¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 27 de septiembre de 2016

La mecanización de la vida y muerte animal.

Piénsese en la siguiente historia: la primera víctima de la silla eléctrica respondía únicamente al nombre de “Dash”. Era un perro de la calle que fue utilizado para probar la eficacia de la electricidad aplicada al arte de matar. Ocurrió en New York el 30 de junio de 1888. Primero, se hicieron pasar 300 voltios por el cuerpo de Dash, lo que lo hizo aullar; luego se intentó con 400 voltios, que tampoco lograron acabar con su vida; al fin se subió la corriente a 700 voltios, lo que le dejó la lengua colgando, pero aún así seguía vivo. Al cuarto intento el perro murió. No murió como un perro, sino como un experimento científico.

La comisión estatal norteamericana encargada de buscar un método alternativo a la horca, que era el único establecido hasta ese momento, considero treinta y cuatro posibilidades distintas, pero muy pronto las teclas de ese abanico fueron reducidas a cuatro: el garrote vil, la guillotina, inyecciones hipodérmicas (posibilidad rechazada porque “la morfina podría llegar a eliminar en el reo el gran miedo de la muerte”) y la electrocución, que fue la elegida.


Thomas Alva Edison, el inventor de la lamparita de luz y del fonógrafo, fue uno de los consultados, y recomendó recurrir a la energía alterna. Dos años más tarde, Francis Kemmler, quien había asesinado a su mujer, fue el primer hombre sentenciado a morir electrocutado. La nueva fórmula judicial que le fue leída fue la siguiente: “Has sido condenado a sufrir la pena de muerte por medio de la electricidad”. El sentenciado respondió al Tribunal: “Estoy dispuesto a morir por la electricidad. Soy culpable y debo ser castigado. Estoy listo para morir. Estoy contento de que no voy a ser ahorcado. Creo que es mucho mejor morir por la electricidad que por ahorcamiento. No me causará ningún dolor”. Se equivocaba, y mucho. La sentencia no se llevó a cabo de inmediato pues Kemmler apeló el fallo, el cual terminaría por ser confirmado. Mientras tanto, en la cárcel fue bautizado en la fe metodista, e incluso aprendió a leer, pues había ingresado a prisión analfabeto. La ejecución de Francis Kemmler no fue sencilla, como no la fueron tampoco las de los sucesores de Dash, también perros de la calle, y sin excluir a varios caballos, que fueron utilizados para testear y ajustar la eficacia de la nueva forma de ejecución. En verdad, al igual que sucedió con la guillotina cien años antes, que fue considerada una mejora en relación a los ahorcamientos y fusilamientos anteriores, también la silla eléctrica fue considerada un progreso. Se suponía que daría una muerte tan rápida que incluso pasaría inadvertida para el condenado. De hecho, los verdugos que aprestarían la ejecución de Kemmler serían, por primera vez, ingenieros y electricistas, y ya no seres enmascarados o bien policías. También habría médicos presentes para certificar el deceso. La silla eléctrica podía insertarse suavemente a la idea progresista que se tenía de los inventos científicos: precisos, infalibles, modernos. De hecho, toda la logística policial de la época estaba siendo renovada por la ciencia: el análisis de las huellas digitales y del cabello, el identi-kit, etcétera.

Al ser conducido al lugar de la ejecución, Francis Kemmler dijo a los presentes: “Caballeros, les deseo a todos buena suerte. Creo que me voy a un lugar mejor, y estoy listo para partir. Sólo quiero agregar que mucho se ha dicho acerca de mi persona que no es verdad. Soy lo suficientemente malo. Pero es cruel sacarme de este mundo peor aún”. Una vez sentado y amarrado, se dio la orden de liberar los 1000 voltios convenidos. Según contaron los testigos, el cuerpo de Kemmler se endureció repentinamente, se le salieron los ojos, y la piel se le puso blanca. Después de diecisiete segundos, se dejo pasar a un médico que certificó la muerte del reo. Un dentista presente, el Dr. Alfred Southwick, no se privó de decir: “Aquí esta la culminación de diez años de estudios y de trabajo. Desde este día vivimos en una civilización más elevada”. Sin embargo, Kemmler no había muerto, y varios de los testigos así lo hicieron notar. Entonces se elevó la corriente a 2000 voltios, y pronto la saliva comenzó a escapar por su boca, se le rompieron las venas y las manos se le llenaron de sangre. Al fin, el cuerpo entero ardió en llamas. Era el 6 de agosto de 1890.


