Piénsese
en la siguiente historia: la primera víctima de la silla eléctrica
respondía únicamente al nombre de “Dash”. Era un perro de la
calle que fue utilizado para probar la eficacia de la electricidad
aplicada al arte de matar. Ocurrió en New York el 30 de junio de
1888. Primero, se hicieron pasar 300 voltios por el cuerpo de Dash,
lo que lo hizo aullar; luego se intentó con 400 voltios, que tampoco
lograron acabar con su vida; al fin se subió la corriente a 700
voltios, lo que le dejó la lengua colgando, pero aún así seguía
vivo. Al cuarto intento el perro murió. No
murió como un perro, sino como un experimento científico.
La
comisión estatal norteamericana encargada de buscar un método
alternativo a la horca, que era el único establecido hasta ese
momento, considero treinta y cuatro posibilidades distintas, pero muy
pronto las teclas de ese abanico fueron reducidas a cuatro: el
garrote vil, la guillotina, inyecciones hipodérmicas (posibilidad
rechazada porque “la morfina podría llegar a eliminar en el reo el
gran miedo de la muerte”) y la electrocución, que fue la elegida.
Thomas
Alva Edison, el inventor de la lamparita de luz y del fonógrafo, fue
uno de los consultados, y recomendó recurrir a la energía alterna.
Dos años más tarde, Francis Kemmler, quien había asesinado a su
mujer, fue el primer hombre sentenciado a morir electrocutado. La
nueva fórmula judicial que le fue leída fue la siguiente: “Has
sido condenado a sufrir la pena de muerte por medio de la
electricidad”. El sentenciado respondió al Tribunal: “Estoy
dispuesto a morir por la electricidad. Soy culpable y debo ser
castigado. Estoy listo para morir. Estoy contento de que no voy a ser
ahorcado. Creo que es mucho mejor morir por la electricidad que por
ahorcamiento. No me causará ningún dolor”. Se equivocaba, y
mucho. La sentencia no se llevó a cabo de inmediato pues Kemmler
apeló el fallo, el cual terminaría por ser confirmado. Mientras
tanto, en la cárcel fue bautizado en la fe metodista, e incluso
aprendió a leer, pues había ingresado a prisión analfabeto. La
ejecución de Francis Kemmler no fue sencilla, como no la fueron
tampoco las de los sucesores de Dash, también perros de la calle, y
sin excluir a varios caballos, que fueron utilizados para testear y
ajustar la eficacia de la nueva forma de ejecución. En verdad, al
igual que sucedió con la guillotina cien años antes, que fue
considerada una mejora en relación a los ahorcamientos y
fusilamientos anteriores, también la silla eléctrica fue
considerada un progreso. Se suponía que daría una muerte tan rápida
que incluso pasaría inadvertida para el condenado. De hecho, los
verdugos que aprestarían la ejecución de Kemmler serían, por
primera vez, ingenieros y electricistas, y ya no seres enmascarados o
bien policías. También habría médicos presentes para certificar
el deceso. La silla eléctrica podía insertarse suavemente a la idea
progresista que se tenía de los inventos científicos: precisos,
infalibles, modernos. De hecho, toda la logística policial de la
época estaba siendo renovada por la ciencia: el análisis de las
huellas digitales y del cabello, el identi-kit, etcétera.
Al
ser conducido al lugar de la ejecución, Francis Kemmler dijo a los
presentes: “Caballeros, les deseo a
todos buena suerte. Creo que me voy a un lugar mejor, y estoy listo
para partir. Sólo quiero agregar que mucho se ha dicho acerca de mi
persona que no es verdad. Soy lo suficientemente malo. Pero es cruel
sacarme de este mundo peor aún”.
Una vez sentado y amarrado, se dio la orden de liberar los 1000
voltios convenidos. Según contaron los testigos, el cuerpo de
Kemmler se endureció repentinamente, se le salieron los ojos, y la
piel se le puso blanca. Después de diecisiete segundos, se dejo
pasar a un médico que certificó la muerte del reo. Un dentista
presente, el Dr. Alfred Southwick, no se privó de decir: “Aquí
esta la culminación de diez años de estudios y de trabajo. Desde
este día vivimos en una civilización más elevada”.
Sin embargo, Kemmler no había muerto, y varios de los testigos así
lo hicieron notar. Entonces se elevó la corriente a 2000 voltios, y
pronto la saliva comenzó a escapar por su boca, se le rompieron las
venas y las manos se le llenaron de sangre. Al fin, el cuerpo entero
ardió en llamas. Era el 6 de agosto de 1890.
