El
mundo del siglo XVIII es un teatro del mundo. El espacio
público se parece a un escenario teatral. La distancia escénica
impide el contacto inmediato entre cuerpos y almas. Lo teatral
se opone a lo táctil. La comunicación pasa a través de
formas rituales y signos, y esto alivia el alma.
En
la modernidad se renuncia cada vez más a la distancia teatral a
favor de la intimidad. Richard Sennett ve ahí una funesta evolución,
que quita a los hombres la posibilidad «de jugar con las propias
imágenes externas y adornarlas con sentimiento».1
La
formalización, el convencionalismo y el ritualismo no excluyen la
expresividad. El teatro es un lugar para las expresiones. Pero estas
son sentimientos objetivos y no una manifestación de interioridad
psíquica. Por eso son representadas y no expuestas. El
mundo no es hoy ningún teatro en el que se representen y
lean acciones y sentimientos, sino un mercado en el que
se exponen, venden y consumen intimidades. El teatro es un lugar de
representación, mientras que el mercado es un lugar de
exposición.
Hoy,
la representación teatral cede el puesto a la exposición
pornográfica. Sennett sostiene «que
la teatralidad se halla en una relación específica, concretamente
en una relación enemiga con la intimidad, así como en una relación
no menos específica, aunque amistosa, con una vida pública
desarrollada».2
La
cultura de la intimidad va unida a la caída de aquel mundo objetivo,
público, que no es ningún objeto de sensaciones y vivencias
íntimas. Según la ideología de la intimidad, las relaciones
sociales son tanto más reales, cabales, creíbles y auténticas
cuanto más se acercan a las necesidades internas de los individuos.
La intimidad es la fórmula psicológica de la transparencia.
Se cree conseguir la transparencia del alma por el hecho de revelar
los sentimientos y emociones íntimos, desnudando así el alma.
1.
R. Sennett, Verfall und Ende des öffentlichen Lebens. Die
Tyrannei der Intimität, Berlín, 2008 (trad. cast. El declive
del hombre público, Barcelona, Anagrama, 2011), p. 81.
2.
Ibíd.
En
La sociedad de la transparencia, de Byung-Chul Han.
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