Es de rigor en las ciencias humanas aseverar que no es la biología sino la cultura lo que determina la condición histórica del ser humano. El tradicional rechazo humanístico al “biologicismo” no parte de razones únicamente teóricas sino también de sospechar que detrás de tales definiciones se esconden consecuencias políticas o morales. Sin embargo, no deja de ser significativo que postular que solo la historia y la cultura formatean la subjetividad humana supongan un menoscabo del cuerpo, pues entonces la historia y la cultura se inscribirían en ese volumen de carne como éste si fuera un pizarrón vacío, o una “tabula rasa”. De esta manera se olvida que somos un cuerpo; y además, un cuerpo de animal. Y que también interpretamos al mundo pre-fonéticamente, por ejemplo, cuando lloramos o cuando reímos. No deja de ser curioso que esta tradicional negación del cuerpo termine ahora en muchísimos sociólogos progresistas que consideran que la biotecnología podría cambiar positivamente el destino histórico de la especie. Tampoco deja de ser curioso que en las últimas décadas cada vez más sociólogos, filósofos de la mente, neurobiólogos, filósofos de la técnica, y también el periodismo y el público lector en general, acepten que ya se ha establecido una continuidad irreversible entre máquinas y hombres, y que no sean pocos los que se plantean para el futuro construir máquinas artificiales que reproduzcan la “inteligencia” y las “emociones” humanas. Pero cada vez meditamos y nos preocupamos menos por las relaciones de continuidad entre hombre y animal. Quizás porque hemos negado la parte de “animalitas” en el ser humano. No son demasiados los filósofos que la incorporaron a sus obras como elemento inescindible en la comprensión de la vida humana: Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty. Últimamente, Peter Sloterdijk ha sostenido que tanto la religión como la pedagogía iluminista han sido sucesivos proyectos fallidos de calmar a la “bestia humana”, es decir a la violencia personal y estatal. Para este autor, la biotecnología se presentaría como el modelo actual de domesticación y apaciguamiento (antidepresivos, implantes, reconstrucción facial) y de potenciación genética, una vez que comenzamos lentamente a asumir que esas formas anteriores de “pacificación” del hombre han fracasado. Quizás haya que volver a pensar la noción de vida en la tierra y sus derechos. Y en particular, pensar que derechos tenemos sobre el reino animal. La relación con los animales puede adquirir forma de dominio, de compasión y piedad, de concesión de “derechos” o bien de consideración de sus “intereses”, el primero de los cuales sería no sufrir.

En la vida social, la cuestión de la diferencia puede conducir a la negación o conculcación de derechos del “diferente”, y tal actitud lleva a la resistencia o a la guerra; o puede resolverse mediante la tolerancia o la aceptación de la condición del otro, o bien inclusive a través del reconocimiento de los atributos del “otro” que hay en “mí”. Pero estas operaciones se vuelven más difíciles cuando se aborda una diferencia más radical: la diferencia animal, y por lo tanto, la posibilidad también de establecer continuidades y discontinuidades entre vida humana y vida animal. Si lentamente comienza a “llamarnos” la cuestión de la “liberación animal” quizás sea por la creciente concientización de época de que la alienación corporal esta directamente relacionada con el maltrato de los animales.

 
En este mismo año 2004, J. M. Coetzee, el último ganador del Premio Nobel de Literatura, publicó un libro notable, llamado Elizabeth Costello, nombre de un personaje de ficción. Se trata de una escritora que es invitada a disertar en unas conferencias académicas muy famosas. El personaje, en vez de discurrir sobre sus novelas, lanza un alegato descarnado y conmovedor a favor de los animales. Pero antes de desgranar todos sus argumentos, Elizabeth Costello comienza por establecer que para ella no hay diferencia entre lo que ocurrió en Auschwitz y lo que ocurre diariamente en los mataderos de reses. ¿Es posible plantear esta equivalencia o se trata de una comparación impropia? Y además, ¿por qué ha sido la literatura (John Berger, por ejemplo) la que ha hecho carne sobre el tema, y no las artes plásticas o visuales?

En El arte del cuerpo en la era de su infinita perfectibilidad técnica, de Christian Ferrer.

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