«Desde
aquí se perfila fácilmente el sentido de la desvergüenza. Desde
que la filosofía ya sólo es capaz de vivir hipócritamente lo que
dice, le toca a la desvergüenza por contrapeso decir lo que se vive.
En una cultura en la que el endurecimiento hace de la mentira una
forma de vida, el proceso de la verdad depende de si se encuentran
gentes que sean bastante agresivas y frescas («desvergonzadas»)
para decir la verdad. Los poderosos abandonan su propia conciencia
ante los locos, los payasos, los cínicos; por eso deja la anécdota
decir a Alejandro Magno que querría ser Diógenes si no fuera
Alejandro. Si no fuera el loco de su propia ambición, tendría que
hacer de loco para decir a la gente la verdad sobre sí mismo. (Y
cuando los poderosos comienzan por su lado a pensar cínicamente
—cuando saben la verdad sobre sí mismos y, sin embargo, «siguen
adelante»— entonces realizan al completo la moderna definición
del cinismo.)»
P.
Sloterdijk, I, 206.
«Hay
en el burgués un lobo encerrado, que simpatiza con el filósofo
perruno. Pero éste ve en el simpatizante en primera línea al
burgués y le muerde siempre. Teoría y práctica están entretejidas
inextricablemente en su filosofía, y no da nada por una aprobación
sólo teorética.»
P.
Sloterdijk, I, 297.
Para
los griegos fue, desde antiguo, el perro el animal impúdico por
excelencia, y el calificativo de «perro» evocaba ante todo ese
franco impudor del animal. Era un insulto apropiado motejar de
«perro» a quienes, por afán de provecho o en un arrebato pasional,
conculcaban las normas del mutuo respeto, el decoro y la decencia. Al
«perro» le caracterizaba la falta de aidós,
que
es «respeto» y «vergüenza». Simboliza la anaídeia
bestial,
franca y fresca. Cuando en el canto I de la Ilíada
Aquiles
se enfurece contra Agamenón, que le ha arrebatado su cautiva con
despótica desfachatez, le llama «revestido de desvergüenza»,
«cara de perro», y «tú que tienes mirada de perro» ( I 149, 159,
225). Agamenón, que sin el menor reparo ofende a sus aliados, merece
el epíteto de «gran desvergonzado», un grave baldón para un jefe
de las tropas y señor de pueblos. (...)
Entre los insultos que los dioses homéricos se aplican, sólo
encuentro uno más fuerte: el de kynámuia,
«mosca
de perro», que Ares y Hera (II.
XXI
394, 421) le enjaretan a Atenea. A la impudicia del perro la mosca
añade otros rasgos: es tozuda, repugnante y molesta. El actuar sin
vergüenza a la manera bestial, pero sin la inocencia animal,
justifica la equiparación con el perro, un grave insulto para dioses
y hombres ya en los poemas de Homero.
La
importancia de lo que los griegos llamaban aidós
(vergüenza,
respeto, sentido moral) para la convivencia cívica está bien
subrayada en el mito de Prometeo y los humanos, tal como lo refiere
el sofista Protágoras en el diálogo platónico de su nombre. Al
final del relato mítico, cuenta que Zeus, apiadado de los hombres (a
los que Prometeo ya había obsequiado el fuego, base del progreso
técnico, pero aún carentes de capacidad política), envió al dios
Hermes para que les repartiera a todos, los fundamentos básicos de
la moralidad: aidós
(pudor,
respeto, sentido moral) y dike
(sentido
de la justicia). Y Zeus le encargó muy claramente que a todos los
humanos les dotara de tales sentimientos. «A todos, dijo Zeus, y que
todos participen. Pues no existirían las ciudades si tan sólo unos
pocos de ellos lo tuvieran, como sucede con los saberes técnicos. Es
más, dales de mi parte una ley: que a quien no sea capaz de
participar de la moralidad y de la justicia lo eliminen como a una
enfermedad de la ciudad» (Platón, Protágoras
322
d).
