Cuando
yo vivía aún en Praga, se contaba allí esta anécdota sobre el
alma rusa. Un checo seduce con arrebatadora rapidez a una rusa.
Después del coito la rusa le dice con infinito desprecio: «Mi
cuerpo ha sido tuyo. ¡Mi alma no lo será nunca!».
Una
historia preciosa. Bettina le escribió a Goethe cuarenta y nueve
cartas. La palabra alma aparece en ellas cincuenta veces, la palabra
corazón ciento diecinueve veces. Es muy infrecuente que emplee la
palabra corazón en sentido anatómico literal («me
latía el corazón»), con mayor
frecuencia la utiliza como sinécdoque referida al pecho («quisiera
estrecharte contra mi corazón»),
pero en la aplastante mayoría de los casos significa lo mismo que la
palabra alma: un yo que siente.
Pienso,
luego existo es el comentario de un intelectual que subestima el
dolor de muelas. Siento, luego existo es una verdad que posee una
validez mucho más general y se refiere a todo lo vivo. Mi yo no se
diferencia esencialmente del de ustedes por lo que piensa. Gente hay
mucha, ideas pocas: todos pensamos aproximadamente lo mismo y las
ideas nos las traspasamos, las pedimos prestadas, las robamos. Pero
cuando alguien me pisa un pie, el dolor sólo lo siento yo. La base
del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más
básico de todos los sentimientos. En el sufrimiento, ni siquiera un
gato puede dudar de su intransferible yo. En un sufrimiento fuerte,
el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo
mismo. El sufrimiento es la universidad del egocentrismo.
«¿No
me desprecia?», pregunta Hipólito al príncipe Míshkin. «¿Por
qué? ¿Acaso porque ha sufrido y sufre más que nosotros?» «No,
porque no soy digno de mi sufrimiento.» No soy digno de mi
sufrimiento. Una gran frase. De ella se deriva que el sufrimiento no
sólo es la base del yo, su única prueba ontológica indudable, sino
que es también de todos los sentimientos el que merece mayor
respeto: el valor de todos los valores. Por eso Míshkin admira a
todas las mujeres que sufren. Cuando por primera vez ve la fotografía
de Nastasia Filíppovna, dice: «Esta mujer ha debido de sufrir
mucho». Con esas palabras quedó claro desde el comienzo, antes
aun de que hayamos podido verla en el escenario de la novela, que
Nastasia Filíppovna está por encima de todas las demás. «Yo no
soy nada, pero usted, usted ha sufrido», dice Míshkin subyugado
a Nastasia en el capítulo quince de la primera parte, y desde ese
momento está perdido.
Dije
que Míshkin admiraba a todas las mujeres que sufren, pero también
podría darle la vuelta a mi afirmación: en cuanto le gustaba una
mujer, se la imaginaba sufriendo. Y como era incapaz de mantener en
silencio lo que pensaba, enseguida se lo decía. Aquél era, por lo
demás, un magnífico método de seducción (¡lástima que
Míshkin supiese sacar tan poco provecho de él!), porque, si le
decimos a una mujer «usted ha sufrido mucho», es como si le
hablásemos a su alma, la acariciásemos, la hiciésemos elevarse.
Cualquier mujer está dispuesta a decirnos en semejante momento:
«¡Aunque todavía no es tuyo mi cuerpo, mi alma ya te
pertenece!».
Bajo
la mirada de Míshkin el alma crece y crece, parece una enorme seta,
alta como un edificio de cinco plantas, parece un globo de gas,
dispuesto a elevarse en cualquier momento con su tripulación de
navegantes hacia el cielo. Se produce el fenómeno que denomino
hipertrofia del alma.
En
La inmortalidad,
de Milan Kundera.
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