Es
de rigor en las ciencias humanas aseverar que no es la biología sino
la cultura lo que determina la condición histórica del ser humano.
El tradicional rechazo humanístico al “biologicismo” no parte de
razones únicamente teóricas sino también de sospechar que detrás
de tales definiciones se esconden consecuencias políticas o morales.
Sin embargo, no deja de ser significativo que postular que solo la
historia y la cultura formatean la subjetividad humana supongan un
menoscabo del cuerpo, pues entonces la historia y la cultura se
inscribirían en ese volumen de carne como éste si fuera un pizarrón
vacío, o una “tabula rasa”. De esta manera se olvida que somos
un cuerpo;
y además, un cuerpo de animal. Y que también interpretamos al mundo
pre-fonéticamente, por ejemplo, cuando lloramos o cuando reímos. No
deja de ser curioso que esta tradicional negación del cuerpo termine
ahora en muchísimos sociólogos progresistas que consideran que la
biotecnología podría cambiar positivamente el destino histórico de
la especie. Tampoco deja de ser curioso que en las últimas décadas
cada vez más sociólogos, filósofos de la mente, neurobiólogos,
filósofos de la técnica, y también el periodismo y el público
lector en general, acepten que ya se ha establecido una continuidad
irreversible entre máquinas y hombres, y que no sean pocos los que
se plantean para el futuro construir máquinas artificiales que
reproduzcan la “inteligencia” y las “emociones” humanas. Pero
cada vez meditamos y nos preocupamos menos por las relaciones de
continuidad entre hombre y animal. Quizás porque hemos negado la
parte de “animalitas”
en el ser humano. No son demasiados los filósofos que la
incorporaron a sus obras como elemento inescindible en la comprensión
de la vida humana: Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Sigmund
Freud, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty. Últimamente, Peter
Sloterdijk ha sostenido que tanto la religión como la pedagogía
iluminista han sido sucesivos proyectos fallidos de calmar a la
“bestia humana”, es decir a la violencia personal y estatal. Para
este autor, la biotecnología se presentaría como el modelo actual
de domesticación y apaciguamiento (antidepresivos, implantes,
reconstrucción facial) y de potenciación genética, una vez que
comenzamos lentamente a asumir que esas formas anteriores de
“pacificación” del hombre han fracasado. Quizás haya que volver
a pensar la noción de vida en la tierra y sus derechos. Y en
particular, pensar que derechos tenemos sobre el reino animal. La
relación con los animales puede adquirir forma de dominio, de
compasión y piedad, de concesión de “derechos” o bien de
consideración de sus “intereses”, el primero de los cuales sería
no sufrir.
En
la vida social, la cuestión de la diferencia puede conducir a la
negación o conculcación de derechos del “diferente”, y tal
actitud lleva a la resistencia o a la guerra; o puede resolverse
mediante la tolerancia o la aceptación de la condición del otro, o
bien inclusive a través del reconocimiento de los atributos del
“otro” que hay en “mí”. Pero estas operaciones se vuelven
más difíciles cuando se aborda una diferencia más radical: la
diferencia animal,
y por lo tanto, la posibilidad también de establecer continuidades y
discontinuidades entre vida humana y vida animal. Si lentamente
comienza a “llamarnos” la cuestión de la “liberación animal”
quizás sea por la creciente concientización de época de que la
alienación corporal esta directamente relacionada con el maltrato de
los animales.
En
este mismo año 2004, J. M. Coetzee, el último ganador del Premio
Nobel de Literatura, publicó un libro notable, llamado Elizabeth
Costello,
nombre de un personaje de ficción. Se trata de una escritora que es
invitada a disertar en unas conferencias académicas muy famosas. El
personaje, en vez de discurrir sobre sus novelas, lanza un alegato
descarnado y conmovedor a favor de los animales. Pero antes de
desgranar todos sus argumentos, Elizabeth Costello comienza por
establecer que para ella no hay diferencia entre lo que ocurrió en
Auschwitz y lo que ocurre diariamente en los mataderos de reses. ¿Es
posible plantear esta equivalencia o se trata de una comparación
impropia? Y además, ¿por qué ha sido la literatura (John Berger,
por ejemplo) la que ha hecho carne sobre el tema, y no las artes
plásticas o visuales?
En
El
arte del cuerpo en la era de su infinita perfectibilidad técnica, de
Christian
Ferrer.
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