¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Onfray: La pequeña política.

Que la política haya dejado de ser un sacerdocio, una funcion espiritual ancestralmente asociada al sacerdote y al militar y luego que, en lugar de hombres para servirla, solo encontremos homúnculos que se sirven de ella, no presenta ninguna duda.

La gran política a cuya vocación apelaba Nietzsche se atrofia en una pequeña política que se reduce a quienes abrazan la carrera para administrar el capitalismo y sus crisis, acompañarlo en todos sus momentos, compartir sus causas, sus retrocesos, sus rechazos, sus insolencias, sus violencias, cuando no disfrutar directamente de este acompañamiento. En la pequeña política, la carrera no reconoce otra cosa que gestores reducidos a la inacción, pues en el régimen capitalista, el verdadero poder político se concentra en los capitanes de industria y sus asociados, que aumentan su poder con su riqueza, y a la inversa. Los propietarios y los políticos, que se niegan a reconocer el vacío de su poder político, se refugian en el poder simbólico de la representación, el verbo, la palabra.


Envueltos en el debilitamiento de su verdadero poder, cuando aceptan las reglas de juego liberales se ven reducidos al Teatro, la declamación, la declaración de principios, el psitacismo televisivo, la arrogancia de las manifestaciones de poder de esas cáscaras vacías que son los desplazamientos oficiales, militarizados, con exhibición de los signos externos del poder: motoristas, banderas, banderines, policías y gendarmes, compañías republicanas de seguridad y servicios especiales, poderosos coches de ventanillas con cristales tintados y para los que no hay límite de velocidad ni código de circulación que valga, vehículos abarrotados de médicos y cirujanos especializados en intervenciones difíciles 0 cortesanos infatuados, pretenciosos y pagados de sí mismos.

Pero el convoy está vacío: el verdadero poder zumba en la cibernética, cómplice de quienes organizan los flujos de dinero y controlan según sus medios las mitosis y las meiosis detectables en el material celular de los capitales flotantes, cuerpos virtuales en los que el verdadero poder agota su esencia y la contempla.

De donde esta extraña sensación de asistir, con ocasión de las manifestaciones teatrales de estos hombres de la pequeña política, en las antípodas de lo grande y de lo sublime, a la eterna ceremonia de la búsqueda del poder, incluso y sobre todo cuando ocupan los cargos mas altos. La prueba de su verdadera impotencia es que, investidos de los atributos del poder real, con el cetro en la mano, hablan como si todavía, y siempre, estuvieran en la oposición. lncapaces de actuar y sin ningun deseo de poner en evidencia su magnífica impotencia, sólo enuncian los contornos de su acción -para mañana- mientras convierten el presente en la escena perpetua de futuras fiestas que nunca llegan.

El sistema parlamentario propone un vivero para estas comedias. Se juntan allí los que no aspiran tanto a la sublimidad en materia política como a la de su mezquina carrera personal. El hemiciclo hace las veces de cámara de descompresión de las legítimas reivindicaciones. Metamorfoseadas, diluidas en la escolastica moderna del formalismo jurídico, irreconocibles merced al juego de las enmiendas, terminan por ser tan inútiles como si jamás hubieran visto la luz. Derecha e izquierda se pelean por detalles. Cuando se trata de afrontar discusiones en las que la derecha endurece su posición acerca de la posibilidad de expulsar a los inmigrantes, la izquierda, dado que ya es tarde, se va a dormir, con lo que evita a sus heraldos el empantanamiento profesional que sin duda derivaría en las proximas elecciones del voto hostil del buen pueblo, siempre al borde del racismo y la xenofobia.


Efectivamente, ahí es donde actua el veneno, en la subordinación de la acción a los ridículos y minúsculos fines de la permanencia en la función. No molestar al elector, no contrariarlo, jurarle la excelencia en lo insípido o en discursos artificiosamente encubridores de la realidad y, sobre todo, reiterar la profesión de fe al modo mágico y religioso de los derviches giradores. El parlamentario se agita bajo sus oropeles de figurante en el escenario en el que trata de preservar y enmascarar lo que, entre bastidores, traman los actores realmente decisivos. Si lo supiera lo negaría, pues su excesiva vanidad no le permite aceptar la pobreza de su papel. Lejos de producir las leyes, de contribuir a la noble tarea de legislar para la nación, obedece a las consignas de su partido, que, a su vez, tiende a la propulsion de su lider a los mandos del cargo de máximo nivel, el trono, este sustituto republicano de la función monarquica.

Un parlamentario sin partido no tiene mas existencia que un candidato a presidente sin partido. La pequeña política sirve a los intereses particulares de algunos, una oligarquía sostenida unicamente por la distribución de prebendas y favores ilícitos que competen a la inmunidad y otras ventajas asociadas a la función que legitíma la existencia de una casta no sometida a los mismos derechos o deberes que el ciudadano común. Paradojicamente, la excelencia del principio de igualdad absoluta ante la ley emanada de la Revolución Francesa ha dejado de existir en los lugares de representación popular en los que se apela al pueblo para permitir el funcionamiento de una aristocracia, no ya del mérito ni del dinero, sino de la servidumbre. Nunca las virtudes servíles han sido tan enaltecidas, celebradas y mantenidas. ¿Hay práctica mas vil, desde la corte real de los Luises, que este nuevo sistema parlamentario de adulación cortesana, figuración y engaño?

En Política del rebelde. Tratado de resistencia e insumisión, de Michel Onfray.

 


jueves, 29 de septiembre de 2016

El mismo Bayer de siempre.