La
convivencia cívica encuentra, pues, según ese mito —que es una
ilustrada alegoría—, sus apoyos básicos en la participación
universal en el pudor y la justicia. (En el relato mítico se dice
díke,
pero
el término más exacto es el de dikaiosyne,
es
decir, no la justicia como norma, sino el sentido de lo justo, como
algo previo a su realización en normas legales.) Si los humanos
carecieran de aidós
y dikaiosyne la
vida en sociedad sería demasiado salvaje y bestial, aborrascada por
el egoísmo y la violencia. Si alguno no participara de esos
sentimientos que definen al ser humano destinado a la convivencia, el
consejo de Zeus, según Protágoras, es rotundo: que lo condenen a
muerte. Al margen de esos sentimientos no hay vida civilizada.
Mucho
antes, ya Hesíodo había subrayado que la justicia era lo que
definía el ámbito de lo humano, en contraposición al mundo de los
animales, que sólo conocen la ley de la fuerza y se devoran unos a
otros. En el mundo de las bestias, señalaba, no hay otra díke.
El
halcón de la fábula devora al ruiseñor sin reparo ninguno (Trab.
203
y ss.). Al final del mito de las edades el mismo poeta, pesimista,
profetizaba que tanto Aidós como Némesis abandonarían el mundo
(id. 190 y ss.).
La
sociabilidad humana descansa sobre esos dos pilares; sobre ellos
levanta la sociedad sus convenciones legales. Las leyes que encauzan
los hábitos y regulan las pautas del comportamiento en un ámbito
cívico son convenciones concretas y definidas históricamente, pero
se sustentan en un reconocimiento universal de lo decente y lo justo,
que caracteriza al hombre en tanto que humano. Eso es lo que
Protágoras, en el diálogo de Platón, quiere decir. La educación
se basa también en esos dos grandes sentimientos: el de la decencia
y el de la justicia. Algo que los animales, los brutos, ignoran.
Y,
dentro de los animales, parece que unos lo ignoran más que otros. En
un extremo del dominio bestial están animales tan prudentes y
civilizados como las hormigas y las abejas —no olvidemos que el
atento Aristóteles también calificó a la abeja, como al hombre, de
zóon
politikón, «animal
cívico». Disciplinadas, organizadas en comunidad, ejemplarmente
laboriosas, las abejas son para algunos pensadores griegos un
paradigma de civilidad. En el otro extremo, sin embargo, está el
perro, pese a que no es una fiera salvaje, sino un compañero fiel
del hombre, doméstico y domesticado. Pero el perro es muy poco
gregario, es insolidario con los suyos, y está dispuesto a
traicionar a la especie canina y pasarse del lado de los humanos, si
con ello obtiene ganancias; es agresivo y fiero, o fiel y cariñoso,
según sus relaciones individuales. Vive junto a los hombres, pero
mantiene sus hábitos naturales con total impudor. Es natural como
son los animales, aunque convive en un espacio humanizado. Participa
de la civilización, pero desde el margen de su propia condición de
bruto. Uno diría que comparte con el esclavo —según la versión
aristotélica— la capacidad de captar algo de la razón, del lógos,
en
el sentido de que sabe obedecer las órdenes de su amo, pero no mucho
más. Es sufrido, paciente, fiero con los extraños, y se acostumbra
a vivir junto a los humanos, aceptando lo que le echen para comer. Es
familiar y hasta urbano, pero no se oculta para hacer sus necesidades
ni para sus tratos sexuales, roba las carnes de los altares y se mea
en las estatuas de los dioses, sin miramientos. No pretende honores
ni tiene ambiciones. Sencilla vida es la vida de perro.
Quienes
comenzaron a apodar a Diógenes de Sinope «el Perro» tenían muy
probablemente intención de insultarle con un epíteto
tradicionalmente despectivo. Pero el paradójico Diógenes halló muy
ajustado el calificativo y se enorgulleció de él. Había hecho de
la desvergüenza uno de sus distintivos y el emblema del perro le
debió de parecer pintiparado para expresión de su conducta.
Predicaba,
más con gestos y una actitud constante que con discursos y arengas,
el rechazo de las normas convencionales de civilidad. Postulaba un
retorno a lo natural y espontáneo, desligándose de las obligaciones
cívicas. Exiliado en Atenas y en Corinto, asistía como espectador
irónico al tráfago de las calles sin gozar de derechos de
ciudadanía. No practicaba ningún oficio, ni se preocupaba de honras
y derechos, no tenía familia y no votaba ni contribuía al quehacer
comunitario. Deambulaba por la ciudad como un espectador irónico y
sin compromisos, sonriente y mordaz. Mendigaba para sustentarse,
aunque se contentaba con poco. Su cobijo más famoso fue una gran
tinaja de barro («el tonel de Diógenes»), su ajuar un burdo manto
y un bastón de peregrino. Diógenes llevaba una ociosa vida de perro
en medio de la ciudad atribulada y bulliciosa.
Ya
los sofistas habían señalado la oposición entre las leyes de la
naturaleza y las de la convención: la physis
frente
al nomos.
Diógenes
lleva al paroxismo la contraposición y elige libremente atender sólo
a lo natural. En su vuelta a la naturaleza, encuentra en los animales
sus modelos dé conducta. Se complace observando el ir y venir de un
ratón que recoge sus alimentos alegremente, y halla en el perro un
buen ejemplo para un vivir despreocupado y sincero.
Diógenes
se ha desprendido de las preocupaciones cotidianas que hacen a los
hombres distintos a los animales, y con ello se ufana de conseguir la
independencia y la libertad. Bajo la enseña del impúdico perro se
yergue escandalizando a sus convecinos como un paradigma del
auténtico hombre «natural». Busca, con su farol, un hombre de
verdad; él se contenta con ser un hombre perruno, es decir, un
kynikós.
Sus
secuaces aceptan el calificativo con orgullo: los cínicos procurarán
imitar la anaídeia,
la
«desfachatez», y la adiaphoría,
la
«indiferencia», de Diógenes.
Está
claro, sin embargo, que la actitud impúdica del cínico dista mucho
de ser algo espontáneo y natural. Se trata, más bien, de una
postura bien ensayada y asumida frente a los demás, una actitud no
sólo agresiva, sino también defensiva, que no es tanto el final
como el comienzo de una toma de posición crítica frente a la
sociedad y sus objetivos. Esa anaídeia,
que
es «frescura, desfachatez y desvergüenza», se escuda en su
indecencia y embrutecimiento para atacar los falsos ídolos y
propugnar un desenmascaramiento ideológico. Es, ante todo, una carta
de presentación para el desafío, con la provocación y el escándalo
que invitan al reto. Cuando el cínico se niega a rendir homenaje a
«lo respetable», lo que pretende es denunciar la inautenticidad de
esa respetabilidad y sus supuestos, que los demás aceptan por
costumbre y comodidad más que por razonamiento. Con sus gestos
soeces y subversivos está contestando los valores admitidos en el
intercambio social. Porque el cínico busca una revalorización de
los hábitos, él quiere «reacuñar la moneda», como lo proclamaba
Diógenes. Contra las vanas máscaras, las insignias y los
prejuicios, el cínico se monta una moral mínima, desembarazada de
lastre, en una ascética que conduce a la libertad y a la «virtud»,
a contrapelo de las pautas tradicionales.
La
aparición del cinismo es un síntoma histórico. La silueta del
cínico, con su tosco manto y su morral, se inscribe en un preciso
contexto helenístico. En una época de crisis ideológica y moral se
destaca el desvergonzado y mordaz Diógenes paseando por el agora con
su farol en pleno día en busca de un hombre. Ya va promediado el
siglo IV a. C, mientras Alejandro ha sometido un vasto imperio,
cuando en la Atenas vocinglera y desilusionada se extiende la fama de
ese Perro cuya independencia rivaliza con la de los dioses. Como en
otros momentos, la aparición de estos tipos y sus prédicas es un
síntoma manifiesto del malestar en la civilización y el rechazo de
una cultura que denuncian como represora y retórica. Se parecen a
los «hippies» y «beatniks» de tiempos cercanos, más que a los
viejos «clochards».
El
cínico denuncia, no con hermosos discursos, sino con zafios y
agresivos ademanes, el pacto cívico con una comunidad que le parece
inauténtica y perturbada, y prefiere renunciar al progreso y
vagabundear por un sendero individual, a costa de un esfuerzo
personal, con tal de escapar a la alienación. Prefiere tomar como
modelo a los animales sencillos que andar embrutecido en el rebaño
doméstico, adormilado por las rutinas y convenciones de la gran
ciudad. Así se empeña en un arduo ascetismo hacia la libertad.
