Tres
décadas después de su muerte, ocurrida el 15 de abril de 1980,
Jean-Paul Sartre aparece ya como una figura monumental de la
filosofía y de la historia de la literatura modernas. El, el hombre
de las palabras y de los libros, se ha reunido con sus antepasados,
los clásicos, los inmortales, los autores consagrados. Sólo la
muerte podía impedirle rejuvenecer; sólo el carácter clásico le
quitó la posibilidad de seguir contradiciéndose. Estaba enamorado
como nadie de la libertad de disgustarse consigo mismo. Su actuación
en la vida, peligrosa para un filósofo, embriagadora para él y sus
lectores, era la elevación continua, el desprendimiento del propio
haber llegado a ser; como escritor, escribió siempre la página
nueva.
Se
convirtió en un genio de la biografía analítica, tanto en asuntos
ajenos como propios, puesto que tanteaba en toda conciencia ese punto
en el que los seres humanos son demasiado orgullosos para tener un
pasado. Reflexionó incansablemente sobre la desvinculación del peso
de la historia. Con una agudeza que lo elevaba a una especie de
conciencia universal, sintió que lo que deshonra a los seres humanos
es ser indolentes, encerrados e idénticos a sí mismos. Su filosofía
es una lucha contra la obscenidad, la alienación de la comodidad
burguesa; entra en liza contra el ser humano acabado, pegado a la
realidad. Lo importante es no ser una cosa: on a raison de se
révolter, tiene razón quien se rebela. Siendo sólo explicable
desde su libertad, el ser humano es el ser sin disculpa.
Con
mirada retrospectiva, Sartre aparece en la actualidad como el último
héroe provisional dentro de una sucesión de formidables filosofías
europeas de la libertad. Desde que el joven Fichte arrebatara el
estandarte de la subjetividad y con entusiasmo maníaco lo portara,
tal como dijo él mismo, contra su época perfectamente culpable, no
se ha roto la cadena de pensadores que interpretaron la esencia del
ser humano como libertad. Igual que sus predecesores, Sartre
comprendió al ser humano como aquella quimera desasosegada que
cuanto más se explica a sí misma, con mayor radicalidad se sumerge
en el absurdo. Para él, ser persona significa aceptarse como una
nada activa, como una inmensidad viva sin fondo.
Que
la subjetividad signifique abismalidad asustó a Sartre menos que a
la mayoría de sus predecesores al realizar este descubrimiento.
Hasta el resuelto Fichte había intentado superar su demostración de
la subjetividad sin fondo colocando la propia espontaneidad en la
expresión de vida de una divinidad que lo hace todo; Friedrich
Schlegel, el maestro de la ironía entre los subjetivistas
románticos, se convirtió a la Iglesia católica, la cual, desde
comienzos del siglo XIX, fue un asilo para individuos desfondados; a
la Iglesia le gustaba desempeñar el papel de regazo para nonatos
adultos que querían escapar del frío del mundo exterior moderno. La
vanguardia intentó lo mismo, con su propuesta del arte aplicado a la
vida, entre la multitud de seres anónimos, que viven en el absurdo y
que forman la base de la Edad Moderna; éstos se procuraron un apoyo
en actitudes y en una forma de vida que proponían los patrones
vigentes.
Sin
embargo, una gran mayoría de los afectados por la carencia de fondo
buscaron vías para reintegrarse en la vida solidaria del Estado, la
sociedad y la clase social. El más grande entre ellos fue nada menos
que el filósofo Hegel, que
en vida encontró la salvación oficiando misas mayores en el Estado
prusiano como organismo moral; le imitaron numerosos amantes de las
totalidades reparadas; alguno que otro pasó el mal du siècle en
el servicio público o en la revolución; otros tantos altares
para sendos holismos; otros huyeron a los frentes de guerras
calientes y frías. Se comprende por sí solo que el afán de
compromiso debía causar por fuerza una plétora de fundamentalismos.
Desde
hace doscientos años, la modernidad es un escenario en el que se
representa una única tesis problemática en un amplio repertorio;
todas esas piezas podrían titularse «Cómo los que han perdido
pie y son libres han regresado nuevamente a posiciones fijas».
En
lo que respecta a Sartre, durante su vida permaneció fiel a su
manera de vivir la libertad sin fondo. Para él, la nada de la
subjetividad no era ningún abismo que arrastrara hacia abajo, sino
una fuente que mana hacia arriba, un excedente
de fuerza de negación contra todo lo envolvente. A diferencia de
muchos pensadores de la subjetividad, Sartre se sintió cómodo en su
abismalidad; el apoyo era para él más un deber que una elección.
Lo que él denominaba engagement era la continuación del
dégagement por otros medios; no tenía ninguna duda de la
primacía de la secesión sobre la nueva vinculación. Dominaba el
arte de querer espontáneamente casi todo lo que tenía que hacer por
obligación; así se anticipaba a la coacción siempre que era
posible. Glissez, mortels, n'appuyezpas!, estas palabras de su
abuela, citadas múltiples veces en pasajes comprometidos de su obra,
reproducían su lema en la vida: Deslizaos mortales, no carguéis.
Cuando Sartre intentó deslizarse con Hegel y Marx a sus espaldas,
entonces comenzó también él, el elegante a ultranza, a cargar.
Todos sus intentos por ser marxista fueron una agotadora comedia
teórica para disculpar el ser incomparable de su genio y de su
conciencia.
Casi
hasta el final, él, que pretendía ser además su propio terapeuta,
permaneció productivo sin remedio. Ningún escritor de nuestra época
ha pronunciado nunca unas palabras más profundas que las de su
confesión tardía: «Me he quitado el manto espiritual, pero no
me he vuelto un renegado: sigo escribiendo igual que antes. ¿Qué
hacer si no?». Quizá fue el autor filosófico más aplicado,
más activo del siglo. Sus supuestas deudas con la humanidad más
desfavorecida las pagó con elevados intereses.
En
Temperamentos filosóficos. De Platón a Foucault, de Peter
Sloterdijk.
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