La
palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella
designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun
necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade
cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada
y traída en nuestro tiempo.
Para
los griegos, «democracia» significaba «gobierno del
pueblo», y eso quería decir simplemente «gobierno del
pueblo», no de sus «representantes». En su forma más
pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de
Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la
Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la
elocuencia de los oradores. El pueblo, reunido en la Ekklesía,
nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores,
financistas y sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se
trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo.
Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería
decir «el conjunto de todos los ciudadanos». De ese conjunto
quedaban excluidos no sólo los esclavos sino también las mujeres y
los habitantes extranjeros (metecos). Tal limitación reducía
de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una minoría.
La
democracia directa de los griegos, que en lo referente a su principio
y su forma general, aparece como cercana a un sistema de gobierno
ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las
instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad
(esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).
Por
otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en Atenas otra,
que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento de
mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de
dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo.
Somete directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a
constituir un imperio marítimo y mercantil. Ahora bien, esta
política exterior contradice también la democracia directa. Una
ciudad no puede gozar de un régimen tal en su interior e imponer su
prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en todas sus
formas, es incompatible con una auténtica democracia. Los atenienses
no dejaron de cobrar conciencia de ello y Tucídides reporta los
esfuerzos que hicieron por conciliar ambos extremos inconciliables.
Cleón acaba por expresar su convicción de que «la democracia es
incapaz de imperio».
La
democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la
Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia
griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los
Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades
antiguos hace imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo.
Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes. No
puede gobernar sino por medio de aquellos a quienes elige y en
quienes delega su poder. Pero en esta misma formulación está ya
implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea
posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser
desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser
reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o
federación de comunas.
Entre
los filósofos de la Ilustración, teóricos de la democracia
moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de que los
Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar
en ellos la democracia. Pero ya en esa misma época comienzan algunos
autores a oponer «democracia» y «república», lo
cual quiere decir, «democracia directa» y «democracia
representativa». Los autores de The Federalist y muchos
de los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton, se
pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como
«delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos
elegidos por el resto». No podemos dejar de advertir que aquí
el pueblo es simplemente un «resto».
Con
Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la
totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de
fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and
civilized nation, except through their own default».(1) Sólo
los niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.
Pero
esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave
dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a
elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia
de nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los
miembros del Congreso constituyente de Filadelfia que proponían el
voto calificado y querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos
los propietarios. Hamilton afirmaba: «A power over a man’s
subsistence amounts to a power over his will».(2) El
mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone la
independencia económica del votante y dividía a todos los
ciudadanos en «activos» y «pasivos», según
dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero lo que de aquí se
debe inferir no es la necesidad de establecer el voto calificado o el
voto plural, como pretenden algunos conservadores, sino, por el
contrario, la necesidad de acabar con las desigualdades económicas,
si se pretende tener una auténtica democracia. Ya antes de Marx, los
así llamados «socialistas utópicos», como Saint-Simon,
veían claramente que no puede haber verdadera democracia política
sin democracia económica y social.
¿Quién
puede creer que la voluntad del pobre está representada en la misma
medida que la del rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia
política del obrero o del marginal tiene el mismo peso que del gran
comerciante o la del banquero? Aunque según la ley todos los votos
sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el que busca su
comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces de
lo resturantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la
presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es
sino una ficción llena de insoportable sarcasmo.
Y
no es sólo la desigualdad económica en sí misma la que torna
írrita la pretensión de igualdad política en la democracia
representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la
desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica.
Una auténtica democracia supone iguales oportunidades educativas
para todos; supone, por una parte, que todos los ciudadanos tengan
acceso a todas las ramas y todos los niveles de la educación, y, por
otra, que toda formación profesional y toda especialización deban
ser precedidas por una cultura universal y humanística. Pero en
nuestras modernas democracias y, particularmente, en la
norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más
costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la
ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la
formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school
of public spirit».
Por
otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales oportunidades de
educación que en un pasado bastante reciente oponían la masa de los
ingnorantes a la élite de los hombres cultos. La inmensa mayoría de
los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con
lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros
días de la recua gubernamental. Y no podemos entrar en el terreno de
la cultura moral. Si la democracia se basa; como dice Montesquieu, en
la virtud, y medimos la virtud de una sociedad por la de sus
«representantes», es obvio que nuestra democracia
representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.
De
todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en América
Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas
de toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad.
Si el conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno
a un pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar
permanentemente todo su poder en ese grupo, será necesario que
cuente con un criterio para tal elección. ¿Por qué designar a
fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a Z? Se trata de
aplicar el principio de razón suficiente. Ahora bien, a este
principio parece responder, desde los inicios de la democracia
moderna en el siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los más
justos y los más ilustrados.
Se
supone que ellos son los mas aptos para administrar, legislar y
gobernar en nombre
de todos y en beneficio de todos. Se supone asimismo que la masa de
los ciudadanos ha recibido la educación intelectual y moral
requerida para discernir quiénes son los más justos y los más
ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado suponer. Pero, aún sin
entrar a discutir tales suposiciones, lo indiscutible es que, en el
actual sistema de democracia representativa, la propaganda y los
medios de comunicación, puestos al servicio del gobierno y de los
partidos políticos, de los intereses de los grandes grupos
económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación
del sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los
electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de
formarse un juicio independiente y de hacer una elección de acuerdo
con la propia conciencia.