Desde un costado del escenario principal del Teatro Real, Osvaldo Bayer se levantaba el jueves por la noche con evidente dificultad. Cada paso que daba parecía demandar un gran esfuerzo. Como en todo, persistió hasta llegar al centro y saludar. Acababa de encabezar uno de los tres homenajes a Juan GelmanJuan Poeta, como lo llama-. Todo en el marco de la Feria del Libro de Córdoba 2016.
La lucha pasada, presente y futura, está en tu poesía”, había leído unos minutos antes, cuando le tocó repasar la carta que le envió al poeta en los años de exilio. Como a tantos, el destierro con el que los castigó la última dictadura militar los unió mucho más. La reflexión sobre esa otra tragedia los obsesionó a ambos.
En aquella correspondencia también se puede leer algo que aquel Bayer le podría decir al de hoy: “Todo está allí, en tu obra, para siempre. No la podrán ni destruir ni matar ni secuestrar ni torturar ni encarcelar. Está y estará allí, permanente”.
Con 89 años, Bayer soporta en la actualidad el trajín que hoy sólo padecen los youtubers que se presentan  en cualquier feria del libro. Como un Rolling Stone, convoca a jóvenes estudiantes de secundaria y a sus contemporáneos. Según su agenda, en tres días no parará de ir y venir por toda la ciudad de Córdoba. Ahora nos recibe a nosotros, un grupo de periodistas que anhelan ser algún día tan jóvenes como él. “¿Hay algo fuerte para tomar? Un vino tinto estaría bien”, solicita amablemente a la dueña de casa.
Es increíble que hayamos votado a Macri”, se repite Bayer en más de una oportunidad y a lo largo de toda la charla. Como historiador que es, no duda en señalar que los argentinos “volvimos a votar a los conservadores del año ´30”.
Sobre aquellas primeras décadas del siglo pasado, concentró gran parte de su trabajo periodístico. La llegada de inmigrantes, con su fuerza de trabajo y sus ideas libertarias, el rol del anarquismo y el socialismo en los primeros gremios, la Semana Trágica, la Patagonia Rebelde, Severino Di Giovanni. Toda su bibliografía mental, tras 70 años de investigación, lo llevan a aquella época para hablar del 2016.
Esto, para mí, va a terminar muy mal”, advierte pensativo. “Así que hay que ir preparándose desde las bases. No puede ir para adelante un gobierno absolutamente conservador”.
Bayer es el mismo. Sus ideas se mantienen firmes, estoicas ante las idas y venidas de la historia. Tan firmes como su cuerpo reposado en el margen derecho del sillón. Cada vez que lo invitaron a debatir sobre la violencia a lo largo de su carrera, enrostrándole con críticas algunas de sus obras, no esquivó el convite.
Una cosa puede ser el terrorismo como medio de llegar al poder, otro, como método para combatir al tirano. El segundo es donde está encuadrado el de Severino Di Giovanni”, le respondió a Alvaro Abós en un gran debate mano a mano con varios capítulos que se publicó entre 1985 y 1986 en la revista Fierro. Allí mismo se distanció de los intelectuales que se cubren con “el manto generalizador del acostumbrado `yo estoy en contra de toda violencia´”, que sólo deriva en la negación de “la violencia de abajo”.
La democracia de base es la que nos puede salvar a nosotros y la que nos puede dar un mejor sistema”.
Pero así como se declara anarquista, también se considera un pacifista. Y no hay contradicción. Como estudioso aún reflexiona sobre la injusticia social y sus consecuencias. Como periodista y militante vivió la realidad más allá de las ideas. Por eso nos llama a “actuar siempre” y apela a la organización de las bases, al trabajo desde los barrios y al debate en asambleas, como aquellas que renacieron y se multiplicaron en 2001.
Hay que darle cada vez más poder a las bases. Yo creo que el tema de las asambleas es el más interesante”, comenta mientras le brillan los ojos y ensaya una sonrisa. “Hay que darles más fuerza a las asambleas y tratar de ganar los sindicatos, eso es fundamental, porque están caídos en una burocracia tremenda. La democracia de base es la que nos puede salvar a nosotros y la que nos puede dar un mejor sistema”.
Yo estuve participando en las asambleas barriales durante los últimos gobiernos y la verdad que fueron un gran ejemplo. Venían las mismas viejitas del barrio y hablaban. Lo hacían por primera vez en sus vidas… ¡Qué bien lo hacían! Contaban sus experiencias. Por primera vez lo hacían”.
Como gran símbolo de la desigualdad la Villa 31 es un emblema que para Bayer se repite en cada ciudad del país, en cada rincón de las provincias, donde la falta de urbanización deja al desnudo la miseria social: “Ese barrio norte cada vez más rico y esas villas cada vez más pobres. En las casuchas se sube al primer piso con una escalera de mano, trepando por las ventanas. Allí está la verdadera pantalla, la imagen que tenemos de nuestra sociedad y que tenemos que tomar para solucionarlo”.
No hay fórmulas secretas en el pensamiento del periodista. Se trata de ideas y de luchas. Pensar y hacer: “Tenemos que seguir luchando. Tenemos que seguir aprendiendo de las experiencias, algo que es difícil. Es un periodo muy difícil, no es fácil, pero hay que hacerlo porque si no, seguiremos así”.
El “seguir así” de Bayer no comienza con Mauricio Macri. Durante la última presidencia de Cristina Fernández de Kirchner le costó numerosas críticas el decir algo que sostiene desde antes del mismo kirchnerismo: “Yo siempre sostengo que mientras haya villas miserias no hay verdadera democracia. Por lo menos las verdaderas democracias deben dar un techo digno y un pan a todos los pobres del pueblo. Por lo menos”.
Con sus casi 90 años no hay dudas de que Osvaldo Bayer sigue vigente. (...) Y es por eso que al hablar lo hace con el ejemplo de ahora y de siempre: “El intelectual debe dar la cara, no esconderse debajo de las sábanas, y estar siempre junto a los oprimidos y contra la oligarquía”.
Esas mismas palabras utilizó cuando lo hicieron recordar a Rodolfo Walsh y a Juan Gelman en el Real la noche anterior. Desde el escenario aseguró que aún escribe “todo el día” a pesar de sus andanzas: “Escribo a la mañana, al mediodía y a la noche también me quedo. El silencio de la noche es un gran aliado del escritor. Ahora me está costando mucho, porque uno va envejeciendo. Qué injusto es Dios”, se lamentó con una sonrisa cómplice que delataba cierta sorna ante los infructuosos intentos de la vejez por querer arrebatarle la juventud del alma.
Ahora, sentado desde el sillón, aún tiene aire en los pulmones como para alentarnos: “No hay que ser negativos. Hay que confiar en el futuro y seguir transmitiendo esto, la democracia de base, la verdadera igualdad de clases. Es la única solución para la sociedad y para la paz entre los hombres”.
En la tinta, periodismo hasta mancharse.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Ángel J. Cappelletti: Falacias de la democracia.

La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.

Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo», y eso quería decir simplemente «gobierno del pueblo», no de sus «representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. El pueblo, reunido en la Ekklesía, nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores, financistas y sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo. Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería decir «el conjunto de todos los ciudadanos». De ese conjunto quedaban excluidos no sólo los esclavos sino también las mujeres y los habitantes extranjeros (metecos). Tal limitación reducía de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una minoría.

La democracia directa de los griegos, que en lo referente a su principio y su forma general, aparece como cercana a un sistema de gobierno ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad (esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).

Por otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en Atenas otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a constituir un imperio marítimo y mercantil. Ahora bien, esta política exterior contradice también la democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en su interior e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en todas sus formas, es incompatible con una auténtica democracia. Los atenienses no dejaron de cobrar conciencia de ello y Tucídides reporta los esfuerzos que hicieron por conciliar ambos extremos inconciliables. Cleón acaba por expresar su convicción de que «la democracia es incapaz de imperio».

La democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades antiguos hace imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes. No puede gobernar sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder. Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o federación de comunas.

Entre los filósofos de la Ilustración, teóricos de la democracia moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia. Pero ya en esa misma época comienzan algunos autores a oponer «democracia» y «república», lo cual quiere decir, «democracia directa» y «democracia representativa». Los autores de The Federalist y muchos de los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton, se pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como «delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». No podemos dejar de advertir que aquí el pueblo es simplemente un «resto».

Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized nation, except through their own default».(1) Sólo los niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.

Pero esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia de nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los miembros del Congreso constituyente de Filadelfia que proponían el voto calificado y querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos los propietarios. Hamilton afirmaba: «A power over a man’s subsistence amounts to a power over his will».(2) El mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone la independencia económica del votante y dividía a todos los ciudadanos en «activos» y «pasivos», según dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero lo que de aquí se debe inferir no es la necesidad de establecer el voto calificado o el voto plural, como pretenden algunos conservadores, sino, por el contrario, la necesidad de acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. Ya antes de Marx, los así llamados «socialistas utópicos», como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social.

 
¿Quién puede creer que la voluntad del pobre está representada en la misma medida que la del rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia política del obrero o del marginal tiene el mismo peso que del gran comerciante o la del banquero? Aunque según la ley todos los votos sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el que busca su comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces de lo resturantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es sino una ficción llena de insoportable sarcasmo.

Y no es sólo la desigualdad económica en sí misma la que torna írrita la pretensión de igualdad política en la democracia representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica. Una auténtica democracia supone iguales oportunidades educativas para todos; supone, por una parte, que todos los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los niveles de la educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda especialización deban ser precedidas por una cultura universal y humanística. Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of public spirit».

Por otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente oponían la masa de los ingnorantes a la élite de los hombres cultos. La inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental. Y no podemos entrar en el terreno de la cultura moral. Si la democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos la virtud de una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que nuestra democracia representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.

De todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en América Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas de toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad. Si el conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar permanentemente todo su poder en ese grupo, será necesario que cuente con un criterio para tal elección. ¿Por qué designar a fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a Z? Se trata de aplicar el principio de razón suficiente. Ahora bien, a este principio parece responder, desde los inicios de la democracia moderna en el siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los más justos y los más ilustrados.

Se supone que ellos son los mas aptos para administrar, legislar y gobernar en nombre de todos y en beneficio de todos. Se supone asimismo que la masa de los ciudadanos ha recibido la educación intelectual y moral requerida para discernir quiénes son los más justos y los más ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado suponer. Pero, aún sin entrar a discutir tales suposiciones, lo indiscutible es que, en el actual sistema de democracia representativa, la propaganda y los medios de comunicación, puestos al servicio del gobierno y de los partidos políticos, de los intereses de los grandes grupos económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación del sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de formarse un juicio independiente y de hacer una elección de acuerdo con la propia conciencia.


En algunos casos extremos, cuando la democracia representativa entra en crisis, debido a un general e inocultable deterioro de los valores que supuestamente la fundamentan, la mayoría abjura del sistema y reniega de los partidos, pero aún así se muestra incapaz de asumir el poder que le corresponde y de autogestionar la cosa pública. El condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de cada explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores de poder y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una explosión militar. Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la «libre empresa» y la «libre competencia» campea por sus fueros. Aquí está la clave del entusiasmo del Pentágono y de la CIA, de la Casa Blanca y del FMI por la «democracia representativa» en América Latina y en el mundo.

Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el de «moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status quo). Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes no quieren ser elegidos.

La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie el Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el Poder. Esto siempre fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan y Bush.

Por otra parte, la democracia representativa implica en su propio concepto una grave falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el presidente que yo elijo representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de hora en hora, de minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a congelar el libre albedrío de cada ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre su condición de ser pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. Pero, aún si nos situáramos en los supuestos de la representatividad, deberíamos preguntarnos: Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que crea conveniente?.

En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se convierte en democracia directa.
En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia representativa desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico.

En el primer caso, el representante es un simple mensajero, en nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo, no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto popular, ya que por sus propios méritos puede confiscar definitivamente la voluntad de los demás. Más valdría entonces aceptar la teoría conservadora de Burke acerca de la representación virtual, según la cual inclusive quienes no votan están representados en el gobierno cuando realmente desean el bien del Estado. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era un liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino intermedio. Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de cierta iniciativa personal al margen de la voluntad de sus electores y, aún cuando siempre han de considerarse responsables ante éstos, no deben ser sometidos a plebiscitos o juicios populares. El filósofo inglés llega hasta donde puede llegar un liberal que no osa ser libertario. Como los autores de The Federalist, que se decían «republicanos» y no «demócratas», considera necesario el liderazgo de los hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del pueblo, cuyo buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos.

Tal concesión a la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones. Un diputado puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates parlamentarios puede opinar y debe votar sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir al desarrollo político del pueblo? Se dirá que puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene a su disposición. Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también pueden hacerlo los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún representante.

La democracia representativa se vincula, por lo común, con los partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o personal. Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por grupos de electores formados «ad hoc» o que el electorado vote sólo por personas con nombres y apellidos cuyos programas de gobierno hayan sido dados a conocer previamente. Es una falacia más, por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que no puede existir democracia indirecta sin partidos políticos.

El papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de las mas serias contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y establecen las listas de los elegibles. Ahora bien, es muy posible que un ciudadano no se indentifique con ninguna de las clases o grupos representados por los partidos existentes y que no comparta ninguna de sus ideologías. ¿Tendrá que votar por alguien que no expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le queda el recurso -se dirá- de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que éste es un recurso puramente teoríco, ya que en la práctica la función de un partido político (y sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al gobierno) resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también para casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los intereses dominantes.

En general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que no conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no puede comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero, confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales. Pero, si esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la ticocracia y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar. No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la democracia en el Estado sean en su organización interna rígidamente verticalistas y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de los candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el saber o siquiera con la fidelidad a ciertos principios. En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien, de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.

Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia, Jefferson, el cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna, confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo sabio y honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que tal esperanza no se ha realizado. Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.


1 «No debe haber parias en una nación desarrollada y civilizada, excepto por propia incapacidad». (N. de Cravan Editores)
2 «El poder sobre los medios de subsistencia de un hombre aumenta el poder sobre su voluntad». (N. de Cravan Editores)
   Falacias de la democracia, Ángel J. Cappelletti.

martes, 27 de septiembre de 2016

La mecanización de la vida y muerte animal.

