Tal
como la definió Nietzsche, la figura del filósofo-artista
encuentra varios ejemplos en el panteón cínico. A mitad de camino
entre la tensión y la sensibilidad, entre el concepto y la
intuición, este tipo particular de sabio se caracteriza por una
aptitud singular para inventar nuevas posibilidades de vida que
contrastan con las que ofrecen el hábito y la convención: un nuevo
estilo de existencia, un nuevo tipo de expresión. Nietzsche hablaba
del superhombre, Diógenes de "almas fuertes” y
Antístenes de "seres excepcionales que son en sí mismos una
ley viva".
El
cínico se esfuerza por construir una manera diferente de ser en el
mundo y subvierte la retórica clásica que invita a someter la
singularidad a la ley y a los principios de lo universal. Con él, la
antinomia entre el individuo y la sociedad se resuelve en beneficio
del primero y, sistemáticamente, en detrimento de la instancia
normativa social. Rebelde y solitario, el cínico hace una única
contribución social: la pura soledad.
Así
como inventa, el filósofo-artista experimenta y descubre en el gesto
de atreverse. La inspiración, que desempeña una parte eminente en
la creación estética, es un componente primordial de la ética
cínica. Fiel a algunas intuiciones arquetípicas que se estructuran
en torno de un tema -lo que constituye un obstáculo para la
libertad debe suprimirse, reducirse-, el cínico efectúa
variaciones con una confianza absoluta en las virtudes de su
improvisación. A diferencia de una ética preventiva que
subordinaría la acción a una teoría pura y la haría proceder de
ésta, la ética cínica confunde la voluntad y el instante,
confiando plenamente en la inventiva y contando con el entusiasmo,
término cuya etimología expresa la proximidad con el transporte
divino.
Diógenes
y sus compadres (o comadres: no olvidemos a Hiparquia) dan
nueva dirección a sus creaciones, sin preocuparse por seguir un
programa, lo que estorbaría la espontaneidad: la ética de los
cínicos es poética, por cuanto expresa la carga creativa que la
invade. La moral de Diógenes supone aliento e inspiración, juego y
disponibilidad. A fin de indicar las líneas de fuerza de una ética,
Nietzsche propuso un tamiz eficaz que se explica en pocas palabras:
"Un sí, un no, una línea recta y un objetivo". Así
resume la fórmula de su felicidad. A estas cuestiones seguramente
los cínicos habrían respondido sin dificultad: el sí está
destinado al reino de la singularidad y la unicidad, a su entusiasmo
y a su grandeza rebelde, a su demonio. Sobre las tumbas que
florecieron tras la muerte del sabio de Sínope, los escultores
grababan aforismos contundentes en los que se concentraba toda la
enseñanza del difunto. Uno de los cenotafios lucía, en la cima de
una columna funeraria, un perro de mármol de Patmos: era el que
edificaron los griegos cerca de la puerta que daba al istmo. Otro le
permitía leer a quien pasara por allí: "Oh, Diógenes, en
efecto sólo has enseñado a los mortales el arte de bastarse a sí
mismos en la vida y el camino más fácil para lograrlo".
En
vida, Diógenes respondía de buena gana a quienes le preguntaban
cómo había alcanzado la sabiduría mediante su trato con
Antístenes: "Él me mostró lo que me pertenecía y lo que
no me pertenecía. La propiedad no es mía: los padres, los
sirvientes, los amigos, la reputación, los lugares familiares, las
relaciones humanas, todo eso me es ajeno". En cuanto a lo
que sí le pertenecía, continuaba diciendo: "El uso de las
representaciones. Antístenes me mostró que ese uso me pertenece de
manera inviolable e irrestricta: nadie puede ponerme obstáculos ni
obligarme a disponer de él de otro modo que no sea a mi antojo".
Esto en cuanto al Sí.
El
No de los cínicos remite a todas las mitologías favorecidas y
alentadas por la civilización, a saber: todo lo que obstruye la
expresión libre de la singularidad. Todas las instituciones están
implicadas, como también las ideologías y los valores comúnmente
admitidos, tanto en tiempo de los cínicos como en la actualidad. Si
hiciera falta una formulación contemporánea del programa cínico,
podría hallársela del lado de los libertarios que no reconocen ni
dios ni amo. Para alcanzar el poder sobre sí, el dominio de sí
mismo, Diógenes proponía una técnica sencilla que consistía en
reprocharse con idéntica intensidad a uno mismo aquello que con
tanto ardor les reprochamos a los demás.
Comenzar
entonces por el perfeccionamiento de uno mismo, ocupándose con mayor
pasión de las vigas que nos enceguecen que de las pajas en el ojo
ajeno. La primera tarea es la purificación: deshacerse de los
propios defectos. Esto en lo referente a la línea recta y el
objetivo que se procura alcanzar. El programa de Nietzsche sólo
necesita ser aplicado.
La
aptitud para destruir es otro de los rasgos del filósofo-artista. El
nihilismo cínico es indudable, pero es un nihilismo preparatorio de
una nueva escala de valores. Al analizar la ironía, Jankélévitch
escribía: "El cínico cree en la fecundidad de la catástrofe
y asume valientemente su pecado para que éste se revele imposible,
insociable, intolerable; hace estallar la injusticia en la esperanza
de que termine por anularse gracias a la homeopatía de la sobrepuja
y el escándalo". Artimaña de la razón, y por lo tanto
voluntaria. La negatividad que desarrolla Diógenes es dialéctica:
allí donde la destrucción, pura voluntad de muerte, sólo apunta a
sí misma, lo que queda es el terror y el funcionamiento vacío de
una maquinaria apocalíptica. Con el cinismo, en cambio, lo que es
negado, lo es desde la perspectiva de un renacimiento de las
virtudes.
