¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 14 de octubre de 2016

Epicuro de Samos.

Acumulando las notas correspondientes a las cuestiones de etimología, descubrí con estupefacción una extraña noticia sobre el nombre mismo de Epicuro. Obviamente, nunca he encontrado esta información en ninguna de las numerosas obras consagradas al fundador del Jardín por los especialistas universitarios de la cuestión. Y sin embargo, hojeando el Littré para verificar que en él se desaprueba lo epicúreo tanto como en el Bescherelle, quedé pasmado con una entrada del patronímico del filósofo. Más allá de mi asombro por constatar que tras años de frecuentar mi diccionario predilecto aún no había notado que se podía encontrar un puñado ínfimo y arbitrario de nombres propios, aprendí que la etimología de Epicuro señala un parentesco con el socorro.


Una consulta en el Bailly nos permite confirmar que epikouros caracteriza al individuo que aporta el socorro. Siguen informaciones más amplias; el término sirve igualmente para definir a aquel que en la guerra atiende a las necesidades de alimentación, y también a la persona que sabe y puede preservar alguien de algo. Se mencionan igualmente las epikouria, tropas de socorro y refuerzo, luego los epikourios, que califican a los individuos aptos para aportar socorro y ayuda -en las tropas auxiliares, por ejemplo-.

En todos los casos, en tiempos de paz o en tiempos de guerra, en tiempos felices o en tiempos aciagos, el epicúreo encauza el consuelo, lleva consigo los medios de todos los sustentos, transmite las fuerzas necesarias para reconstituir las energías que están en peligro. ¿Se puede expresar mejor la tarea y el destino saludable del proyecto epicúreo?

De ahí mi certeza, una vez cerrado el diccionario, de la necesidad de buscar más lejos, de cavar más profundo a fin de proponer una lectura subjetiva del epicureismo antiguo: en el cruce del materialismo de los orígenes y del hedonismo cirenaico, a medio camino de la violenta desmitificación cínica y del proyecto estético elegiaco de vida filosófica, el pensamiento intempestivo e inactual de Epicuro nos autoriza a reflexionar sobre las posibilidades de un libertinaje contemporáneo que permita un arte de vivir y de amar sin sacrificar la autonomía ni la independencia. En las antípodas de una filosofía del deseo, los materialistas hedonistas formulan una filosofía del placer, al mismo tiempo que una erótica alternativa a las incitaciones nocturnas del judeocristianismo.

Finalmente, la invitación epicúrea se redobla por una feliz llamada a resguardar nuestra vida, a no exponerla a la vista de los contemporáneos siempre dispuestos a criticar, juzgar, culpar y condenar en virtud de la moralina que les obstruye y amenaza siempre desbordarles. La vida filosófica se vive entre dos individuos, se conduce al abrigo de las miradas indiscretas, en el silencio de las promesas que cada cual puede y debe hacerse. Lejos de lo que constituye las pasiones fútiles de la mayoría -la búsqueda desenfrenada de honores, dinero, poder, posesión y riquezas-, la terapia materialista propone una ascesis, un auténtico despojamiento de los pesares inútiles y vanos en provecho de la única riqueza que hay: la libertad. Con el cuerpo del otro, y a pesar de las tensiones patéticas, el epicureismo hedonista autoriza la celebración de las soberanías realizadas o recobradas.

En Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.


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