Piénsese en la siguiente historia: la primera víctima de la silla eléctrica respondía únicamente al nombre de “Dash”. Era un perro de la calle que fue utilizado para probar la eficacia de la electricidad aplicada al arte de matar. Ocurrió en New York el 30 de junio de 1888. Primero, se hicieron pasar 300 voltios por el cuerpo de Dash, lo que lo hizo aullar; luego se intentó con 400 voltios, que tampoco lograron acabar con su vida; al fin se subió la corriente a 700 voltios, lo que le dejó la lengua colgando, pero aún así seguía vivo. Al cuarto intento el perro murió. No murió como un perro, sino como un experimento científico.

La comisión estatal norteamericana encargada de buscar un método alternativo a la horca, que era el único establecido hasta ese momento, considero treinta y cuatro posibilidades distintas, pero muy pronto las teclas de ese abanico fueron reducidas a cuatro: el garrote vil, la guillotina, inyecciones hipodérmicas (posibilidad rechazada porque “la morfina podría llegar a eliminar en el reo el gran miedo de la muerte”) y la electrocución, que fue la elegida.


Thomas Alva Edison, el inventor de la lamparita de luz y del fonógrafo, fue uno de los consultados, y recomendó recurrir a la energía alterna. Dos años más tarde, Francis Kemmler, quien había asesinado a su mujer, fue el primer hombre sentenciado a morir electrocutado. La nueva fórmula judicial que le fue leída fue la siguiente: “Has sido condenado a sufrir la pena de muerte por medio de la electricidad”. El sentenciado respondió al Tribunal: “Estoy dispuesto a morir por la electricidad. Soy culpable y debo ser castigado. Estoy listo para morir. Estoy contento de que no voy a ser ahorcado. Creo que es mucho mejor morir por la electricidad que por ahorcamiento. No me causará ningún dolor”. Se equivocaba, y mucho. La sentencia no se llevó a cabo de inmediato pues Kemmler apeló el fallo, el cual terminaría por ser confirmado. Mientras tanto, en la cárcel fue bautizado en la fe metodista, e incluso aprendió a leer, pues había ingresado a prisión analfabeto. La ejecución de Francis Kemmler no fue sencilla, como no la fueron tampoco las de los sucesores de Dash, también perros de la calle, y sin excluir a varios caballos, que fueron utilizados para testear y ajustar la eficacia de la nueva forma de ejecución. En verdad, al igual que sucedió con la guillotina cien años antes, que fue considerada una mejora en relación a los ahorcamientos y fusilamientos anteriores, también la silla eléctrica fue considerada un progreso. Se suponía que daría una muerte tan rápida que incluso pasaría inadvertida para el condenado. De hecho, los verdugos que aprestarían la ejecución de Kemmler serían, por primera vez, ingenieros y electricistas, y ya no seres enmascarados o bien policías. También habría médicos presentes para certificar el deceso. La silla eléctrica podía insertarse suavemente a la idea progresista que se tenía de los inventos científicos: precisos, infalibles, modernos. De hecho, toda la logística policial de la época estaba siendo renovada por la ciencia: el análisis de las huellas digitales y del cabello, el identi-kit, etcétera.

Al ser conducido al lugar de la ejecución, Francis Kemmler dijo a los presentes: “Caballeros, les deseo a todos buena suerte. Creo que me voy a un lugar mejor, y estoy listo para partir. Sólo quiero agregar que mucho se ha dicho acerca de mi persona que no es verdad. Soy lo suficientemente malo. Pero es cruel sacarme de este mundo peor aún”. Una vez sentado y amarrado, se dio la orden de liberar los 1000 voltios convenidos. Según contaron los testigos, el cuerpo de Kemmler se endureció repentinamente, se le salieron los ojos, y la piel se le puso blanca. Después de diecisiete segundos, se dejo pasar a un médico que certificó la muerte del reo. Un dentista presente, el Dr. Alfred Southwick, no se privó de decir: “Aquí esta la culminación de diez años de estudios y de trabajo. Desde este día vivimos en una civilización más elevada”. Sin embargo, Kemmler no había muerto, y varios de los testigos así lo hicieron notar. Entonces se elevó la corriente a 2000 voltios, y pronto la saliva comenzó a escapar por su boca, se le rompieron las venas y las manos se le llenaron de sangre. Al fin, el cuerpo entero ardió en llamas. Era el 6 de agosto de 1890.


Es de rigor en las ciencias humanas aseverar que no es la biología sino la cultura lo que determina la condición histórica del ser humano. El tradicional rechazo humanístico al “biologicismo” no parte de razones únicamente teóricas sino también de sospechar que detrás de tales definiciones se esconden consecuencias políticas o morales. Sin embargo, no deja de ser significativo que postular que solo la historia y la cultura formatean la subjetividad humana supongan un menoscabo del cuerpo, pues entonces la historia y la cultura se inscribirían en ese volumen de carne como éste si fuera un pizarrón vacío, o una “tabula rasa”. De esta manera se olvida que somos un cuerpo; y además, un cuerpo de animal. Y que también interpretamos al mundo pre-fonéticamente, por ejemplo, cuando lloramos o cuando reímos. No deja de ser curioso que esta tradicional negación del cuerpo termine ahora en muchísimos sociólogos progresistas que consideran que la biotecnología podría cambiar positivamente el destino histórico de la especie. Tampoco deja de ser curioso que en las últimas décadas cada vez más sociólogos, filósofos de la mente, neurobiólogos, filósofos de la técnica, y también el periodismo y el público lector en general, acepten que ya se ha establecido una continuidad irreversible entre máquinas y hombres, y que no sean pocos los que se plantean para el futuro construir máquinas artificiales que reproduzcan la “inteligencia” y las “emociones” humanas. Pero cada vez meditamos y nos preocupamos menos por las relaciones de continuidad entre hombre y animal. Quizás porque hemos negado la parte de “animalitas” en el ser humano. No son demasiados los filósofos que la incorporaron a sus obras como elemento inescindible en la comprensión de la vida humana: Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty. Últimamente, Peter Sloterdijk ha sostenido que tanto la religión como la pedagogía iluminista han sido sucesivos proyectos fallidos de calmar a la “bestia humana”, es decir a la violencia personal y estatal. Para este autor, la biotecnología se presentaría como el modelo actual de domesticación y apaciguamiento (antidepresivos, implantes, reconstrucción facial) y de potenciación genética, una vez que comenzamos lentamente a asumir que esas formas anteriores de “pacificación” del hombre han fracasado. Quizás haya que volver a pensar la noción de vida en la tierra y sus derechos. Y en particular, pensar que derechos tenemos sobre el reino animal. La relación con los animales puede adquirir forma de dominio, de compasión y piedad, de concesión de “derechos” o bien de consideración de sus “intereses”, el primero de los cuales sería no sufrir.

En la vida social, la cuestión de la diferencia puede conducir a la negación o conculcación de derechos del “diferente”, y tal actitud lleva a la resistencia o a la guerra; o puede resolverse mediante la tolerancia o la aceptación de la condición del otro, o bien inclusive a través del reconocimiento de los atributos del “otro” que hay en “mí”. Pero estas operaciones se vuelven más difíciles cuando se aborda una diferencia más radical: la diferencia animal, y por lo tanto, la posibilidad también de establecer continuidades y discontinuidades entre vida humana y vida animal. Si lentamente comienza a “llamarnos” la cuestión de la “liberación animal” quizás sea por la creciente concientización de época de que la alienación corporal esta directamente relacionada con el maltrato de los animales.

 
En este mismo año 2004, J. M. Coetzee, el último ganador del Premio Nobel de Literatura, publicó un libro notable, llamado Elizabeth Costello, nombre de un personaje de ficción. Se trata de una escritora que es invitada a disertar en unas conferencias académicas muy famosas. El personaje, en vez de discurrir sobre sus novelas, lanza un alegato descarnado y conmovedor a favor de los animales. Pero antes de desgranar todos sus argumentos, Elizabeth Costello comienza por establecer que para ella no hay diferencia entre lo que ocurrió en Auschwitz y lo que ocurre diariamente en los mataderos de reses. ¿Es posible plantear esta equivalencia o se trata de una comparación impropia? Y además, ¿por qué ha sido la literatura (John Berger, por ejemplo) la que ha hecho carne sobre el tema, y no las artes plásticas o visuales?

En El arte del cuerpo en la era de su infinita perfectibilidad técnica, de Christian Ferrer.

lunes, 26 de septiembre de 2016

La subjetividad asediada.

Entrevista al premio Nobel de medicina Richard J. Roberts:

¿Qué modelo de investigación le parece más eficaz, el estadounidense o el europeo?

Es obvio que el estadounidense, en el que toma parte activa el capital privado, es mucho más eficiente. Tómese por ejemplo el espectacular avance de la industria informática, donde es el dinero privado el que financia la investigación básica y aplicada, pero respecto a la industria de la salud... Tengo mis reservas.

Le escucho.

La investigación en la salud humana no puede depender tan sólo de su rentabilidad económica. Lo que es bueno para los dividendos de las empresas no siempre es bueno para las personas.

Explíquese.

La industria farmacéutica quiere servir a los mercados de capital...

Como cualquier otra industria.

Es que no es cualquier otra industria: estamos hablando de nuestra salud y nuestras vidas y la de nuestros hijos y millones de seres humanos (...) las farmacéuticas a menudo no están tan interesadas en curarle a usted como en sacarle dinero, así que esa investigación, de repente, es desviada hacia el descubrimiento de medicinas que no curan del todo, sino que cronifican la enfermedad y le hacen experimentar una mejoría que desaparece cuando deja de tomar el medicamento.


Es una grave acusación.

Pues es habitual que las farmacéuticas estén interesadas en líneas de investigación no para curar sino sólo para cronificar dolencias con medicamentos cronificadores mucho más rentables que los que curan del todo y de una vez para siempre. Y no tiene más que seguir el análisis financiero de la industria farmacológica y comprobará lo que digo.

Hay dividendos que matan.

Por eso le decía que la salud no puede ser un mercado más ni puede entenderse tan sólo como un medio para ganar dinero. Y por eso creo que el modelo europeo mixto de capital público y privado es menos fácil que propicie ese tipo de abusos.

¿Un ejemplo de esos abusos?

Se han dejado de investigar antibióticos porque son demasiado efectivos y curaban del todo. Como no se han desarrollado nuevos antibióticos, los microorganismos infecciosos se han vuelto resistentes y hoy la tuberculosis, que en mi niñez había sido derrotada, está resurgiendo y ha matado este año pasado a un millón de personas.

¿No me habla usted del Tercer Mundo?

Ese es otro triste capítulo: apenas se investigan las enfermedades tercermundistas, porque los medicamentos que las combatirían no serían rentables (...) Al capital sólo le interesa multiplicarse. Casi todos los políticos -y sé de lo que hablo- dependen descaradamente de esas multinacionales farmacéuticas que financian sus campañas. Lo demás son palabras...

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La medicalización.

Medicar es un acto médico. Aquí el fármaco se transforma en un instrumento del equipo interdisciplinario -a veces, necesario- para trabajar con el padecimiento subjetivo. En cambio la medicalización alude a los factores políticos, sociales y económicos que intervienen en la producción, distribución y venta de las grandes industrias de tecnología médica y farmacológica.


La medicalización es un término que se viene usando desde hace muchos años para demostrar los efectos en la medicina de la mundialización capitalista donde lo único que importa es la ganancia. Es así como las grandes industrias redefinen la salud humana acorde a una subjetividad sometida a los valores de la cultura dominante. Su resultado es que el sujeto atrapado en las “pasiones tristes” encuentra en una pastilla la ilusión de una felicidad transitoria. De allí que muchos procesos normales como el nacimiento, la adolescencia, la vejez, la sexualidad, el dolor y la muerte se presentan como patológicos a los cuales se les puede aplicar un remedio para su solución. Al dar una resignificación médica a circustancias de la vida cotidiana el sujeto no sólo se convierte en un objeto pasible de enfermedad, sino también culpable por padecerla. La búsqueda de la salud se transforma en una exigencia que en muchas ocasiones genera enfermos imaginarios de enfermedades creadas por los propios laboratorios.

En La subjetividad asediada. Medicalización para domesticar al sujeto, de Enrique Carpintero.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Leo Masliah: Autorreportaje.

Pregunta - Las letras de tus canciones, y muchos de tus cuentos, hablan de cosas que le pueden pasar a cualquiera. ¿Algunas son cosas que realmente pasaron?

