En
el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es
el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es
responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge
el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos
desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta
lucha, sin haberla elegido.
El
clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres
apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios
que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas
de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la
ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis
enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a
las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta
velocidad?
Una
de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso
son estos productos verdaderos frutos? El hombre no se puede mantener
humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La
serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del
hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del
nacimiento de los niños. Estamos en camino pero no caminando,
estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar,
como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen
que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros
camina lentamente?
Pero
el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que
no para de
emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y,
quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en
clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. Este
común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a
saltar afuera? (...)
En
el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las
personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene
más información que novedad. La pérdida del diálogo ahoga el
compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio
miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad.
Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo
hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria
espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo
es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco
la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente
que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es
tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no
haya precedido a los actos. La mayoría de la humanidad es empleada
de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan
menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta
es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar,
en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados.
Creo
que hay que resistir (...) El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.
En
La resistencia, de Ernesto Sábato.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario