¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 12 de octubre de 2016

La secta del perro. El emblema de la desvergüenza.

«Desde aquí se perfila fácilmente el sentido de la desvergüenza. Desde que la filosofía ya sólo es capaz de vivir hipócritamente lo que dice, le toca a la desvergüenza por contrapeso decir lo que se vive. En una cultura en la que el endurecimiento hace de la mentira una forma de vida, el proceso de la verdad depende de si se encuentran gentes que sean bastante agresivas y frescas («desvergonzadas») para decir la verdad. Los poderosos abandonan su propia conciencia ante los locos, los payasos, los cínicos; por eso deja la anécdota decir a Alejandro Magno que querría ser Diógenes si no fuera Alejandro. Si no fuera el loco de su propia ambición, tendría que hacer de loco para decir a la gente la verdad sobre sí mismo. (Y cuando los poderosos comienzan por su lado a pensar cínicamente —cuando saben la verdad sobre sí mismos y, sin embargo, «siguen adelante»— entonces realizan al completo la moderna definición del cinismo.)»
P. Sloterdijk, I, 206.

«Hay en el burgués un lobo encerrado, que simpatiza con el filósofo perruno. Pero éste ve en el simpatizante en primera línea al burgués y le muerde siempre. Teoría y práctica están entretejidas inextricablemente en su filosofía, y no da nada por una aprobación sólo teorética.»

P. Sloterdijk, I, 297.

Para los griegos fue, desde antiguo, el perro el animal impúdico por excelencia, y el calificativo de «perro» evocaba ante todo ese franco impudor del animal. Era un insulto apropiado motejar de «perro» a quienes, por afán de provecho o en un arrebato pasional, conculcaban las normas del mutuo respeto, el decoro y la decencia. Al «perro» le caracterizaba la falta de aidós, que es «respeto» y «vergüenza». Simboliza la anaídeia bestial, franca y fresca. Cuando en el canto I de la Ilíada Aquiles se enfurece contra Agamenón, que le ha arrebatado su cautiva con despótica desfachatez, le llama «revestido de desvergüenza», «cara de perro», y «tú que tienes mirada de perro» ( I 149, 159, 225). Agamenón, que sin el menor reparo ofende a sus aliados, merece el epíteto de «gran desvergonzado», un grave baldón para un jefe de las tropas y señor de pueblos. (...) Entre los insultos que los dioses homéricos se aplican, sólo encuentro uno más fuerte: el de kynámuia, «mosca de perro», que Ares y Hera (II. XXI 394, 421) le enjaretan a Atenea. A la impudicia del perro la mosca añade otros rasgos: es tozuda, repugnante y molesta. El actuar sin vergüenza a la manera bestial, pero sin la inocencia animal, justifica la equiparación con el perro, un grave insulto para dioses y hombres ya en los poemas de Homero.

La importancia de lo que los griegos llamaban aidós (vergüenza, respeto, sentido moral) para la convivencia cívica está bien subrayada en el mito de Prometeo y los humanos, tal como lo refiere el sofista Protágoras en el diálogo platónico de su nombre. Al final del relato mítico, cuenta que Zeus, apiadado de los hombres (a los que Prometeo ya había obsequiado el fuego, base del progreso técnico, pero aún carentes de capacidad política), envió al dios Hermes para que les repartiera a todos, los fundamentos básicos de la moralidad: aidós (pudor, respeto, sentido moral) y dike (sentido de la justicia). Y Zeus le encargó muy claramente que a todos los humanos les dotara de tales sentimientos. «A todos, dijo Zeus, y que todos participen. Pues no existirían las ciudades si tan sólo unos pocos de ellos lo tuvieran, como sucede con los saberes técnicos. Es más, dales de mi parte una ley: que a quien no sea capaz de participar de la moralidad y de la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad» (Platón, Protágoras 322 d).

