Que
la política haya dejado de ser un sacerdocio, una funcion espiritual
ancestralmente asociada al sacerdote y al militar y luego que, en
lugar de hombres para servirla, solo encontremos homúnculos que se
sirven de ella, no presenta ninguna duda.
La
gran política a cuya vocación apelaba Nietzsche se atrofia en una
pequeña política que se reduce a quienes abrazan la carrera para
administrar el capitalismo y sus crisis, acompañarlo en todos sus
momentos, compartir sus causas, sus retrocesos, sus rechazos, sus
insolencias, sus violencias, cuando no disfrutar directamente de este
acompañamiento. En la pequeña política, la carrera no reconoce
otra cosa que gestores reducidos a la inacción, pues en el régimen
capitalista, el verdadero poder político se concentra en los
capitanes de industria y sus asociados, que aumentan su poder con su
riqueza, y a la inversa. Los propietarios y los políticos, que se
niegan a reconocer el vacío de su poder político, se refugian en el
poder simbólico de la representación, el verbo, la palabra.
Envueltos
en el debilitamiento de su verdadero poder, cuando aceptan las reglas
de juego liberales se ven reducidos al Teatro, la declamación, la
declaración de principios, el psitacismo televisivo, la arrogancia
de las manifestaciones de poder de esas cáscaras vacías que son los
desplazamientos oficiales, militarizados, con exhibición de los
signos externos del poder: motoristas, banderas, banderines, policías
y gendarmes, compañías republicanas de seguridad y servicios
especiales, poderosos coches de ventanillas con cristales tintados y
para los que no hay límite de velocidad ni código de circulación
que valga, vehículos abarrotados de médicos y cirujanos
especializados en intervenciones difíciles 0 cortesanos infatuados,
pretenciosos y pagados de sí mismos.
Pero
el convoy está vacío: el verdadero poder zumba en la cibernética,
cómplice de quienes organizan los flujos de dinero y controlan según
sus medios las mitosis y las meiosis detectables en el material
celular de los capitales flotantes, cuerpos virtuales en los que el
verdadero poder agota su esencia y la contempla.
De
donde esta extraña sensación de asistir, con ocasión de las
manifestaciones teatrales de estos hombres de la pequeña política,
en las antípodas de lo grande y de lo sublime, a la eterna ceremonia
de la búsqueda del poder, incluso y sobre todo cuando ocupan los
cargos mas altos. La prueba de su verdadera impotencia es que,
investidos de los atributos del poder real, con el cetro en la mano,
hablan como si todavía, y siempre, estuvieran en la oposición.
lncapaces de actuar y sin ningun deseo de poner en evidencia su
magnífica impotencia, sólo enuncian los contornos de su acción
-para mañana- mientras convierten el presente en la escena perpetua
de futuras fiestas que nunca llegan.
El
sistema parlamentario propone un vivero para estas comedias. Se
juntan allí los que no aspiran tanto a la sublimidad en materia
política como a la de su mezquina carrera personal. El hemiciclo
hace las veces de cámara de descompresión de las legítimas
reivindicaciones. Metamorfoseadas, diluidas en la escolastica moderna
del formalismo jurídico, irreconocibles merced al juego de las
enmiendas, terminan por ser tan inútiles como si jamás hubieran
visto la luz. Derecha e izquierda se pelean por detalles. Cuando se
trata de afrontar discusiones en las que la derecha endurece su
posición acerca de la posibilidad de expulsar a los inmigrantes, la
izquierda, dado que ya es tarde, se va a dormir, con lo que evita a
sus heraldos el empantanamiento profesional que sin duda derivaría
en las proximas elecciones del voto hostil del buen pueblo, siempre
al borde del racismo y la xenofobia.
Efectivamente,
ahí es donde actua el veneno, en la subordinación de la acción a
los ridículos y minúsculos fines de la permanencia en la función.
No molestar al elector, no contrariarlo, jurarle la excelencia en lo
insípido o en discursos artificiosamente encubridores de la realidad
y, sobre todo, reiterar la profesión de fe al modo mágico y
religioso de los derviches giradores. El parlamentario se agita bajo
sus oropeles de figurante en el escenario en el que trata de
preservar y enmascarar lo que, entre bastidores, traman los actores
realmente decisivos. Si lo supiera lo negaría, pues su excesiva
vanidad no le permite aceptar la pobreza de su papel. Lejos de
producir las leyes, de contribuir a la noble tarea de legislar para
la nación, obedece a las consignas de su partido, que, a su vez,
tiende a la propulsion de su lider a los mandos del cargo de máximo
nivel, el trono, este sustituto republicano de la función
monarquica.
Un
parlamentario sin partido no tiene mas existencia que un candidato a
presidente sin partido. La pequeña política sirve a los intereses
particulares de algunos, una oligarquía sostenida unicamente por la
distribución de prebendas y favores ilícitos que competen a la
inmunidad y otras ventajas asociadas a la función que legitíma la
existencia de una casta no sometida a los mismos derechos o deberes
que el ciudadano común. Paradojicamente, la excelencia del principio
de igualdad absoluta ante la ley emanada de la Revolución Francesa
ha dejado de existir en los lugares de representación popular en los
que se apela al pueblo para permitir el funcionamiento de una
aristocracia, no ya del mérito ni del dinero, sino de la
servidumbre. Nunca las virtudes servíles han sido tan enaltecidas,
celebradas y mantenidas. ¿Hay práctica mas vil, desde la corte real
de los Luises, que este nuevo sistema parlamentario de adulación
cortesana, figuración y engaño?
En
Política del rebelde. Tratado de resistencia e insumisión, de
Michel Onfray.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario