¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Paul Valéry: Política del espiritu.

Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. Habíamos oído hablar de mundos completamente desaparecidos, de imperios idos a pique con todos sus hombres y todos sus artilugios; caídos hacia el fondo inexplorable de los siglos con sus dioses y sus leyes, sus academias y sus ciencias puras y aplicadas, con sus gramáticas, sus diccionarios, sus clásicos, sus románticos y sus simbolistas, sus críticos y los críticos de sus críticos. Bien sabíamos que toda la tierra visible está hecha de cenizas, que la ceniza significa algo. Percibíamos, a través del espesor de la historia, los fantasmas de inmensos navios que estuvieron cargados de riqueza y de ingenio. No podíamos contarlos. Esos naufragios, después de todo, no eran asunto nuestro. Elam, Nínive, Babilonia eran hermosos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos tenía tan poca significación para nosotros como sus existencias mismas. Pero Francia, Inglaterra, Rusia... serían también hermosos nombres. También Lusitania es un hermoso nombre. Y vemos ahora que el abismo de la historia es suficiente para el mundo entero.

 
Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida. Las circunstancias que podrían mandar las obras de Keats y las de Baudelaire a unirse con las de Menandro no son ya totalmente inconcebibles: están en los periódicos. Eso no es todo. La candente lección es aún más completa. A nuestra generación no le ha bastado aprender por experiencia propia cómo las cosas más bellas y las más antiguas, y las más formidables y las mejor ordenadas, son perecederas por accidente; ha visto, en el orden del pensamiento, del sentido común, y del sentimiento, producirse fenómenos extraordinarios, bruscas realizaciones de paradojas, brutales decepciones de la evidencia. Sólo citaré un ejemplo: las grandes virtudes de los pueblos alemanes han engendrado más males que cuantos vicios haya podido crear la ociosidad. Hemos visto, con nuestros propios ojos, el trabajo escrupuloso, la instrucción más sólida, la disciplina y la aplicación más serias, adaptadas a espantosos designios. Tantos horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido necesaria, sin duda, mucha ciencia para matar tantos hombres, disipar tantos bienes, aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo; pero han sido necesarias no menos cualidades morales. Saber y Deber, ¿sois, pues, sospechosos?

Así, la Persépolis espiritual no está menos estragada que la Susa material. No se ha perdido todo. Pero se ha sentido perecer todo. Un escalofrío extraordinario ha recorrido la medula de Europa. Ha sentido, en todos sus núcleos pensantes, que ya no se reconocía, que dejaba de parecerse a sí misma, que iba a perder la conciencia, conciencia adquirida mediante siglos de desdichas soportables, millares de hombres de primer orden, ventajas geográficas, étnicas e históricas innumerables.

 
Entonces, como en una desesperada defensa de su ser y de su haber fisiológicos, ha recobrado confusamente toda su memoria. Sus grandes hombres y sus grandes libros han subido de nuevo hasta ella en mezcolanza profusa. Nunca se ha leído tanto, ni tan apasionadamente, como durante la guerra: preguntad a los libreros. Nunca se ha rezado tanto, ni tan profundamente: preguntad a los sacerdotes. Se ha evocado a todos los salvadores, fundadores, protectores, mártires, héroes, padres de patrias.

Y en el mismo desorden mental, al llamamiento de la misma angustia, la Europa culta ha experimentado la rápida reviviscencia de sus innumerables pensamientos: dogmas, filosofías, ideales heterogéneos; las trescientas maneras de explicar el mundo, los mil y un matices del cristianismo, las docenas de positivismos; todo el espectro de la luz intelectual ha ostentado sus colores incompatibles, iluminando con una extraña lumbre contradictoria la agonía del alma europea. Mientras los inventores buscaban febrilmente en sus diseños, en los anales de las guerras de antaño, los medios de desembarazarse de los alambres de púas, de burlar a los submarinos o de paralizar el vuelo de los aviones, el alma invocada a la vez todos los conjuros que le eran conocidos, sopesaba seriamente las más estrafalarias profecías; buscaba refugios, indicios, consuelos en el registro íntegro de los recuerdos, de los actos anteriores, de las actitudes ancestrales. Y ahí están los conocidos productos de la ansiedad, las desordenadas empresas del cerebro que corre de lo real a la pesadilla y vuelve de la pesadilla a lo real, enloquecido como el ratón que acaba de caer en la trampa.

Fragmento de Política del espiritu. Primera Carta. Texto escrito en 1918. 
 

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