La convivencia cívica encuentra, pues, según ese mito —que es una ilustrada alegoría—, sus apoyos básicos en la participación universal en el pudor y la justicia. (En el relato mítico se dice díke, pero el término más exacto es el de dikaiosyne, es decir, no la justicia como norma, sino el sentido de lo justo, como algo previo a su realización en normas legales.) Si los humanos carecieran de aidós y dikaiosyne la vida en sociedad sería demasiado salvaje y bestial, aborrascada por el egoísmo y la violencia. Si alguno no participara de esos sentimientos que definen al ser humano destinado a la convivencia, el consejo de Zeus, según Protágoras, es rotundo: que lo condenen a muerte. Al margen de esos sentimientos no hay vida civilizada.

Mucho antes, ya Hesíodo había subrayado que la justicia era lo que definía el ámbito de lo humano, en contraposición al mundo de los animales, que sólo conocen la ley de la fuerza y se devoran unos a otros. En el mundo de las bestias, señalaba, no hay otra díke. El halcón de la fábula devora al ruiseñor sin reparo ninguno (Trab. 203 y ss.). Al final del mito de las edades el mismo poeta, pesimista, profetizaba que tanto Aidós como Némesis abandonarían el mundo (id. 190 y ss.).


La sociabilidad humana descansa sobre esos dos pilares; sobre ellos levanta la sociedad sus convenciones legales. Las leyes que encauzan los hábitos y regulan las pautas del comportamiento en un ámbito cívico son convenciones concretas y definidas históricamente, pero se sustentan en un reconocimiento universal de lo decente y lo justo, que caracteriza al hombre en tanto que humano. Eso es lo que Protágoras, en el diálogo de Platón, quiere decir. La educación se basa también en esos dos grandes sentimientos: el de la decencia y el de la justicia. Algo que los animales, los brutos, ignoran.

Y, dentro de los animales, parece que unos lo ignoran más que otros. En un extremo del dominio bestial están animales tan prudentes y civilizados como las hormigas y las abejas —no olvidemos que el atento Aristóteles también calificó a la abeja, como al hombre, de zóon politikón, «animal cívico». Disciplinadas, organizadas en comunidad, ejemplarmente laboriosas, las abejas son para algunos pensadores griegos un paradigma de civilidad. En el otro extremo, sin embargo, está el perro, pese a que no es una fiera salvaje, sino un compañero fiel del hombre, doméstico y domesticado. Pero el perro es muy poco gregario, es insolidario con los suyos, y está dispuesto a traicionar a la especie canina y pasarse del lado de los humanos, si con ello obtiene ganancias; es agresivo y fiero, o fiel y cariñoso, según sus relaciones individuales. Vive junto a los hombres, pero mantiene sus hábitos naturales con total impudor. Es natural como son los animales, aunque convive en un espacio humanizado. Participa de la civilización, pero desde el margen de su propia condición de bruto. Uno diría que comparte con el esclavo —según la versión aristotélica— la capacidad de captar algo de la razón, del lógos, en el sentido de que sabe obedecer las órdenes de su amo, pero no mucho más. Es sufrido, paciente, fiero con los extraños, y se acostumbra a vivir junto a los humanos, aceptando lo que le echen para comer. Es familiar y hasta urbano, pero no se oculta para hacer sus necesidades ni para sus tratos sexuales, roba las carnes de los altares y se mea en las estatuas de los dioses, sin miramientos. No pretende honores ni tiene ambiciones. Sencilla vida es la vida de perro.

Quienes comenzaron a apodar a Diógenes de Sinope «el Perro» tenían muy probablemente intención de insultarle con un epíteto tradicionalmente despectivo. Pero el paradójico Diógenes halló muy ajustado el calificativo y se enorgulleció de él. Había hecho de la desvergüenza uno de sus distintivos y el emblema del perro le debió de parecer pintiparado para expresión de su conducta.

Predicaba, más con gestos y una actitud constante que con discursos y arengas, el rechazo de las normas convencionales de civilidad. Postulaba un retorno a lo natural y espontáneo, desligándose de las obligaciones cívicas. Exiliado en Atenas y en Corinto, asistía como espectador irónico al tráfago de las calles sin gozar de derechos de ciudadanía. No practicaba ningún oficio, ni se preocupaba de honras y derechos, no tenía familia y no votaba ni contribuía al quehacer comunitario. Deambulaba por la ciudad como un espectador irónico y sin compromisos, sonriente y mordaz. Mendigaba para sustentarse, aunque se contentaba con poco. Su cobijo más famoso fue una gran tinaja de barro («el tonel de Diógenes»), su ajuar un burdo manto y un bastón de peregrino. Diógenes llevaba una ociosa vida de perro en medio de la ciudad atribulada y bulliciosa.

Ya los sofistas habían señalado la oposición entre las leyes de la naturaleza y las de la convención: la physis frente al nomos. Diógenes lleva al paroxismo la contraposición y elige libremente atender sólo a lo natural. En su vuelta a la naturaleza, encuentra en los animales sus modelos dé conducta. Se complace observando el ir y venir de un ratón que recoge sus alimentos alegremente, y halla en el perro un buen ejemplo para un vivir despreocupado y sincero.

Diógenes se ha desprendido de las preocupaciones cotidianas que hacen a los hombres distintos a los animales, y con ello se ufana de conseguir la independencia y la libertad. Bajo la enseña del impúdico perro se yergue escandalizando a sus convecinos como un paradigma del auténtico hombre «natural». Busca, con su farol, un hombre de verdad; él se contenta con ser un hombre perruno, es decir, un kynikós. Sus secuaces aceptan el calificativo con orgullo: los cínicos procurarán imitar la anaídeia, la «desfachatez», y la adiaphoría, la «indiferencia», de Diógenes.

Está claro, sin embargo, que la actitud impúdica del cínico dista mucho de ser algo espontáneo y natural. Se trata, más bien, de una postura bien ensayada y asumida frente a los demás, una actitud no sólo agresiva, sino también defensiva, que no es tanto el final como el comienzo de una toma de posición crítica frente a la sociedad y sus objetivos. Esa anaídeia, que es «frescura, desfachatez y desvergüenza», se escuda en su indecencia y embrutecimiento para atacar los falsos ídolos y propugnar un desenmascaramiento ideológico. Es, ante todo, una carta de presentación para el desafío, con la provocación y el escándalo que invitan al reto. Cuando el cínico se niega a rendir homenaje a «lo respetable», lo que pretende es denunciar la inautenticidad de esa respetabilidad y sus supuestos, que los demás aceptan por costumbre y comodidad más que por razonamiento. Con sus gestos soeces y subversivos está contestando los valores admitidos en el intercambio social. Porque el cínico busca una revalorización de los hábitos, él quiere «reacuñar la moneda», como lo proclamaba Diógenes. Contra las vanas máscaras, las insignias y los prejuicios, el cínico se monta una moral mínima, desembarazada de lastre, en una ascética que conduce a la libertad y a la «virtud», a contrapelo de las pautas tradicionales.

La aparición del cinismo es un síntoma histórico. La silueta del cínico, con su tosco manto y su morral, se inscribe en un preciso contexto helenístico. En una época de crisis ideológica y moral se destaca el desvergonzado y mordaz Diógenes paseando por el agora con su farol en pleno día en busca de un hombre. Ya va promediado el siglo IV a. C, mientras Alejandro ha sometido un vasto imperio, cuando en la Atenas vocinglera y desilusionada se extiende la fama de ese Perro cuya independencia rivaliza con la de los dioses. Como en otros momentos, la aparición de estos tipos y sus prédicas es un síntoma manifiesto del malestar en la civilización y el rechazo de una cultura que denuncian como represora y retórica. Se parecen a los «hippies» y «beatniks» de tiempos cercanos, más que a los viejos «clochards».


El cínico denuncia, no con hermosos discursos, sino con zafios y agresivos ademanes, el pacto cívico con una comunidad que le parece inauténtica y perturbada, y prefiere renunciar al progreso y vagabundear por un sendero individual, a costa de un esfuerzo personal, con tal de escapar a la alienación. Prefiere tomar como modelo a los animales sencillos que andar embrutecido en el rebaño doméstico, adormilado por las rutinas y convenciones de la gran ciudad. Así se empeña en un arduo ascetismo hacia la libertad.