Respuesta – Mirá, hay mucha gente que confunde la literatura con la crónica periodística, más allá de que sea crónica de cosas que hayan pasado o de cosas que no hayan pasado. La crónica es un género muy importante, por cierto, pero hay muchos otros que no funcionan de la misma manera. En la crónica vos tenés una cosa, por una parte, y una manera de hablar de esa cosa, o de contar esa cosa, por otra. Esas maneras pueden incluir falsear la cosa, ocultarla, ayudarte a entenderla desde distintos ángulos, en fin, hay un montón de operaciones que se pueden hacer y que se hacen. Pero en la mayor parte del resto de la literatura, el asunto no funciona así. No hay por una parte cosas, y por otra parte maneras de contar esas cosas. Lo único que hay son las maneras, el contar. Pero el contar en este caso no es un contar “algo” en el sentido de que ese “algo” pueda existir más allá de ese acto por el cual lo contamos. Eso sólo se da en algunos casos muy particulares, como los cuentos clásicos infantiles. Pero en casi todo lo demás no. Hamlet, por ejemplo, no es una historia que esté en algún lugar virtual y que Shakespeare la haya bajado con ayuda de ciertas palabras. Hamlet es las palabras que Shakespeare escribió. Entonces la palabra “contar” es muy engañosa. Tiene muy poco sentido hablar de si pasaron o no pasaron las cosas de los cuentos, de las novelas, de la poesía, como de todas las expresiones artísticas. Por ejemplo, vos mirás el cuadro “Artigas en la Ciudadela”, de Blanes, y lo que importa no es si lo que hay en ese cuadro pasó o no pasó; si Artigas alguna vez estuvo con los brazos cruzados así, o con esa cara. El cuadro no trata de algo que pasó o no pasó; el cuadro mismo es algo que pasa. Es algo que les pasa por ejemplo a todos los miles de niños que pasan por las escuelas que tienen colgado ese cuadro; a vos te pasó, seguramente; a mí también me pasó.

 
P – Pero vos muchas veces hablás de cosas muy cotidianas.

R – Qué son las cosas cotidianas, ¿las que pasan todos los días? Yo no hablo mucho de esas cosas, y creo que las canciones y la literatura en general no hablan casi nunca, de ellas. Más bien se ocupan de las cosas que pasan una sola vez. De las cosas que se repiten todo el tiempo, como los movimientos de las moléculas, y esas cosas, los escritores no suelen hablar; salvo que lo planteen como marco de referencia para alguna cosa que haya pasado una sola vez. Son los científicos, más bien, los que hablan de las cosas que siempre pasan, de los procesos que se repiten, ya sea en la sociedad, o en la naturaleza, o en los sueños. Pero los escritores se ocupan más de lo puntual, de lo que no se repite.

P –Vos trabajás mucho con la repetición, sin embargo. ¿Lo hacés con alguna intención de fastidiar? ¿No tenés miedo de aburrir?

R – Mi música no sé si será buena o mala, o muy mala, pero si sé que no repite más que otras que yo conozca. La sensación de repetición depende mucho de cuáles son las cosas sobre las que tiene centrada su atención el oyente. ¿Los Rolling Stones se repiten mucho por el hecho de estar prácticamente todas su canciones en el mismo compás? ¿Mozart se repite mucho por estar compuestas todas sus obras en un número muy restringido de tonalidades, y también por haber compuesto toda su música en tres o cuatro compases, como prácticamente todos los compositores europeos de los siglos dieciocho y diecinueve? Hay un libro de un jazzista, Mark Levine, donde él dice que desde el punto de vista del jazz, toda la música clásica europea es “minimista”, o “minimalista”, porque utiliza un repertorio mínimo de acordes, en comparación con los que hay en el jazz. Del mismo modo, desde el punto de vista de la música del romanticismo y de gran parte de la que se llama “contemporánea”, el jazz puede ser una cosa muy repetitiva, porque hay millones de temas que se tocan durante mucho rato sin cambiar de matiz. ¿Uno se repite por presentarse en público siempre con la misma cara? En cierto modo, indudablemente, sí. Siempre hay repetición y no repetición. El asunto es dónde pone su atención el oyente. Aunque en esta época la mayor parte del público parece necesitada de un grado muy alto de repetición de ciertas cosas por ejemplo rítmicas, y de instrumentación. Hay muchos géneros donde las variaciones en estas cosas son mínimas, de un tema a otro. Los Beatles, por ejemplo, si surgieran ahora, si tocaran ahora por primera vez, no podrían entrar en ninguna de las categorías del rock o de la música pop, porque cambian demasiado de instrumentos y de ritmos, de una canción a otra. 
 

P- ¿Y vos en qué categoría estás? ¿Cómo definirías lo que hacés?

R – Mirá, mucha gente se enoja conmigo cuando no quiero contestar a eso, o cuando contesto por ejemplo “no lo definiría”, o “jamás haría eso”, pero creo que no está bien enojarse por una respuesta de ese tipo, yo no me dedico a analizar mi trabajo. El hecho de hacer cosas y el de estudiar esas cosas son cosas muy diferentes, y no tienen por qué coincidir en una misma persona. Fijate que ya mucho antes que Freud, Descartes decía, en el Discurso del Método, que saber una cosa y saber que se sabe esa cosa son dos cosas muy diferentes y que pueden perfectamente no darse juntas. Pero muchos periodistas dan por sentado que uno tiene que saber qué es lo que hace, y arrastran a un montón de artistas a decir cualquier cosa; hay muchos artistas que saben lo que hacen, hay otros que creen saberlo y quizás no sospechan que lo que hacen y lo que creen estar haciendo pueden ser cosas diferentes, lo cual no invalida para nada su trabajo. Hay cosas que son difíciles de definir. Hay gente que se pasó toda la vida, pensando y escribiendo sobre estas cosas, y no llegaron a nada muy satisfactorio, Hegel, Nietzsche, por ejemplo; sin embargo algunos pretenden que vos en quince segundos respondas a eso que consumió tantas vidas. Muchos periodistas no sabrían responder, tampoco, con algo coherente, si se les pidiera una definición sobre su trabajo. Pero ese trabajo se puede hacer muy bien, de todos modos, sin saber eso. Si vos sos hornero no necesitás ir a la facultad de arquitectura.


P – Sí, pero no es cuestión de tanto rigor, en eso de la definición. Nadie te pide que digas algo tan preciso, tan inobjetable sobre lo que hacés. Lo que se te pide es una orientación, una guía para los que no te conocen.

R - ¿Y esa respuesta no sirve, como guía?

P – Sí, sirve, pero yo quería ir a algo más concreto; sin ir a tu trabajo, digamos,  ¿cómo te definirías vos? ¿como actor, escritor, músico, comediante?

R - Ninguna de esas opciones que vos das se puede considerar una definición. Para definir hay que dar caracteres genéricos y caracteres específicos. Tus opciones dan sólo los caracteres genéricos. Ocupaciones o cualidades compartidas por un montón de personas en todo el mundo. Eso no define nada. Es como si quisieras definir un conejo y dijeras “es un animal”, o si le preguntaras a un conejo “cómo te definirías, ¿como un animal, una máquina, una sustancia?”; ahí no estarías definiendo al conejo, te estarías definiendo a vos, como animal.

P – Bueno, vamos a no hablar de definición, entonces, sino de... rótulos, de etiquetas. ¿Cómo te etiquetarías vos?

