¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 3 de octubre de 2016

1984, fragmento.

¿Por qué no protestarían así por cada cosa de verdadera importancia?

Escribió:

Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.

Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón), los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. 

En realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían por normas ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental.

No era difícil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados capaces de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al que se recurría en caso de necesidad para que trabajaran horas extraordinarias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos el descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni, los olían. La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas. La policía los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad, un mundo revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los mismos proles, daba igual que existieran o no. En todas las cuestiones de moral se les permitía a los proles que siguieran su código ancestral. No se les imponía el puritanismo sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio. Incluso el culto religioso se les habría permitido si los proles hubieran manifestado la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los proles y los animales son libres».

En 1984, de George Orwell.
 

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