Nietzsche
insistía en la parte de fuego que necesita quien intenta superar una
moral: Diógenes contra Platón, Nietzsche contra el cristianismo,
Jesús entendido como un eco del platonismo dirigido a las masas. Y
lo expresaba así: "Quienquiera que intente ser un creador en
el dominio del bien y del mal debe ser primero un destructor y
quebrantar los valores". Inventar y destruir son el reverso
y el anverso de una misma moneda, acciones necesariamente vinculadas.
Cada agudeza diogeniana, cada rasgo de espíritu, cada fuego de
artificio que socava las mitologías de la civilización, distingue
el carácter artístico del sabio: romper las tablas de los valores
para ofrecer, como condición de posibilidad, un territorio virgen
capaz de sustentar nuevos edificios, nuevas posibilidades de vida. Al
releer a los autores antiguos y a Diógenes Laercio -a quien
conocía bien-, Nietzsche se regocijaba ante el espíritu de los
griegos: "¡Qué bellos son! No veo entre ellos ninguna
figura crispada o devastada, ningún rostro de cura, ningún
anacoreta descarnado, ningún fanático ocupado en cubrir el presente
de bellos colores, ningún monedero falso teologizando, ningún
erudito exangüe y deprimido; tampoco veo entre ellos a quienes toman
tan seriamente la 'salvación del alma' y la pregunta '¿qué es la
felicidad?', que se olvidan del mundo y de su prójimo".
Inventar,
experimentar, destruir; el filósofo-artista también es capaz de
educar, de legislar. Diógenes soportó las amenazas del báculo de
Antístenes. Pero nada de eso le hizo efecto. Su voluntad de cinismo
era tal que, a pesar de todo, llegó a convertirse en el segundo
color de este espectro tornasolado que fue la escuela durante diez
siglos. Otros no tuvieron la determinación necesaria: un candidato a
la iniciación había pedido ser entronizado. Diógenes aceptó con
la condición de que el aspirante diera pruebas de la madurez
suficiente y la necesaria resolución. El gesto que probaría ambas
virtudes era sencillo: arrastrar por las calles de la ciudad, atado
en el extremo de un cordel, un queso o un pez llamado saperda, según
la versión que se prefiera. Como el joven, completamente
desconcertado, declinara la invitación, Diógenes llegó
flemáticamente a la conclusión de que un queso -o un pescado-
había quebrado la amistad entre ambos.
Diógenes
es, sin duda, legislador y educador, pero quien no esté destinado a
comprender la palabra del maestro permanecerá alejado de su mensaje.
El
cínico crea sus leyes como un insurrecto: las nimba de insolencia y
de impertinencia para enfriar los ardores menos templados o para dar
a entender que sus declaraciones son capaces de definir una
selección, al determinar la parte de incapaces contenida en la
multitud de oyentes o espectadores. La selección es una de las
aptitudes fetiche del sabio: designa y distingue, escoge y marca con
el signo electivo a aquel que, aristócrata en el sentido original y
más fuerte del término, sea capaz de recorrer la senda cínica.
Un
día, no se sabe bien por qué, Diógenes terminó siendo ofrecido en
venta junto con varios esclavos y aprovechó la ocasión para lanzar
imprecaciones a los clientes. A un eventual comprador que examinaba
la mercancía y le preguntaba a cada uno qué era lo que mejor sabía
hacer, Diógenes le respondió con altivez e indiferencia: "Mandar
a los hombres". Y, como para ayudar al mercader en su tarea,
agregaba: "Anuncia, pues: ¿alguien quiere procurarse un
amo?". El carácter arrogante del sabio de Sínope debe de
haber seducido a Xeníades -gloria a él-, quien adquirió la
filosofía hecha hombre por un puñado de monedas. Las primeras
palabras que dirigió Diógenes a su nuevo amo fueron un llamado de
atención: "Tendrás que obedecerme aunque yo sea tu esclavo,
porque aun siendo esclavos, un médico o un timonel deben hacerse
obedecer". Sabemos por Eubulo que el filósofo envejeció en
la casa de Xeníades, lo cual hace suponer que éste disponía de una
cantidad increíble de virtud y humorismo, lo que también lo
convierte en sabio. Si bien las tradiciones divergen, se sabe que
Diógenes habría sido enterrado junto a los hijos de su amo, a
quienes les había enseñado el arte de bastarse a sí mismos.
A
manera de imperativo capaz de definir al filósofo-artista, podría
decirse que es aquel que sabe que el hombre debe superarse para
permitir la realización de una subjetividad sin obstáculos:
"Conocer lo que es más elevado que el hombre, tal es el
atributo del hombre pleno".
Para
alcanzar esos fines sobrehumanos Diógenes concentró su sabiduría,
a fin de hacerla más operativa. Así pudo instilar en cada acto y en
cada gesto algo que descalificara las convenciones y el conformismo.
En el frontispicio de un hipotético templo cínico, probablemente
podría leerse: "Que no entre aquí nadie que no sea
subversivo". Razón suficiente para dejar a Platón con sus
geómetras. El filósofo-artista magnifica los medios de esta
subversión y así alcanza una dimensión estética, poética o
artística.
En
Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros, de Michel
Onfray.
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