Reivindica
el valor del esfuerzo —que en griego se dice pónos.
No
el del trabajo, por lo que éste tiene de integración y
alienamiento; sino el ejercicio de la sobriedad y el endurecimiento
de la sensibilidad frente a las tentaciones del confort y el lujo,
que no rechaza por pecaminosos, sino por costosos; ya que suelen
comprarse a costa de sumisión. Actúa con una audacia personal que a
los demás les parece desvarío y locura. Platón define a Diógenes
como un «Sócrates enloquecido». El cínico Mónimo obtiene su
libertad haciéndose pasar por loco, arrojando al aire las monedas de
plata de la banca donde trabajaba, un gesto surrealista, alegre,
memorable. Crates renuncia a sus riquezas para irse de vagabundo
filosófico. La indiferencia frente a lo que otros consideran los
mayores bienes, como el honor y el dinero, margina al cínico, como a
un animal feliz, de las feroces competiciones por esos bienes.
No
es natural que el hombre quiera ser feliz como un perro. Tras esa
proclama se alberga un programa ético claro y revolucionario. Como
se dirige sólo al individuo consciente y no a la masa, no es un
motivo grave de preocupación para los políticos. La revolución
moral y la subversión valorativa que propone el cínico es sólo
para unos cuantos, algunos happy
few, marginales
y audaces, pues los más son incapaces de la filosofía e inaptos
para la vida cínica, que es alegre pero dura. Hay algo de deportista
espiritual en el cínico; y su relación con la cultura mantiene
cierta ambigüedad, como comentaremos luego. No busca, al modo
rousseauniano, sólo la inocencia feliz del buen salvaje; es crítico,
austero y anárquico.
Como
fenómeno histórico el cinismo griego está determinado por la
crisis definitiva de la polis
como
comunidad libre y autárquica. La destrucción de la polis como marco
comunitario independiente y autónomo significó una enorme conmoción
espiritual. Después de Filipo y de Alejandro Magno, el poder en las
ciudades helénicas quedaba al arbitrio del caudillo militar que, con
sus ejércitos mercenarios y la ayuda de la caprichosa Fortuna,
lograra el dominio real. ¿Cómo seguir creyendo en los venerables
lemas de la ideología democrática? ¿Cómo aún seguir confiando en
la custodia de los antiguos dioses? ¿Cómo confiar en las
instituciones mancilladas y pervertidas de una ciudad sumisa a los
tiranos y asediada una y otra vez? La libertad y la autarquía
perdidas por la comunidad sólo podían recuperarse, en el mejor de
los casos, para el individuo, si encontraba un recurso inteligente
para escapar a tanta opresión y falsía. No cabía una salvación
política, tan sólo un salvavidas personal para el naufragio; para
escapar del azar y la violencia, y reírse de la Tyche.
Cuando
la libertad de palabra en la ciudad se vio prohibida por la sumisión
al monarca de turno, el cínico reivindicó, a título personal, la
franqueza más absoluta, la parresía;
cuando
se prohibió que las comedias se burlaran de individuos por su
nombre, la sátira de los cínicos agudizó sus ataques contra todos;
cuando en la corte se impuso el gesto de la humillación total ante
el soberano, la prosktnesis,
se
recordó el ademán displicente con que Diógenes había mandado a
paseo al gran conquistador a su paso por Corinto; en un mundo
sometido al terror, la humillación y el desatino, sólo el sabio que
de casi nada necesitaba pudo proclamarse libre y feliz.
Como
indicaba E. Schwartz, «el ideal de una existencia sin necesidades,
que en tiempos de Diógenes pudo parecer una originalidad, adquirió
una terrible eficiencia cuando las guerras de los Diádocos, con sus
catástrofes destructoras, cayeron sobre las ciudades helénicas, y
nadie estuvo ya seguro de que una buena mañana no se encontraría en
el caso de tener que acogerse a una vida de perro, de la que antes se
había mofado. La doctrina de la indestructible libertad del
individuo, que una generación antes era todavía una paradoja,
convirtióse ahora en un consuelo, que para muchos helenos no era ya
paradójico ni trivial».
