¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El vientre de los filósofos.

(...) Para asustar a toda esa gente, tuve la impertinencia y la mala idea de sufrir un infarto a fines del año 1987. Esta ocurrencia viene al caso porque a ese delirio de mis vasos sanguíneos le debo las páginas que siguen. Todos se asombraron: las estadísticas no me habían previsto, mi insolencia les pareció más bien estrafalaria. Un infarto a los 28 años...

Entre dos electrocardiogramas, una inyección de Calciparine y una extracción de sangre, el destino se manífestó bajo la forma de una dietista con aspecto de anoréxica. Austera y de una delgadez excesiva -signo de conciencia profesional sin embargo-, me dio un fastidioso curso sobre el buen uso de una alimentación digna de un monje del desierto. El día anterior al accidente cardíaco, preparé una comida para seis o siete consistente en una paleta de cordero con champiñones y apio. Tenía que hacer el duelo de todo aquello para lanzarme de cabeza a un régimen hipocalórico, hipoglucémico e hipocolesterólico. Era como si me incitaran a cambiar mis libros de recetas por un diccionario de medicina. 

 
Pálida y esmirriada, la funcionaria de las calorías me dio una conferencia sobre los méritos de las cremas livianas en grasas, las leches descremadas y la cocción con agua. ¡Nada de salsas picantes ni de combinaciones farináceas! Debía convertirme al pasto y las legumbres verdes... En un arranque de heroísmo, declaré, como para tener la última palabra antes de expirar, que prefería morir comiendo manteca que alargar mi existencia con margarina.

Atrozmente psicóloga, pero pobre en dialéctica, contrariando la lógica más elemental, declaró que manteca y margarina eran lo mismo. Demasiada poca retórica... Puesto que se especializaba más en el oligoelemento que en la dialéctica, le dije, desde el fondo de mi cama, que ya que era lo mismo... prefería la manteca. ¡Ay de mi! La cosa se estaba poniendo fea. Ella declaró que me abandonaría a la obesidad -acababa de perder siete kilos-, al colesterol y a la muerte próxima. Guardó sus falsas recetas de falsos condimentos para falsas comidas y me dejó marinar en el sector de pos-reanimación.


Poco tiempo después de la dietética de los centros hospitalarios y de readaptación, volví a la vida normal... y por lo tanto a la cocina normal. Para prepararle a mi sagaz dietista un plato a mi manera, se me ocurrió que no estaría de más un conjunto de recetas para una gaya ciencia alimentaria. Mi gendarme necesitaba una lección de hedonismo. Es por eso que existen estas páginas. No están dedicadas a ella...

(En esta obra se descubre cómo detrás de una cocina hay un cuerpo, un estilo y un mundo. El vientre de los filósofos reúne a Diógenes, Rousseau, Kant, Nietzsche, Fourier, Sartre y Marinetti en un banquete imaginario componiendo un mapa del conocimiento gastronómico. Esta obra postula el gusto de la libertad en el arte de comer.)

En El vientre de los filósofos. Crítica de la razón dietética, de Michel Onfray.

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