(...)
Para asustar a toda esa gente, tuve la impertinencia y la mala idea
de sufrir un infarto a fines del año 1987. Esta ocurrencia viene al
caso porque a ese delirio de mis vasos sanguíneos le debo las
páginas que siguen. Todos se asombraron: las estadísticas no me
habían previsto, mi insolencia les pareció más bien estrafalaria.
Un infarto a los 28 años...
Entre
dos electrocardiogramas, una inyección de Calciparine y una
extracción de sangre, el destino se manífestó bajo la forma de una
dietista con aspecto de anoréxica. Austera y de una delgadez
excesiva -signo de conciencia profesional sin embargo-, me dio un
fastidioso curso sobre el buen uso de una alimentación digna de un
monje del desierto. El día anterior al accidente cardíaco, preparé
una comida para seis o siete consistente en una paleta de cordero con
champiñones y apio. Tenía que hacer el duelo de todo aquello para
lanzarme de cabeza a un régimen hipocalórico, hipoglucémico e
hipocolesterólico. Era como si me incitaran a cambiar mis libros de
recetas por un diccionario de medicina.
Pálida
y esmirriada, la funcionaria de las calorías me dio una conferencia
sobre los méritos de las cremas livianas en grasas, las leches
descremadas y la cocción con agua. ¡Nada de salsas picantes ni de
combinaciones farináceas! Debía convertirme al pasto y las
legumbres verdes... En un arranque de heroísmo, declaré, como para
tener la última palabra antes de expirar, que prefería morir
comiendo manteca que alargar mi existencia con margarina.
Atrozmente
psicóloga, pero pobre en dialéctica, contrariando la lógica más
elemental, declaró que manteca y margarina eran lo mismo. Demasiada
poca retórica... Puesto que se especializaba más en el
oligoelemento que en la dialéctica, le dije, desde el fondo de mi
cama, que ya que era lo mismo... prefería la manteca. ¡Ay de mi! La
cosa se estaba poniendo fea. Ella declaró que me abandonaría a la
obesidad -acababa de perder siete kilos-, al colesterol y a la muerte
próxima. Guardó sus falsas recetas de falsos condimentos para
falsas comidas y me dejó marinar en el sector de pos-reanimación.
Poco
tiempo después de la dietética de los centros hospitalarios y de
readaptación, volví a la vida normal... y por lo tanto a la cocina
normal. Para prepararle a mi sagaz dietista un plato a mi manera, se
me ocurrió que no estaría de más un conjunto de recetas para una
gaya ciencia alimentaria. Mi gendarme necesitaba una lección de
hedonismo. Es por eso que existen estas páginas. No están dedicadas
a ella...
(En
esta obra se descubre cómo detrás de una cocina hay un cuerpo, un
estilo y un mundo. El vientre de los filósofos reúne a
Diógenes, Rousseau, Kant, Nietzsche, Fourier, Sartre y Marinetti en
un banquete imaginario componiendo un mapa del conocimiento
gastronómico. Esta obra postula el gusto de la libertad en el arte
de comer.)
En
El vientre de los filósofos. Crítica de la razón dietética,
de Michel Onfray.
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