La
desconfianza en la sociedad y en los beneficios del progreso cultural
se compensa con un cierto optimismo respecto de la naturaleza del
individuo para alcanzar, mediante su esfuerzo sagaz, la verdadera
excelencia y, con ella, la felicidad. «La vía de la verdadera
excelencia, de la independencia respecto del mundo entero, excelencia
e independencia que puede conseguir todo aquel que se lo propone,
consiste en no dejarse dominar por nada, por ningún contratiempo, ni
por el hambre, la sed y el frío, ni por el dolor físico, la
pobreza, la humillación o el destierro, sino ver en todo ello una
mera ocasión de probar la propia fuerza moral y de voluntad, ocasión
de endurecimiento (kartería),
de
"ascesis" en sentido corporal y anímico.
La
libertad de voluntad y acción está dada a todo el mundo. Ese es el
abrupto sendero por el que se yerguen las grandes personalidades
históricas, como Ciro el Viejo, que Antístenes había propuesto
como modelo en su escrito. Esta confianza en la voluntad humana tiene
como presupuesto una concepción optimista del ser del hombre desde
el punto de vista moral. Y cuando Antístenes declara que la ciencia
más importante es la de "desaprender el mal", parece
indicar que el individuo es bueno por naturaleza y asimila el mal por
influencia de la cultura; lo único que tiene que hacer, por
consiguiente, es volver a su vida natural.» Estas líneas de W.
Nestle parecen destacar lo esencial de esa actitud: desconfianza en
la cultura y confianza en la naturaleza humana, afín a la naturaleza
animal. Al margen de la historia y la civilización el animal goza de
una dicha natural. También el hombre puede intentar esa vuelta a lo
natural, ejercitándose en vivir según la naturaleza, que en él no
es instinto, sino razón. Para ello necesita unas pautas morales;
bien sencillas son las que propuso Diógenes, apodado el Perro, un
«sabio» escandaloso y procaz.
El
gran beneficio que Diógenes confiesa haber sacado de la filosofía
es «el estar preparado contra cualquier embate del azar», según
recoge D. Laercio en VI 63. Esa decisión y valentía para combatir
contra la Tyche
es
una de las bazas del cinismo (cf. sobre este tema, los fragmentos
recogidos en Giannantoni, o. c, III 471). La lucha contra las
inclemencias de la voluble Fortuna, que en la época helenística fue
temida como una poderosa y arbitraria divinidad —que remplazaba en
el espacio vacante por su deserción a los antiguos dioses de la
polis—,
ocupa también un lugar importante en las doctrinas de los epicúreos
y los estoicos. El miedo o los recelos ante el curso azaroso de la
existencia es la mayor amenaza contra la autosuficiencia del sabio.
La apátheia
o
la ataraxia,
impasibilidad
o imperturbabilidad del ánimo frente a los vaivenes del azar, son
escudos para ese combate. También lo es la indiferencia hacia la
mayoría de los supuestos beneficios de la civilización, que pueden
desaparecer en cualquier turbulencia.
De
modo que, al reducir las necesidades materiales a un mínimo, al
renunciar a los refinamientos para buscar sólo lo natural, lo
rudimentario, lo animal, el cínico deja muy breve asidero a la
Tyche,
incapacitada
para regatearle ese mínimo sustrato de su dicha. El primitivismo del
cínico, un precursor de Rousseau en algunos aspectos, es un
despojamiento voluntario de lo accesorio con vistas a asegurarse la
independencia y total libertad. (Cf. A. D. Lovejoy, Primitivism
and related Ideas in Antiquity, Nueva
York, 1965, especialmente los caps. III: «naturaleza cómo norma»,
y IV: «primitivismo cínico».) Pero también tiene sus riesgos el
extremar esa postura. Entre las anécdotas acerca de la muerte de
Diógenes, una dice que murió por las mordeduras de los perros, y
otra, más interesante,- que fue al no poder digerir los trozos del
pulpo que había comido crudo. Rechazar lo cocido —uno de los
beneficios del fuego civilizador de Prometeo— es un signo de
renuncia a lo civilizado; pero la carne cruda, que un perro digiere
bien, puede resultar mortífera para un hombre viejo, como el
empecinado Diógenes.
En
La
secta del perro. Diógenes Laercio. Vida de los filósofos cínicos,
de Carlos García Gual.
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