Reivindica el valor del esfuerzo —que en griego se dice pónos. No el del trabajo, por lo que éste tiene de integración y alienamiento; sino el ejercicio de la sobriedad y el endurecimiento de la sensibilidad frente a las tentaciones del confort y el lujo, que no rechaza por pecaminosos, sino por costosos; ya que suelen comprarse a costa de sumisión. Actúa con una audacia personal que a los demás les parece desvarío y locura. Platón define a Diógenes como un «Sócrates enloquecido». El cínico Mónimo obtiene su libertad haciéndose pasar por loco, arrojando al aire las monedas de plata de la banca donde trabajaba, un gesto surrealista, alegre, memorable. Crates renuncia a sus riquezas para irse de vagabundo filosófico. La indiferencia frente a lo que otros consideran los mayores bienes, como el honor y el dinero, margina al cínico, como a un animal feliz, de las feroces competiciones por esos bienes.

No es natural que el hombre quiera ser feliz como un perro. Tras esa proclama se alberga un programa ético claro y revolucionario. Como se dirige sólo al individuo consciente y no a la masa, no es un motivo grave de preocupación para los políticos. La revolución moral y la subversión valorativa que propone el cínico es sólo para unos cuantos, algunos happy few, marginales y audaces, pues los más son incapaces de la filosofía e inaptos para la vida cínica, que es alegre pero dura. Hay algo de deportista espiritual en el cínico; y su relación con la cultura mantiene cierta ambigüedad, como comentaremos luego. No busca, al modo rousseauniano, sólo la inocencia feliz del buen salvaje; es crítico, austero y anárquico.

Como fenómeno histórico el cinismo griego está determinado por la crisis definitiva de la polis como comunidad libre y autárquica. La destrucción de la polis como marco comunitario independiente y autónomo significó una enorme conmoción espiritual. Después de Filipo y de Alejandro Magno, el poder en las ciudades helénicas quedaba al arbitrio del caudillo militar que, con sus ejércitos mercenarios y la ayuda de la caprichosa Fortuna, lograra el dominio real. ¿Cómo seguir creyendo en los venerables lemas de la ideología democrática? ¿Cómo aún seguir confiando en la custodia de los antiguos dioses? ¿Cómo confiar en las instituciones mancilladas y pervertidas de una ciudad sumisa a los tiranos y asediada una y otra vez? La libertad y la autarquía perdidas por la comunidad sólo podían recuperarse, en el mejor de los casos, para el individuo, si encontraba un recurso inteligente para escapar a tanta opresión y falsía. No cabía una salvación política, tan sólo un salvavidas personal para el naufragio; para escapar del azar y la violencia, y reírse de la Tyche.

Cuando la libertad de palabra en la ciudad se vio prohibida por la sumisión al monarca de turno, el cínico reivindicó, a título personal, la franqueza más absoluta, la parresía; cuando se prohibió que las comedias se burlaran de individuos por su nombre, la sátira de los cínicos agudizó sus ataques contra todos; cuando en la corte se impuso el gesto de la humillación total ante el soberano, la prosktnesis, se recordó el ademán displicente con que Diógenes había mandado a paseo al gran conquistador a su paso por Corinto; en un mundo sometido al terror, la humillación y el desatino, sólo el sabio que de casi nada necesitaba pudo proclamarse libre y feliz.

Como indicaba E. Schwartz, «el ideal de una existencia sin necesidades, que en tiempos de Diógenes pudo parecer una originalidad, adquirió una terrible eficiencia cuando las guerras de los Diádocos, con sus catástrofes destructoras, cayeron sobre las ciudades helénicas, y nadie estuvo ya seguro de que una buena mañana no se encontraría en el caso de tener que acogerse a una vida de perro, de la que antes se había mofado. La doctrina de la indestructible libertad del individuo, que una generación antes era todavía una paradoja, convirtióse ahora en un consuelo, que para muchos helenos no era ya paradójico ni trivial».
La desconfianza en la sociedad y en los beneficios del progreso cultural se compensa con un cierto optimismo respecto de la naturaleza del individuo para alcanzar, mediante su esfuerzo sagaz, la verdadera excelencia y, con ella, la felicidad. «La vía de la verdadera excelencia, de la independencia respecto del mundo entero, excelencia e independencia que puede conseguir todo aquel que se lo propone, consiste en no dejarse dominar por nada, por ningún contratiempo, ni por el hambre, la sed y el frío, ni por el dolor físico, la pobreza, la humillación o el destierro, sino ver en todo ello una mera ocasión de probar la propia fuerza moral y de voluntad, ocasión de endurecimiento (kartería), de "ascesis" en sentido corporal y anímico.

