¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 11 de octubre de 2016

Los juegos del filósofo-artista.

Tal como la definió Nietzsche, la figura del filósofo-artista encuentra varios ejemplos en el panteón cínico. A mitad de camino entre la tensión y la sensibilidad, entre el concepto y la intuición, este tipo particular de sabio se caracteriza por una aptitud singular para inventar nuevas posibilidades de vida que contrastan con las que ofrecen el hábito y la convención: un nuevo estilo de existencia, un nuevo tipo de expresión. Nietzsche hablaba del superhombre, Diógenes de "almas fuertes” y Antístenes de "seres excepcionales que son en sí mismos una ley viva".

El cínico se esfuerza por construir una manera diferente de ser en el mundo y subvierte la retórica clásica que invita a someter la singularidad a la ley y a los principios de lo universal. Con él, la antinomia entre el individuo y la sociedad se resuelve en beneficio del primero y, sistemáticamente, en detrimento de la instancia normativa social. Rebelde y solitario, el cínico hace una única contribución social: la pura soledad. 


Así como inventa, el filósofo-artista experimenta y descubre en el gesto de atreverse. La inspiración, que desempeña una parte eminente en la creación estética, es un componente primordial de la ética cínica. Fiel a algunas intuiciones arquetípicas que se estructuran en torno de un tema -lo que constituye un obstáculo para la libertad debe suprimirse, reducirse-, el cínico efectúa variaciones con una confianza absoluta en las virtudes de su improvisación. A diferencia de una ética preventiva que subordinaría la acción a una teoría pura y la haría proceder de ésta, la ética cínica confunde la voluntad y el instante, confiando plenamente en la inventiva y contando con el entusiasmo, término cuya etimología expresa la proximidad con el transporte divino.

Diógenes y sus compadres (o comadres: no olvidemos a Hiparquia) dan nueva dirección a sus creaciones, sin preocuparse por seguir un programa, lo que estorbaría la espontaneidad: la ética de los cínicos es poética, por cuanto expresa la carga creativa que la invade. La moral de Diógenes supone aliento e inspiración, juego y disponibilidad. A fin de indicar las líneas de fuerza de una ética, Nietzsche propuso un tamiz eficaz que se explica en pocas palabras: "Un sí, un no, una línea recta y un objetivo". Así resume la fórmula de su felicidad. A estas cuestiones seguramente los cínicos habrían respondido sin dificultad: el sí está destinado al reino de la singularidad y la unicidad, a su entusiasmo y a su grandeza rebelde, a su demonio. Sobre las tumbas que florecieron tras la muerte del sabio de Sínope, los escultores grababan aforismos contundentes en los que se concentraba toda la enseñanza del difunto. Uno de los cenotafios lucía, en la cima de una columna funeraria, un perro de mármol de Patmos: era el que edificaron los griegos cerca de la puerta que daba al istmo. Otro le permitía leer a quien pasara por allí: "Oh, Diógenes, en efecto sólo has enseñado a los mortales el arte de bastarse a sí mismos en la vida y el camino más fácil para lograrlo".
 
En vida, Diógenes respondía de buena gana a quienes le preguntaban cómo había alcanzado la sabiduría mediante su trato con Antístenes: "Él me mostró lo que me pertenecía y lo que no me pertenecía. La propiedad no es mía: los padres, los sirvientes, los amigos, la reputación, los lugares familiares, las relaciones humanas, todo eso me es ajeno". En cuanto a lo que sí le pertenecía, continuaba diciendo: "El uso de las representaciones. Antístenes me mostró que ese uso me pertenece de manera inviolable e irrestricta: nadie puede ponerme obstáculos ni obligarme a disponer de él de otro modo que no sea a mi antojo". Esto en cuanto al Sí.

El No de los cínicos remite a todas las mitologías favorecidas y alentadas por la civilización, a saber: todo lo que obstruye la expresión libre de la singularidad. Todas las instituciones están implicadas, como también las ideologías y los valores comúnmente admitidos, tanto en tiempo de los cínicos como en la actualidad. Si hiciera falta una formulación contemporánea del programa cínico, podría hallársela del lado de los libertarios que no reconocen ni dios ni amo. Para alcanzar el poder sobre sí, el dominio de sí mismo, Diógenes proponía una técnica sencilla que consistía en reprocharse con idéntica intensidad a uno mismo aquello que con tanto ardor les reprochamos a los demás.

Comenzar entonces por el perfeccionamiento de uno mismo, ocupándose con mayor pasión de las vigas que nos enceguecen que de las pajas en el ojo ajeno. La primera tarea es la purificación: deshacerse de los propios defectos. Esto en lo referente a la línea recta y el objetivo que se procura alcanzar. El programa de Nietzsche sólo necesita ser aplicado.

La aptitud para destruir es otro de los rasgos del filósofo-artista. El nihilismo cínico es indudable, pero es un nihilismo preparatorio de una nueva escala de valores. Al analizar la ironía, Jankélévitch escribía: "El cínico cree en la fecundidad de la catástrofe y asume valientemente su pecado para que éste se revele imposible, insociable, intolerable; hace estallar la injusticia en la esperanza de que termine por anularse gracias a la homeopatía de la sobrepuja y el escándalo". Artimaña de la razón, y por lo tanto voluntaria. La negatividad que desarrolla Diógenes es dialéctica: allí donde la destrucción, pura voluntad de muerte, sólo apunta a sí misma, lo que queda es el terror y el funcionamiento vacío de una maquinaria apocalíptica. Con el cinismo, en cambio, lo que es negado, lo es desde la perspectiva de un renacimiento de las virtudes.

