A
través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de
nosotros, el objeto que nos seduce con la ilusión del poder que
tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad,
culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las
tretas de la sinrazón, de esa voluntad de ilusión, cuya voluntad de
verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar.
En
el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo
sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su
existencia. Pero es posible que esto sea una treta del propio mundo.
Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que pretendían
representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios
en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia.
Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había desaparecido. No
había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el
problema. Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con
el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos
resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes
en las que no hay nada que ver.
Pero
¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para
desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas? Así
se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más
elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y
enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy
otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están
condenados al mismo destino. Como ya nada quiere ser exactamente
contemplado, sino sólo visualmente absorbido y circular sin dejar
huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del
intercambio imposible, es difícil hoy en día recobrar las
apariencias. De suerte que el discurso que lo explicara sería un
discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo
en el que no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de
un objeto que no lo es. La equivalencia armoniosa de la nada por la
nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo es nos obsesiona
sin parar con su presencia vacía e inmaterial.
Todo
el problema consiste, en las fronteras de la nada, en materializar
esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la filigrana del
vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con
las reglas misteriosas de la indiferencia. La identificación del
mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en
cualquier otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual
que en las «Bellas Durmientes», donde los ancianos pasan la noche
al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero sin tocarlas, y se
eclipsan
antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto
que no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico.
Pero lo más enigmático es que nada permite saber si ellas duermen
realmente o si disfrutan maliciosamente, desde el fondo de su sueño,
de su seducción y de su propio deseo en suspenso.
No
ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de
espiritualidad irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en
efecto, a no ser capaz
de vivir.
La inteligencia no es otra cosa que el presentimiento de la ilusión
universal hasta en la pasión amorosa, sin que ésta, sin embargo, se
vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte que la
pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la
felicidad: la pasión de la ilusión.
La
identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar
nuestro rostro, ya que su simetría se ve alterada por el espejo.
Verla tal cual es sería una locura, ya que no tendríamos secreto
para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por
transparencia. ¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma
tal que su rostro se le hace invisible y se convierte definitivamente
en no identificable, no sólo en el secreto de su rostro, sino en el
de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier
objeto, que sólo nos llega definitivamente alterado, incluso en la
pantalla de la ciencia, incluso en el espejo de la información,
incluso en la pantalla de nuestro cerebro.
Así
pues, todas las cosas se ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa
que la ilusión de sí mismas. Y está bien que sea así. Menos mal
que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya.
Menos mal que nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las
estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de la luz fuera
infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la
bóveda del cielo sería de una incandescencia insoportable. Menos
mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos veríamos
sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos,
y el presente sería de una incandescencia insoportable. Menos mal
que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la forma de una
ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos
mal que nada es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo.
Menos mal que nada está presente ni es idéntico a sí mismo. Menos
mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es
perfecto.
En
El crimen
perfecto,
de Jean Baudrillard.
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