La libertad de voluntad y acción está dada a todo el mundo. Ese es el abrupto sendero por el que se yerguen las grandes personalidades históricas, como Ciro el Viejo, que Antístenes había propuesto como modelo en su escrito. Esta confianza en la voluntad humana tiene como presupuesto una concepción optimista del ser del hombre desde el punto de vista moral. Y cuando Antístenes declara que la ciencia más importante es la de "desaprender el mal", parece indicar que el individuo es bueno por naturaleza y asimila el mal por influencia de la cultura; lo único que tiene que hacer, por consiguiente, es volver a su vida natural.» Estas líneas de W. Nestle parecen destacar lo esencial de esa actitud: desconfianza en la cultura y confianza en la naturaleza humana, afín a la naturaleza animal. Al margen de la historia y la civilización el animal goza de una dicha natural. También el hombre puede intentar esa vuelta a lo natural, ejercitándose en vivir según la naturaleza, que en él no es instinto, sino razón. Para ello necesita unas pautas morales; bien sencillas son las que propuso Diógenes, apodado el Perro, un «sabio» escandaloso y procaz.

El gran beneficio que Diógenes confiesa haber sacado de la filosofía es «el estar preparado contra cualquier embate del azar», según recoge D. Laercio en VI 63. Esa decisión y valentía para combatir contra la Tyche es una de las bazas del cinismo (cf. sobre este tema, los fragmentos recogidos en Giannantoni, o. c, III 471). La lucha contra las inclemencias de la voluble Fortuna, que en la época helenística fue temida como una poderosa y arbitraria divinidad —que remplazaba en el espacio vacante por su deserción a los antiguos dioses de la polis—, ocupa también un lugar importante en las doctrinas de los epicúreos y los estoicos. El miedo o los recelos ante el curso azaroso de la existencia es la mayor amenaza contra la autosuficiencia del sabio. La apátheia o la ataraxia, impasibilidad o imperturbabilidad del ánimo frente a los vaivenes del azar, son escudos para ese combate. También lo es la indiferencia hacia la mayoría de los supuestos beneficios de la civilización, que pueden desaparecer en cualquier turbulencia.

De modo que, al reducir las necesidades materiales a un mínimo, al renunciar a los refinamientos para buscar sólo lo natural, lo rudimentario, lo animal, el cínico deja muy breve asidero a la Tyche, incapacitada para regatearle ese mínimo sustrato de su dicha. El primitivismo del cínico, un precursor de Rousseau en algunos aspectos, es un despojamiento voluntario de lo accesorio con vistas a asegurarse la independencia y total libertad. (Cf. A. D. Lovejoy, Primitivism and related Ideas in Antiquity, Nueva York, 1965, especialmente los caps. III: «naturaleza cómo norma», y IV: «primitivismo cínico».) Pero también tiene sus riesgos el extremar esa postura. Entre las anécdotas acerca de la muerte de Diógenes, una dice que murió por las mordeduras de los perros, y otra, más interesante,- que fue al no poder digerir los trozos del pulpo que había comido crudo. Rechazar lo cocido —uno de los beneficios del fuego civilizador de Prometeo— es un signo de renuncia a lo civilizado; pero la carne cruda, que un perro digiere bien, puede resultar mortífera para un hombre viejo, como el empecinado Diógenes.

En La secta del perro. Diógenes Laercio. Vida de los filósofos cínicos, de Carlos García Gual.


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