Nietzsche insistía en la parte de fuego que necesita quien intenta superar una moral: Diógenes contra Platón, Nietzsche contra el cristianismo, Jesús entendido como un eco del platonismo dirigido a las masas. Y lo expresaba así: "Quienquiera que intente ser un creador en el dominio del bien y del mal debe ser primero un destructor y quebrantar los valores". Inventar y destruir son el reverso y el anverso de una misma moneda, acciones necesariamente vinculadas. Cada agudeza diogeniana, cada rasgo de espíritu, cada fuego de artificio que socava las mitologías de la civilización, distingue el carácter artístico del sabio: romper las tablas de los valores para ofrecer, como condición de posibilidad, un territorio virgen capaz de sustentar nuevos edificios, nuevas posibilidades de vida. Al releer a los autores antiguos y a Diógenes Laercio -a quien conocía bien-, Nietzsche se regocijaba ante el espíritu de los griegos: "¡Qué bellos son! No veo entre ellos ninguna figura crispada o devastada, ningún rostro de cura, ningún anacoreta descarnado, ningún fanático ocupado en cubrir el presente de bellos colores, ningún monedero falso teologizando, ningún erudito exangüe y deprimido; tampoco veo entre ellos a quienes toman tan seriamente la 'salvación del alma' y la pregunta '¿qué es la felicidad?', que se olvidan del mundo y de su prójimo".

Inventar, experimentar, destruir; el filósofo-artista también es capaz de educar, de legislar. Diógenes soportó las amenazas del báculo de Antístenes. Pero nada de eso le hizo efecto. Su voluntad de cinismo era tal que, a pesar de todo, llegó a convertirse en el segundo color de este espectro tornasolado que fue la escuela durante diez siglos. Otros no tuvieron la determinación necesaria: un candidato a la iniciación había pedido ser entronizado. Diógenes aceptó con la condición de que el aspirante diera pruebas de la madurez suficiente y la necesaria resolución. El gesto que probaría ambas virtudes era sencillo: arrastrar por las calles de la ciudad, atado en el extremo de un cordel, un queso o un pez llamado saperda, según la versión que se prefiera. Como el joven, completamente desconcertado, declinara la invitación, Diógenes llegó flemáticamente a la conclusión de que un queso -o un pescado- había quebrado la amistad entre ambos.
Diógenes es, sin duda, legislador y educador, pero quien no esté destinado a comprender la palabra del maestro permanecerá alejado de su mensaje.

El cínico crea sus leyes como un insurrecto: las nimba de insolencia y de impertinencia para enfriar los ardores menos templados o para dar a entender que sus declaraciones son capaces de definir una selección, al determinar la parte de incapaces contenida en la multitud de oyentes o espectadores. La selección es una de las aptitudes fetiche del sabio: designa y distingue, escoge y marca con el signo electivo a aquel que, aristócrata en el sentido original y más fuerte del término, sea capaz de recorrer la senda cínica.

Un día, no se sabe bien por qué, Diógenes terminó siendo ofrecido en venta junto con varios esclavos y aprovechó la ocasión para lanzar imprecaciones a los clientes. A un eventual comprador que examinaba la mercancía y le preguntaba a cada uno qué era lo que mejor sabía hacer, Diógenes le respondió con altivez e indiferencia: "Mandar a los hombres". Y, como para ayudar al mercader en su tarea, agregaba: "Anuncia, pues: ¿alguien quiere procurarse un amo?". El carácter arrogante del sabio de Sínope debe de haber seducido a Xeníades -gloria a él-, quien adquirió la filosofía hecha hombre por un puñado de monedas. Las primeras palabras que dirigió Diógenes a su nuevo amo fueron un llamado de atención: "Tendrás que obedecerme aunque yo sea tu esclavo, porque aun siendo esclavos, un médico o un timonel deben hacerse obedecer". Sabemos por Eubulo que el filósofo envejeció en la casa de Xeníades, lo cual hace suponer que éste disponía de una cantidad increíble de virtud y humorismo, lo que también lo convierte en sabio. Si bien las tradiciones divergen, se sabe que Diógenes habría sido enterrado junto a los hijos de su amo, a quienes les había enseñado el arte de bastarse a sí mismos. 


A manera de imperativo capaz de definir al filósofo-artista, podría decirse que es aquel que sabe que el hombre debe superarse para permitir la realización de una subjetividad sin obstáculos: "Conocer lo que es más elevado que el hombre, tal es el atributo del hombre pleno".

Para alcanzar esos fines sobrehumanos Diógenes concentró su sabiduría, a fin de hacerla más operativa. Así pudo instilar en cada acto y en cada gesto algo que descalificara las convenciones y el conformismo. En el frontispicio de un hipotético templo cínico, probablemente podría leerse: "Que no entre aquí nadie que no sea subversivo". Razón suficiente para dejar a Platón con sus geómetras. El filósofo-artista magnifica los medios de esta subversión y así alcanza una dimensión estética, poética o artística.

En Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros, de Michel Onfray.

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