Se
nos antojó pasar la tarde y la noche en un castillo. En Francia,
muchos se han convertido en hoteles: un espacio perdido de verdor en
una extensión de fealdad sin verdor; una parcela de alamedas,
árboles y pájaros en medio de una inmensa red de carreteras. Voy
conduciendo y, por el retrovisor, observo un coche que me sigue. El
intermitente izquierdo parpadea y todo el coche emite ondas de
impaciencia. El conductor espera la ocasión para adelantarme;
aguarda ese momento como un ave de rapiña acecha un ruiseñor.
Vera,
mi mujer, me dice: «Cada
cincuenta minutos muere un hombre en las carreteras de Francia. Mira
todos esos locos que conducen a nuestro alrededor. Son los mismos que
se muestran extraordinariamente cautos cuando asisten en plena calle
al atraco de una viejecita. ¿Cómo es que no tienen miedo cuando van
al volante?».
¿Qué
contestar? Tal vez lo siguiente: el hombre encorvado encima de su
moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo;
se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del
porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera
del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en
este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus
hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo,
porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera
del porvenir no tiene nada que temer.
La
velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha
brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a
pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a
pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su
edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida.
Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una
máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego
y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura
velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis.
Curiosa
alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del
éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta,
especie de apparatchik
del
erotismo, que hace treinta años me dio una lección (gélidamente
teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en
su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y
tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la
vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito
a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para
alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y
del universo.
¿Por
qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde
estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes
holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de
molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los
caminos rurales, los prados y los
claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce
ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios.
Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices.
En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo
cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca
constantemente el movimiento que le falta.
(...)
traje a colación la archi conocida ecuación de uno de los primeros
capítulos del manual de la matemática existencial: el grado de
velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.
Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo
éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso
se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir
esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el
deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de
la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya
no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de
sí misma; que quiere apagar la minúscula y temblorosa llama de la memoria.
En
La lentitud, de Milan Kundera.
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