R – Yo... a mí me gustan las etiquetas, y sé que para hablar de las cosas siempre hay que clasificarlas de alguna manera, aunque sea provisoriamente. Pero lo que no me gusta es esa moda de clasificar y etiquetar todo no como forma de clasificar y etiquetar, sino como sustituto de conocerlas. Yo estoy seguro de que si yo ahora te digo cómo me etiquetaría, vos o cualquier otro después eso lo van a usar para decir que yo me defino así, y eso no me gusta. Por eso no voy a contestar, porque yo tengo una etiqueta, sí, pegada acá atrás, pero no la voy a mostrar a cámaras.


P – Pero ¿no se podría decir que vos te movés dentro del género absurdo?

R – Un género absurdo sería un género que no podría existir. Hablar de “un género absurdo” es simplemente una manera de referirse a algo que tuvo un lugar gramatical en una frase, pero que no tiene correlato real, digamos. Es una manera de deshacerse de ese falso lugar provisorio que se le dio a algo que en realidad no era algo. Es distinto si se habla, como se hacía en una época, de un género “del absurdo”, que en realidad creo que eso fue mal traducido del francés, se tendría que haber llamado género “de lo absurdo”; pero de cualquier manera un apelativo así es absurdo, porque presupone que existen otros géneros, y que esos otros pueden ser géneros “de lo lógico” o de “lo lógicamente consistente”. Pienso que la gente que usa la palabra “absurdo” para calificar o clasificar ciertas ramas de lo artístico es víctima de una confusión propia de lo que Sartre, al hablar de la imaginación, llamaba “ilusión de inmanencia”, que consiste en que vos creas que cuando te imaginás una silla, en alguna parte de tu cerebro se forma una sillita. La literatura no se basa en axiomas ni se construye con inferencias de ninguna clase. No es más lógico decir “la noche está estrellada” que decir “el día está estrellado”; la cuestión está en que “la noche está estrellada” podría ser –tal vez– parte de una crónica que intentara describir un hecho que hubiera acontecido o que estuviera aconteciendo, y “el día está estrellado” más difícilmente podría serlo. Pero en un poema o en un cuento o en una letra de canción, la función de una frase como “la noche está estrellada” no es hacer la crónica de un hecho, la función es otra, y no hay nada que pueda lógicamente conducir a un escritor a escribir eso; el hacerlo es una elección tan caprichosa y arbitraria como escribir “el día está estrellado” o cualquier otra cosa. Y cada una de esas cosas puede servir mejor o peor en su contexto, de acuerdo a lo que uno le pida, consciente o inconscientemente, ya se trate de crear un estado de ánimo, o describir un lugar, o inventar un lugar, o decir cierto número de sílabas, o develar deficiencias del lenguaje, o lo que sea. Si vos escribís “puedo escribir los versos más tristes esta noche” no hay ninguna ley lógica que te diga que tenés que seguir con “escribir por ejemplo la noche está estrellada” más bien que “pero no lo haré” (“puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero no lo haré”) o, por ejemplo, “puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero voy a optar por escribir un tratado de mecánica de los fluidos”. No se trata de absurdo o de coherencia, se trata de que uno puede decir cosas diferentes en uno u otro caso. Algunas, para ciertos lectores, resultan más esperables o verosímiles que otras. Entonces, se las cree, literalmente o como representación transfigurada de la realidad. De ahí la “ilusión de inmanencia” de que te hablaba. Cuando le resultan inverosímiles, en cambio, las clasifica como “absurdas”. Pero eso está mal. Es como sumar peras con manzanas. Hablar de un género de lo absurdo es algo ingenuo, es desconocer lo que es escribir, lo que hace la gente cuando escribe, cuando escribe ficción. Ese desconocimiento por supuesto que no impide escribir; hay muy buenos escritores que lo tienen, como puede haber muy malos que no lo tengan. Pero fijate vos que mucho antes de que en Europa acuñaran esa historia del género del absurdo, y todo eso, Macedonio Fernández, el escritor argentino, escribió “Adriana Buenos Aires”, que es una novela a la que puso el subtítulo de “última novela mala”, en el sentido de “última novela escrita bajo el falso supuesto de que es más lógico escribir algo que se podría parecer a lo que a la luz de toda la ignorancia que tenemos sobre las cosas de la sociedad y de la naturaleza uno podría contar de cosas que pasaron realmente”, que escribir algo libre de ese supuesto. Y después escribió la “primera novela buena”, que es la “novela de la Eterna”. Pero claro, la mayoría lo toman como una gracia de él, sin haberlo entendido, porque siguen escribiendo novelas malas, una tras otra. Que algunas son buenísimas, pero son malas en el sentido de que están presas en ese falso supuesto, están encerradas en esa celda, cumpliendo condena por malas.

P- O sea que vos valorás mucho esa libertad de la que hablás... ¿Qué significa para vos escribir, componer?

