Bajo
el régimen de escritura platónica de la historia de la filosofía,
los sofistas pagan desde hace más de veinticinco siglos el
considerable tributo de una mala reputación y de una definición
equivocada. El propio término sofista es objeto de una
polisemia contradictoria, lo mismo que muchos otros que provienen de
la disciplina: ser filósofo, y además serlo como idealista
o como materialista, cuando no se trata de dirigirse al Liceo
o al Jardín, vivir como epicúreo, declararse
hedonista, soportar de manera estoica, reaccionar con
escepticismo, comportarse de manera cínica, incluso
sensualista, pragmática o utilitarista, por no hablar
de ir y venir de modo peripatético o hacerse socratizar,
lo que con toda exactitud es lo contrario de una historia de amor
platónico, he aquí otras tantas ocasiones de extraer falsos
sentidos, incurrir en contradicción y en interpretaciones erróneas.
Para
la gran mayoría –en virtud, por otra parte, de una de las
acepciones del diccionario-, el término sofista designa al
amante de argumentos capciosos; sofisticación se refiere a
una operación que tiende a engañar con apariencias a fin de
disimular la verdad, y, por último, sofistiquería alude a la
sutileza excesiva y errónea. En todos los casos, es menester
explorar la definición para encontrar su acepción primera y la
referencia a los filósofos de la antigüedad griega. Por lo demás,
la mayoría de las veces se duda en reconocer a los sofistas la
calidad de filósofos y se habla de pensadores o de oradores, que son
otras tantas maneras de avalar la nota redactada bajo la mirada de
Platón, quien los trata con la misma amabilidad que a los atomistas
de Abdera, es decir, como enemigos y nada más que enemigos. Ni
siquiera adversarios a respetar y criticar sin deformar sus tesis.
No: enemigos, y la verdad es que el término resulta adecuado…
Sin
embargo, el conjunto de los diálogos de Platón se coloca bajo el
signo de este pensamiento, sin el cual no habría sido lo que fue. En
efecto, y al menos en la medida en que podemos juzgar, los sofistas
inventan y formulan de una manera precisa las tesis esenciales contra
las que se libra la lucha reactiva del autor del Fedón: el
relativismo, el individualismo, el perspectivismo, el hombre como
medida de todas las cosas, el realismo empírico, el materialismo
fenomenista, la inmanencia monista, la economía de un más allá, el
uso agónico de la retórica, el escepticismo político, el rechazo
del culto de la ley, la democratización de la cultura, el descenso
del filósofo a la arena pública. ¿Y no serían filósofos?
No
hay que olvidar la extracción aristocrática de Platón, pues ella
explica muchas cosas, sobre todo su desprecio de los sofistas, que
cobran por sus lecciones. En efecto, casi todos provienen de la clase
media y ninguno dispone, como Platón, de ingresos familiares que le
permitan vivir sin trabajar ni obtener dinero de sus talentos y
saberes. Platón detesta la mediación del salario, como todos los
individuos con tanta riqueza como para darse el lujo de despreciar la
trivialidad del dinero. Itinerantes, originarios de medios modestos,
los sofistas disponen de ese único recurso para asegurarse la
subsistencia.
A
Platón le disgustan los pobres que se ven obligados a trabajar;
tampoco aprecia a los filósofos que aceptan ponerse en contacto con
el público a fin de proporcionarle los medios para formarse desde el
punto de vista verbal e intelectual, tanto en la forma como en el
fondo, y estar así en condiciones de ocupar eficazmente los cargos
de la democracia griega. Lo que Platón detesta por igual en los
sofistas es que democraticen la cultura y el saber, intervengan en
lugares públicos, no escojan su auditorio, no lo confinen en un
recinto separado del mundo –la Academia, por ejemplo-, y acepten
una interacción con él según el principio de preguntas y
respuestas; que se mezclen con la plebe, con quienquiera que se
acerque, con gente común, con extraños a la nobleza, y que trabajen
a cielo abierto, pecados todos ellos mortales para el filósofo de
sangre azul.
La
versión que ha triunfado acerca de los sofistas es la platónica,
razón por la cual se ha negado durante tanto tiempo a éstos el
derecho a la condición de filósofos, tal como ocurrió con
Demócrito. La clasificación convencional los transforma en
presocráticos, esto es, en pensadores que, todavía incompletos, sin
acabar, sólo anuncian, sólo preparan algo, como si fueran una
especie de aperitivo filosófico. En realidad, como muestran las
cronologías, todos los sofistas piensan y actúan contemporáneamente
a Sócrates: algunos, como Protágoras de Abdera (492-422 a.C.),
Gorgias de Leontino (485-380 a.C.) y Pródico de Ceos (470 a.C.-?),
nacieron antes que Sócrates (469-399 a.C.), otros después, como
Hipias de Elis (443-343 a.C.), Critias de Atenas (455-403 a.C.), o
Trasímaco de Calcedonia (459 a.C.-¿), pero todos profesaron
exactamente al mismo tiempo que el filósofo de la cicuta.
En
Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía
I, de Michel Onfray.
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