Con la expresión «elemento
lúdico de la cultura» no queremos decir que, entre las
diferentes ocupaciones de la vida cultural, se haya reservado al
juego un lugar importante, ni tampoco que la cultura haya surgido del
juego por un proceso evolutivo, de modo que algo que originariamente
fue juego se convierta más tarde en otra cosa que ya no es juego y
que suele designarse «cultura». En lo que sigue trataremos,
más bien, de mostrar que la cultura surge en forma de juego, que la
cultura, al principio, se juega.
También las ocupaciones
orientadas directamente a la satisfacción de las necesidades de la
vida como, por ejemplo, la caza, adoptan fácilmente, en la sociedad
arcaica, la forma lúdica. La vida de comunidad recibe su dotación
de formas suprabiológicas, que le dan un valor superior, bajo el
aspecto de juego. En este juego la comunidad expresa su
interpretación de la vida y del mundo. No hay que entender esto en
el sentido de que el juego se cambie en cultura o se transmute en
ella, sino, más bien, que la cultura, en sus fases primarias, tiene
algo de lúdica, es decir, que se desarrolla en las formas y con el
ánimo de un juego. En la unidad doble de cultura y juego éste es el
hecho primario, objetivamente perceptible, concretamente determinado,
mientras que la cultura no es más que la designación que nuestro
juicio histórico adjunta al caso en cuestión. Esta idea está muy
cerca de la de Frobenius, que en su Kulturgeschichte Afrikas
habla del devenir de la cultura como de un «juego surgido del ser
natural». De todos modos me parece que Frobenius ha concebido
esta relación de cultura y juego demasiado místicamente y que los
ha descrito con un poco de confusión, sin que haya llegado a
destacar limpiamente lo lúdico de la cultura.
A medida que una cultura se
desarrolla, esta relación entre «juego» y «no juego»,
que suponemos primordial, no permanece invariable. De una manera
general el elemento lúdico va deslizándose poco a poco hacia el
fondo. La mayoría de las veces pasa, en una gran parte, a la esfera
de lo sagrado. Se ha cristalizado en el saber y en la poesía, en la
vida jurídica y en las formas de la vida estatal. Generalmente, lo
lúdico queda en el trasfondo de los fenómenos culturales. Pero, en
todas las épocas, el ímpetu lúdico puede hacerse valer de nuevo en
las formas de una cultura muy desarrollada y arrebatar consigo al
individuo y a las masas en la embriaguez de un juego gigantesco.
Parece obvio que la conexión
entre cultura y juego habrá de buscarse en las formas superiores del
juego social, en las que se nos presenta como actuación ordenada de
un grupo o de una comunidad o de dos grupos que se enfrentan. El
juego que el individuo juega para sí solo, en muy limitada medida es
fecundo para la cultura. Ya indicamos, anteriormente, que los rasgos
fundamentales del juego, el jugar juntos, el luchar, el presentar y
exhibir, el retar, el fanfarronear, el hacer «como si» y las
reglas limitadoras, se dan ya en la vida animal. Pero todavía es más
sorprendente que las aves, que, poligenéticamente, se hallan tan
lejos del hombre, tengan tanto de común con él: los faisanes
silvestres tienen sus danzas, los grajos organizan concursos de
vuelo, ciertos pájaros de Nueva Guinea y otras especies adornan sus
nidos, y los pájaros cantores explayan sus melodías. La competición
y la exhibición no surgen, pues, de la cultura como sus diversiones,
sino que, más bien, la preceden.
El juego en común tiene
entre sus rasgos más esenciales el de ofrecer un carácter
antitético. La mayoría de ellos se juega entre dos bandos. Pero
esto no es forzoso. Una danza, un desfile, una exhibición, pueden
tener lugar sin este carácter antitético. Antitético no quiere
decir todavía competidor o agonal. Un canto alternado, las dos voces
de un coro, un minueto, las diversas partes de un conjunto musical,
son ejemplos del juego antitético que no ha de tener,
necesariamente, carácter agonal, aunque el elemento de porfía actúa
muy a menudo. No raras veces una actividad que ya en sí constituye
un juego cerrado, por ejemplo, la representación de una pieza
teatral o la ejecución de una pieza de música puede dar ocasión a
un concurso, pues se verifican delante de un tribunal que otorga un
premio, como ocurría en el drama griego.
Entre las características
generales del juego designamos nosotros la tensión y la
incertidumbre. Constantemente se plantea la pregunta ¿saldrá o no
saldrá? Ya cuando una persona se entretiene con solitarios,
rompecabezas, palabras cruzadas, o cuando juega al diábolo, se
realiza esta condición. Pero en el juego antitético de tipo agonal
este elemento de tensión, de incertidumbre por el resultado, alcanza
su grado máximo. Nos apasiona tanto el salir gananciosos que ello
amenaza con disipar la ligereza del juego. Y aquí se presenta una
diferencia todavía más importante. En los puros juegos de azar, la
tensión sólo en pequeña medida se comunica al espectador. Los
juegos de dados son, en sí mismos, sorprendentes objetos culturales,
pero hay que considerarlos, sin embargo, como estériles para la
cultura. Ninguna riqueza aportan ni al espíritu ni a la vida. Otra
cosa ocurre cuando la porfía exige destreza, habilidad,
conocimientos, valor y fuerza. Cuanto más dificultoso es el juego,
mayor es la tensión de los espectadores. Ya el juego de ajedrez
arrebata a los circunstantes, a pesar de que también es totalmente
estéril para la cultura y no lleva consigo ninguna excitación
exterior. Cuando el juego es un bello espectáculo, se da,
inmediatamente, su valor para la cultura, pero semejante valor
estético no es imprescindible para que el juego adquiera carácter
cultural. Valores físicos, intelectuales, morales o espirituales
pueden elevar del mismo modo el juego al plano de la cultura.
Cuanto más adecuado sea
para intensificar la vida del individuo o del grupo, tanto más se
elevará a ese plano. El espectáculo sagrado y la fiesta agonal son
las dos formas universales en las que la cultura surge dentro del
juego y como juego.
En Homo ludens, de
Johan Huizinga.
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