatoria. El hecho es que una
vez que estos dos obstáculos han sido franqueados, también hay que
tener suerte: encontrarse con un ser que propone la disciplina y
hace saber que existe una actividad que nombra ese intenso gusto por
la pregunta, ese deseo de saber y comprender, esas ganas de no
renunciar a entender los mecanismos del mundo: la filosofía.
El
profesor de filosofía cumple ese rol. O sea, puede cumplirlo. A
veces es el intermediario inocente de una actividad más grande que
él, que lo desborda, y se encuentra con un alumno que entiende de
manera íntima y visceral lo que está en juego. En otros casos, su
carisma personal produce los mejores efectos.
Si
emprenden estudios que permiten frecuentar el mundo de la historia de
las ideas, si descubren la ironía socrática, la insolencia cínica,
el hedonismo cirenaico, si jubilan, ante la claridad cartesiana, la
potencia spinozista, la mecánica kantiana o el romanticismo
nietzscheano, si sucumben ante el prometeísmo marxista, la lucidez
freudiana o el compromiso sartreano, si quieren a esa gente, a ese
pueblo, a ese mundo, si se encuentran satisfechos en él, hablan de
igual a igual y conversan como cómplices portadores de respuestas a
las preguntas infantiles que han permanecido intactas, entonces se
descubren en tanto filósofos.
A
veces estas naturalezas sobrevivientes sucumben sin embargo bajo el
fuego universitario. Lo que no habían logrado los padres y la
escuela, lo logran los universitarios: asquearlos, alejarlos o, peor
aún, hacerles perder su frescura natural. Convertidos en
funcionarios de la filosofía, transformados en gestores prudentes
del capital de este mundo de poetas y locos, atraviesan océanos
furiosos para convertirse en pequeños intermediarios modestos,
tranquilos, apenas involucrados personalmente. Siguen el paso del
inspector que piensa que la filosofía es una materia como cualquier
otra...
Contra
esta educación autoritaria, castradora, que malogra el potencial
filosófico, practiquemos una pedagogía libertaria que cultive esta
potencia magnífica. Cuidemos con mimo -como si se tratara de un
jardín zen, día tras día, en los más ínfimos detalles- este
germen contemporáneo consciente de su presencia en el mundo.
El
pedagogo libertario trabaja en función de hacerse a un lado en
términos personales y cultivar la potencia interrogativa de toda
subjetividad infantil. Por tanto hay que ejercer estas fuerzas,
practicar según el modelo deportivo esta inteligencia primitiva y
querer la permanencia y la duración de este juego de idas y venidas
entre la conciencia, el yo, el mundo y sus surgimientos. La
fenomenología es, en su método, no en su lenguaje, de esencia
natural. Muy tempranamente se muestra que un temperamento se
construye y se constituye por este detalle, este ojo, esta mirada,
esta sensualidad que pregunta sin cesar: ¿quién?, ¿cuándo?, ¿por
qué?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿de qué manera?, ¿por qué razones?
Preguntas con las que, más tarde, se puede hacer ontología,
metafísica, epistemología, estética, etcétera.
En
La comunidad filosófica. Manifiesto por una Universidad popular,
de Michel Onfray.
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