Nosotras,
las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. Habíamos oído
hablar de mundos completamente desaparecidos, de imperios idos a
pique con todos sus hombres y todos sus artilugios; caídos hacia el
fondo inexplorable de los siglos con sus dioses y sus leyes, sus
academias y sus ciencias puras y aplicadas, con sus gramáticas, sus
diccionarios, sus clásicos, sus románticos y sus simbolistas, sus
críticos y los críticos de sus críticos. Bien sabíamos que toda
la tierra visible está hecha de cenizas, que la ceniza significa
algo. Percibíamos, a través del espesor de la historia, los
fantasmas de inmensos navios que estuvieron cargados de riqueza y de
ingenio. No podíamos contarlos. Esos naufragios, después de todo,
no eran asunto nuestro. Elam,
Nínive, Babilonia eran
hermosos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos tenía tan
poca significación para nosotros como sus existencias mismas. Pero
Francia,
Inglaterra, Rusia... serían
también hermosos nombres. También Lusitania
es
un hermoso nombre. Y vemos ahora que el abismo de la historia es
suficiente para el mundo entero.
Sentimos
que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida. Las
circunstancias que podrían mandar las obras de Keats y las de
Baudelaire a unirse con las de Menandro no son ya totalmente
inconcebibles: están en los periódicos. Eso no es todo. La candente
lección es aún más completa. A nuestra generación no le ha
bastado aprender por experiencia propia cómo las cosas más bellas y
las
más antiguas, y las
más formidables y las mejor ordenadas, son perecederas por
accidente; ha
visto, en el orden del pensamiento, del sentido común, y del
sentimiento, producirse fenómenos extraordinarios, bruscas
realizaciones de paradojas, brutales decepciones de la evidencia.
Sólo
citaré un ejemplo: las grandes virtudes de los pueblos alemanes han
engendrado más males que cuantos vicios haya podido crear la
ociosidad. Hemos visto, con nuestros propios ojos, el trabajo
escrupuloso, la instrucción más sólida, la disciplina y la
aplicación más serias, adaptadas a espantosos designios. Tantos
horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido
necesaria, sin duda, mucha ciencia para matar tantos hombres, disipar
tantos bienes, aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo; pero han
sido necesarias no menos cualidades
morales. Saber
y Deber, ¿sois, pues, sospechosos?
Así,
la Persépolis espiritual no está menos estragada que la Susa
material. No se ha perdido todo. Pero se ha sentido perecer todo. Un
escalofrío extraordinario ha recorrido la medula de Europa. Ha
sentido, en todos sus núcleos pensantes, que ya no se reconocía,
que dejaba de parecerse a sí misma, que iba a perder la conciencia,
conciencia adquirida mediante siglos de desdichas soportables,
millares de hombres de primer orden, ventajas geográficas, étnicas
e históricas innumerables.
Entonces,
como en una desesperada defensa de su ser y de su haber fisiológicos,
ha recobrado confusamente toda su memoria. Sus grandes hombres y sus
grandes libros han subido de nuevo hasta ella en mezcolanza profusa.
Nunca se ha leído tanto, ni tan apasionadamente, como durante la
guerra: preguntad a los libreros. Nunca se ha rezado tanto, ni tan
profundamente: preguntad a los sacerdotes. Se ha evocado a todos los
salvadores, fundadores, protectores, mártires, héroes, padres de
patrias.
Y en
el mismo desorden mental, al llamamiento de la misma angustia, la
Europa culta ha experimentado la rápida reviviscencia de sus
innumerables pensamientos: dogmas, filosofías, ideales heterogéneos;
las trescientas maneras de explicar el mundo, los mil y un matices
del cristianismo, las docenas de positivismos; todo el espectro de la
luz intelectual ha ostentado sus colores incompatibles, iluminando
con una extraña lumbre contradictoria la agonía del alma europea.
Mientras los inventores buscaban febrilmente en sus diseños, en los
anales de las guerras de antaño, los medios de desembarazarse de los
alambres de púas, de burlar a los submarinos o de paralizar el vuelo
de los aviones, el alma invocada a la vez todos los conjuros que le
eran conocidos, sopesaba seriamente las más estrafalarias profecías;
buscaba refugios, indicios, consuelos en el registro íntegro de los
recuerdos, de los actos anteriores, de las actitudes ancestrales. Y
ahí están los conocidos productos de la ansiedad, las desordenadas
empresas del cerebro que corre de lo real a la pesadilla y vuelve de
la pesadilla a lo real, enloquecido como el ratón que acaba de caer
en la trampa.
Fragmento
de Política del espiritu.
Primera Carta. Texto
escrito en 1918.
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