R - No sé si no hay una actitud un poco tramposa en tu pregunta, en cuanto al significado de "significar"; hay gente que te pregunta por ejemplo "¿qué significa para vos tal cosa?", y en realidad le están dando un sentido muy especial al significado de significar, porque si vos realmente contestás lo que para vos significa eso parece que te estuvieras haciendo el vivo, o que estuvieras esquivando la pregunta, porque no te están queriendo preguntar lo que para vos significa tal o cual cosa, sino que lo que quieren es que vos menciones algunas actitudes, por ejemplo, que para vos esa cosa puede motivar, o cosas así. Y eso sería muy lícito, y es muy lícito, como acepción que cualquiera si quiere le puede dar a la palabra significar, la acepción de medir la importancia que uno asigna a una cosa, y describir las conductas que ella motiva; pero el problema es que la actitud que acompaña ese tipo de preguntas es la de hacer creer que esa acepción de la palabra significar es la misma que la otra, y ahí es donde está la trampa, porque la gente hay palabras que las usa habitualmente, y más allá de que esté reflexionando o no sobre su significado, las usa de cierta manera, con un significado implícito. Pero cuando asiste a alguna instancia en la que las palabras son exhibidas en el tendedero, digamos, son puestas al sol, para verlas mejor, como puede ser en un programa de televisión de esos que se llaman talk show, o en una entrevista (que para mucha gente por desgracia es la única instancia de reflexión o de análisis, de estas cosas), entonces la forma en que se presentan es otra, no es aquella que está implícita en el uso habitual de las palabras, es otra que se presenta exclusivamente para esa supuesta instancia de reflexión, pero como esta instancia es la única, entonces ésta es la que supuestamente viene a explicar a la otra, y subrepticiamente se identifica con ella, y la gente se queda con la idea de que estuvo reflexionando sobre las cosas, y no, no reflexionó nada. Es como si uno por ejemplo no tuviera nunca acceso a un espejo, pero estuviera preocupado, igual, por saber qué cara tiene. Entonces suponete que los espejos estuvieran todos en un lugar especial, donde cobran entrada, y una vez que entrás hay un ritual, que tenés que seguir, y que te hacen creer que es muy importante, y entonces entrás a un cuartito, por el que tenés que pasar antes de acceder al lugar donde está el espejo, y en ese cuartito te ponen una máscara, y te hacen sentir que ahora sí estás en condiciones de presentarte frente al espejo. Entonces vas, te mirás en el espejo, y te quedás con esa imagen, la imagen de la máscara. Después salís, te sacás la máscara, volvés a tus ocupaciones con la misma cara de siempre, con esa cara sonreís, con esa cara te presentás ante los demás, expresás tus emociones, etc, etc, la usás, es parte tuya, pero si a vos alguna vez se te ocurre reflexionar sobre tu cara, el reflejo que recibís es el de la máscara que te pusieron aquella vez. De alguna manera es el mismo mecanismo rector de la vida de mucha gente que durante décadas, por ejemplo, se ponía una ropa especial los domingos para ir a la iglesia. Pero no era solamente la ropa lo que cambiaba: el tipo que asistía a la misa y que escuchaba el sermón, de alguna manera no era el mismo que después, con otra ropa, se metía los días de semana en sus problemas laborales y familiares. Y esto es lo que muchas veces el periodismo hace con la palabra significar, y con tantas otras, como "amor", como "comunicación", como "definición"... Vos hace un rato me preguntabas cómo defino lo que hago, pero vos con esa pregunta, subrepticiamente, arteramente, incluso, pretendías redefinir la palabra definir, pero sin avisar, ¿entendés? La querías redefinir de manera que cualquier cosa, prácticamente, pudiera entablar conmigo o con lo que hago esa relación binaria o ternaria llamada definición. 
 

P - Lo que pasa es que a nosotros en la escuela de periodismo no nos enseñan, eso, ¿entendés? No nos enseñan el sentido de las preguntas que podemos hacer. Por eso si vos, en vez de contestar cualquier cosa sobre el tema, contestás algo que involucra la propia pregunta que te hicimos, no te podemos entender, porque justamente esa es la materia que no dimos, la del sentido de lo que preguntamos.

R – Sí, hay un cuento de Robert Sheckley que se llama “Haga una pregunta estúpida”, donde hay una máquina que sabe todo, y entonces viajan criaturas de todas partes del universo para preguntarle cosas. La máquina sabe todo, pero sólo puede hablar contestando preguntas. Entonces todos los que van le preguntan las cosas que más les preocupan, que más les interesan, qué es la vida, qué es la muerte, y otro tipo de cosas, pero la máquina a todo les contesta que no puede contestar, porque las preguntas están mal formuladas, no tienen sentido, llevan implícitas visiones erróneas de las cosas, entonces al final el cuento concluye algo como “para poder hacer una pregunta, hay que saber la mayor parte de la respuesta”. Por eso el oficio de preguntador es el más difícil de todos, yo no se lo deseo a nadie, yo nunca podría meterme en algo así, porque no sé nada. Pero acá hay muchos entrevistadores que tratan de salir del paso obligando al entrevistado a compartir los conceptos implícitos en sus preguntas, y si el entrevistado no los quiere compartir, porque contradicen sus creencias, se enojan.

P – ¿Por qué jugás tanto con las palabras?.

R - Todo el mundo juega con las palabras: los escritores, los abogados, los filósofos, los gobernantes, las telefonistas, los relatores de fútbol... Lo único que cambia de una persona a otra son las reglas, o el nombre del juego... Hay algunos juegos que son tan viejos y están tan difundidos que muchos se olvidan de que es un juego, o creen de buena fe que ese juego se llama hablar en serio, sin jugar.

P - Nombrame un disco, un libro y una película que llevarías a una isla desierta.

R - Hay muchos discos, libros y películas que yo llevaría a una isla desierta para dejarlos ahí para siempre, porque son una vergüenza para la sociedad... Podríamos agarrar una isla desierta y usarla como un gran basural.

P - ¿Cómo ves la proliferación de libros de autoayuda que ocupan cada vez más lugar en las librerías al punto que en muchas sólo queda un rinconcito al fondo que dice “literatura”?

R - Es que en Occidente se está gestando desde hace varias décadas (o capaz que ya está establecida del todo) una nueva religión. Una religión de hecho, te estoy diciendo, más allá de que sus fieles la asuman explícitamente como tal. Es una religión que consiste en una especie de pragmatismo exacerbado, según el cual cualquier cosa que cualquier pensador o cultor de cualquier religión, ciencia o filosofía, haya dicho o escrito alguna vez, se puede separar de su contexto y ponerse al servicio de la problemática específica de cada ciudadano. Por ejemplo: no importa si los horóscopos dicen la verdad o no; lo que importa es que MI horóscopo de hoy sea el que yo necesito para lograr mis objetivos. No importa demostrar ni investigar qué relación hay entre el mundo y la disposición azarosa de los tallos de milenrama o de tres monedas; lo que importa es que el I Ching ME DIGA HOY lo que necesito escuchar para triunfar o salir airoso en el fin que estoy persiguiendo. Es una religión de la basura, en realidad, porque está formada por trozos ya consumidos de grandes obras del pensamiento humano. Las doctrinas de procedencia china e hindú son las que más se resienten en esta disección, porque su sentido original no es “utilitario”, no es ayudar a obtener cosas o arribar a objetivos, sino por el contrario, destruir los objetivos, destruir la tensión entre el individuo y el entorno del que él quiere obtener algo. Pero la religión-basura utiliza fragmentos de todo esto para todo lo contrario, para construir espejitos y azuzar deseos.

P – Ya que hablaste de doctrina hindú, ¿vos creés en la reencarnación?

R – Si creyera en la encarnación, no tendría ningún problema en creer en la reencarnación.

P - ¿Alguna vez hiciste terapia?

R - No, nunca hice. Ni tampoco me la hicieron a mí.

P - ¿Qué cualidades son las que más apreciás en una mujer?

R - La rectitud. Y la curvatura.

P - De las distintas cosas que hacés, ¿cuál preferís?

R -El sexo. Sé que eso no es común, que a la mayoría de la gente no le gusta; pero a mí sí.

P - ¿Qué es lo que más odiás?

R -La costumbre que tienen los inspectores de los ómnibus de Montevideo, de golpear con una monedita en los vidrios para que la gente se corra. 

Leo Masliah: Autorreportaje.