En
algunos casos extremos, cuando la democracia representativa entra en
crisis, debido a un general e inocultable deterioro de los valores
que supuestamente la fundamentan, la mayoría abjura del sistema y
reniega de los partidos, pero aún así se muestra incapaz de asumir
el poder que le corresponde y de autogestionar la cosa pública. El
condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de cada
explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores
de poder y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una
explosión militar. Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la
«libre empresa» y la «libre competencia» campea por
sus fueros. Aquí está la clave del entusiasmo del Pentágono y de
la CIA, de la Casa Blanca y del FMI por la «democracia
representativa» en América Latina y en el mundo.
Es
evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el de «moral
y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al
status quo). Para que los más justos y los más sabios fueran
elegidos sería preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes
no quieren ser elegidos.
La
gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de
los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree
elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe
querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino
variantes de un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar
los límites de la disidencia y no permiten que ésta atente
seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se
trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie
el Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el Poder.
Esto siempre fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los
latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden
mundial de Reagan y Bush.
Por
otra parte, la democracia representativa implica en su propio
concepto una grave falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o
el presidente que yo elijo representa mi voluntad, cuando dura en su
cargo cuatro o cinco años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de
año en año, de mes en mes, de hora en hora, de minuto a minuto?
Afirmar tal cosa equivale a congelar el libre albedrío de cada
ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre su condición de
ser pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia más
ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya
porque hace cuatro años lo votó. Pero, aún si nos situáramos en
los supuestos de la representatividad, deberíamos preguntarnos:
Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple emisario de mi
voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o lo
elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo
que crea conveniente?.
En
el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo simplemente un
vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se
lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se
convierte en democracia directa.
En
el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que también
abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo.
Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la
democracia representativa desemboca en gobierno aristocrático u
oligárquico.
En
el primer caso, el representante es un simple mensajero, en nada
superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo,
no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto
popular, ya que por sus propios méritos puede confiscar
definitivamente la voluntad de los demás. Más valdría entonces
aceptar la teoría conservadora de Burke acerca de la representación
virtual, según la cual inclusive quienes no votan están
representados en el gobierno cuando realmente desean el bien del
Estado. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema:
o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de
los electores, y entonces la democracia representativa se transforma
en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido
propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para
convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era un liberal sincero,
no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a postular
una democracia directa y, por eso, proponía un camino intermedio.
Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de
cierta iniciativa personal
al margen de la voluntad de sus electores y, aún cuando siempre han
de considerarse responsables ante éstos, no deben ser sometidos a
plebiscitos o juicios populares. El filósofo inglés llega hasta
donde puede llegar un liberal que no osa ser libertario. Como los
autores de The Federalist, que se decían «republicanos»
y no «demócratas», considera necesario el liderazgo de los
hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del pueblo,
cuyo buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos.
Tal
concesión a la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas
objeciones. Un diputado puede saber de finanzas, o de educación, o
de agricultura, o de política internacional, o de salud pública,
pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo. Sin
embargo, en los debates parlamentarios puede opinar y debe votar
sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no
sabe. Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre
ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir
al desarrollo político del pueblo? Se dirá que puede asesorarse con
los expertos o «sabios» que tiene a su disposición. Pero,
si se trata de aprender de quienes saben, también pueden hacerlo los
electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún
representante.
La
democracia representativa se vincula, por lo común, con los partidos
políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin
embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que
bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o
personal. Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por
grupos de electores formados «ad hoc» o que el electorado
vote sólo por personas con nombres y apellidos cuyos programas de
gobierno hayan sido dados a conocer previamente. Es una falacia más,
por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que no puede
existir democracia indirecta sin partidos políticos.
El
papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de las mas
serias contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos
representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una
ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y
establecen las listas de los elegibles. Ahora bien, es muy posible
que un ciudadano no se indentifique con ninguna de las clases o
grupos representados por los partidos existentes y que no comparta
ninguna de sus ideologías. ¿Tendrá que votar por alguien que no
expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le queda
el recurso -se dirá- de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que
éste es un recurso puramente teoríco, ya que en la práctica la
función de un partido político (y sobre todo de uno que tenga
alguna probabilidad de acceder al gobierno) resulta nula no sólo
para los ciudadanos individuales sino también para casi todos los
grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los intereses
dominantes.
En
general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que no conoce,
cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no puede
comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor
decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero,
confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales.
Pero, si esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la
ticocracia y, en lugar de realizar costosas campañas electorales,
sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este
procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone
que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.
No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos políticos
cuya proclamada razón de existir es la defensa de la democracia en
el Estado sean en su organización interna rígidamente verticalistas
y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de los
candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el
saber o siquiera con la fidelidad a ciertos principios. En nuestros
días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de
desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien,
de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo
y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los
postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por
un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra
idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris,
impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.
Uno
de los más ilustres ideólogos de la democracia, Jefferson, el cual
sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna, confiaba
en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría
los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo
sabio y honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que
tal esperanza no se ha realizado. Sólo la democracia directa y
autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir
ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de
la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.
1
«No debe haber parias en una nación desarrollada y civilizada,
excepto por propia incapacidad». (N. de Cravan Editores)
2
«El poder sobre los medios de subsistencia de un hombre aumenta el
poder sobre su voluntad». (N. de Cravan Editores)
Falacias
de la democracia, Ángel J.
Cappelletti.
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