¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 17 de octubre de 2016

La ilusión. Baudrillard.

A través de la técnica, tal vez sea el mundo el que se ríe de nosotros, el objeto que nos seduce con la ilusión del poder que tenemos sobre él. Hipótesis vertiginosa: la racionalidad, culminante en la virtualidad técnica, sería la última de las tretas de la sinrazón, de esa voluntad de ilusión, cuya voluntad de verdad sólo es, según Nietzsche, un rodeo y un avatar.


En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una treta del propio mundo. Los iconólatras de Bizancio eran personas sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había desaparecido. No había muerto, había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema. Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes en las que no hay nada que ver.

Pero ¿no es la estrategia del propio Dios aprovechar las imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas? Así se ha realizado la profecía: vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino. Como ya nada quiere ser exactamente contemplado, sino sólo visualmente absorbido y circular sin dejar huellas, dibujando en cierto modo la forma estética simplificada del intercambio imposible, es difícil hoy en día recobrar las apariencias. De suerte que el discurso que lo explicara sería un discurso en el que no hay nada que decir, el equivalente de un mundo en el que no hay nada que ver. El equivalente de un objeto puro, de un objeto que no lo es. La equivalencia armoniosa de la nada por la nada, del Mal por el Mal. Pero el objeto que no lo es nos obsesiona sin parar con su presencia vacía e inmaterial. 


Todo el problema consiste, en las fronteras de la nada, en materializar esta nada, en las fronteras del vacío, en trazar la filigrana del vacío, en las fronteras de la indiferencia, en jugar de acuerdo con las reglas misteriosas de la indiferencia. La identificación del mundo es inútil. Hay que captar las cosas en su sueño, o en cualquier otra coyuntura en la que se ausenten de sí mismas. Igual que en las «Bellas Durmientes», donde los ancianos pasan la noche al lado de esas mujeres, locos de deseo, pero sin tocarlas, y se eclipsan antes de su despertar. También ellos se tienden al lado de un objeto que no lo es, y cuya indiferencia total estimula el sentido erótico. Pero lo más enigmático es que nada permite saber si ellas duermen realmente o si disfrutan maliciosamente, desde el fondo de su sueño, de su seducción y de su propio deseo en suspenso.

No ser sensible a este grado de irrealidad y de juego, de malicia y de espiritualidad irónica del lenguaje y del mundo, equivale, en efecto, a no ser capaz de vivir. La inteligencia no es otra cosa que el presentimiento de la ilusión universal hasta en la pasión amorosa, sin que ésta, sin embargo, se vea alterada en su movimiento natural. Existe algo más fuerte que la pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de la ilusión.

La identificación del mundo es inútil. Ni siquiera podemos identificar nuestro rostro, ya que su simetría se ve alterada por el espejo. Verla tal cual es sería una locura, ya que no tendríamos secreto para nosotros mismos, y nos veríamos, por tanto, aniquilados por transparencia. ¿Acaso el hombre no ha evolucionado hacia una forma tal que su rostro se le hace invisible y se convierte definitivamente en no identificable, no sólo en el secreto de su rostro, sino en el de cualquiera de sus deseos? Pues ocurre lo mismo con cualquier objeto, que sólo nos llega definitivamente alterado, incluso en la pantalla de la ciencia, incluso en el espejo de la información, incluso en la pantalla de nuestro cerebro. 

Así pues, todas las cosas se ofrecen sin la esperanza de ser otra cosa que la ilusión de sí mismas. Y está bien que sea así. Menos mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal que nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de la luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la bóveda del cielo sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos veríamos sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el presente sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la forma de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos mal que nada es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente ni es idéntico a sí mismo. Menos mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.

En El crimen perfecto, de Jean Baudrillard.


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