—¿Qué
punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por
qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la
nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un
futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan
mal. El hombre se agarra de la ciencia como de eso que llaman un
áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es. La razón
segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como
la preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y
nos planta en el centro. A pesar de toda su curiosidad y su
insatisfacción, la ciencia, es decir la razón, empieza por
tranquilizarnos. «Estás aquí, en esta pieza, con tus amigos,
frente a esa lámpara. No te asustes, todo va muy bien. Ahora veamos:
¿Cuál será la naturaleza de ese fenómeno luminoso? ¿Te has
enterado de lo que es el uranio enriquecido? ¿Te gustan los
isótopos, sabías que ya transmutamos el plomo en oro?» Todo
muy incitante, muy vertiginoso, pero siempre a partir del sillón
donde estamos cómodamente sentados.
—Yo
estoy en el suelo —dijo Ronald— y nada cómodo para decirte la
verdad. Escuchá, Horacio: negar esta realidad no tiene sentido. Está
aquí, la estamos compartiendo. La noche transcurre para los dos,
afuera está lloviendo para los dos. Qué sé yo lo que es la
noche, el tiempo y la lluvia, pero están ahí y fuera de mí, son
cosas que me pasan, no hay nada que hacerle.
—Pero
claro —dijo Oliveira—. Nadie lo niega, che. Lo que no entendemos
es por qué eso tiene que suceder así, por qué nosotros estamos
aquí y afuera está lloviendo.
Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí
y las sintamos como absurdas. A mí se me escapa la relación que hay
entre yo y esto que me está pasando en este momento. No te niego que
me esté pasando. Vaya si me pasa. Y eso es lo absurdo.
—No
está muy claro —dijo Etienne.
—No
puede estar claro, si lo estuviera sería falso, sería
científicamente verdadero quizá, pero falso como absoluto. La
claridad es una exigencia intelectual y nada más. Ojalá pudiéramos
saber claro, entender claro al margen de la ciencia y la razón. Y
cuando digo «ojalá», andá a saber si no estoy diciendo una
idiotez. Probablemente la única áncora de salvación sea la
ciencia, el uranio, esas cosas. Pero además hay que vivir.
—Sí
—dijo la Maga, sirviendo café—. Además hay que vivir.
—Comprendé,
Ronald —dijo Oliveira apretándole una rodilla—. Vos sos mucho
más que tu inteligencia, es sabido. Esta noche, por ejemplo, esto
que nos está pasando ahora, aquí, es como uno de esos cuadros de
Rembrandt donde apenas brilla un poco de luz en un rincón, y no es
una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como
lámpara, con sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que
podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este
momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo
aceptable si querés. Cada vez que entramos en una crisis es el
absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los
armarios en los momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto
culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de
lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese
momento precisamente se podía decir que había como una saturación
de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con
toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única manera de
enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que
le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos por la borda, que nos
tomamos un tubo de gardenal como Guy, que le soltamos la cadena al
perro, piedra libre para cualquier cosa. La razón sólo nos sirve
para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas,
nunca para resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son
como mostraciones metafísicas, che, un estado que quizá, si no
hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado
natural y corriente del pitecantropo erecto.
—Está
muy caliente, tené cuidado —dijo la Maga.
—Y
esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas,
como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven
para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en
calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la
mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no
sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita
que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido
absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.
—Y
sin embargo —dijo Gregorovius, desperezándose—il faut tenter
de vivre. «Voilà», pensó Oliveira. Otra prueba que me
guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que
yo había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama
casualidad.
—Bueno
—dijo Etienne con voz soñolienta—, no es que haya que intentar
vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha
gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas
aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no. Guy ha tratado
hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando
es incontrovertible. Que lo digan los campos de concentración y las
torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que
no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le
pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Etcétera. Y
con esto yo me iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho
polvo. Ronald, tenés que venir al taller mañana por la mañana,
acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco.
—Horacio
no me ha convencido —dijo Ronald—. Estoy de acuerdo en que mucho
de lo que me rodea es absurdo, pero probablemente damos ese nombre a
lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.
—Optimismo
encantador —dijo Oliveira—. También podríamos poner el
optimismo en la cuenta de la vida pura. Lo que hace tu fuerza es que
para vos no hay futuro, como es lógico en la mayoría de los
agnósticos. Siempre estás vivo, siempre estás en presente, todo se
te ordena satisfactoriamente como en una tabla de Van Eyck. Pero si
te pasara esa cosa horrible que es no tener fe y al mismo tiempo
proyectarse hacia la muerte, hacia el escándalo de los escándalos,
se te empañaría bastante el espejo.
—Vamos,
Ronald —dijo Babs—. Es muy tarde, tengo sueño.
—Esperá,
esperá. Estaba pensando en la muerte de mi padre, sí, algo de lo
que decís es cierto. Esa pieza nunca la pude ajustar en el
rompecabezas, era algo tan inexplicable. Un hombre joven y feliz, en
Alabama. Andaba por la calle y se le cayó un árbol en la espalda.
Yo tenía quince años, me fueron a buscar al colegio. Pero hay
tantas otras cosas absurdas, Horacio, tantas muertes o errores... No
es una cuestión de número, supongo. No es un absurdo total como
creés vos.
—El
absurdo es que no parezca un absurdo —dijo sibilinamente Oliveira—.
El absurdo
es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de
leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo
mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así
sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría
que intentar otro camino.
—¿Renunciando
a la inteligencia? —dijo Gregorovius, desconfiado.
—No
sé, tal vez. Empleándola de otra manera. ¿Estará bien probado que
los principios lógicos son carne y uña con nuestra inteligencia? Si
hay pueblos capaces de sobrevivir dentro de un orden mágico...
—En
el fondo —dijo Ronald— lo que a vos te molesta es la legalidad en
todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a funcionar bien te
sentís encarcelado. Pero todos nosotros somos un poco así, una
banda de lo que llaman fracasados porque no tenemos una carrera
hecha, títulos y el resto. Por eso estamos en París, hermano, y tu
famoso absurdo se reduce al fin y al cabo a una especie de vago ideal
anárquico que no alcanzás a concretar.
—Tenés
tanta, tanta razón —dijo Oliveira—. Con lo bueno que sería irse
a la calle y pegar carteles a favor de Argelia libre. Con todo lo que
queda por hacer en la lucha social.
—La
acción puede servir para darle un sentido a tu vida —dijo Ronald—.
Ya lo habrás leído en Malraux, supongo.
—Editions
N.R.F. —dijo Oliveira.
—En
cambio te quedás masturbándote como un mono, dándole vueltas a los
falsos problemas, esperando no sé qué. Si todo esto es absurdo hay
que hacer algo para cambiarlo.
En
Rayuela, de Julio Cortázar.
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