Es
docente, ensayista y gestor cultural, pero lo que ha hecho más
conocido a este porteño de apellido difícil es el programa Mentira
la verdad, que conduce desde 2011 en Canal Encuentro (del Ministerio
de Educación argentino) y aquí ha emitido Televisión Nacional
Uruguay. En él, y en varios otros formatos de televisión, radio,
teatro y prensa, ha logrado no sólo divulgar el conocimiento de la
filosofía, sino también que el público se acerque a pensar en
términos filosóficos a partir de la vida cotidiana, las películas
románticas, el fútbol, el rock o el erotismo. Estuvo en Uruguay la
semana pasada, invitado por un grupo de docentes de filosofía
sindicalizados, para participar en la Segunda Jornada de Intercambio
sobre Filosofía Política, y dio una clase abierta sobre filosofía
en la sede central del PIT-CNT. En ese lugar lo entrevistamos.
¿Por
qué creés que ciertos pensadores como Nietzsche o Spinoza, que
estuvieron tan al margen en la historia de la filosofía, hoy están
de moda?
-No
sé si es que están de moda hoy. Creo que en la historia de la
filosofía siempre hubo una línea oscura, de actores no hegemónicos
que buscaron tener una mirada distinta. Epicuro fue un autor oscuro,
pero no sólo lo leyó el cristianismo, etiquetándolo y colocándolo
en un lugar oscuro, sino que también tuvo otros lectores. Marx lee a
Epicuro, a Demócrito. El propio Marx es un oscuro leyendo a otro
oscuro. Michel Onfray hizo una colección llamada “La
contrahistoria de la filosofía” en la que va mostrando a todos
esos autores que no se encuentran en los manuales de filosofía.
Hypatia, por ejemplo, una filósofa antigua, aunque todo el mundo
repite como loro que las primeras mujeres que hacen filosofía son de
los siglos XIX y XX. Hay una cuestión que para mí es conflictiva:
cómo hace ese pensamiento más irreverente, más cuestionador, más
de la sospecha, para no terminar ocupando el lugar que las miradas
oficiales necesitan que ocupe a fin de autodiferenciarse. Eso me
parece clave. El lugar del que más tiene que correrse un pensamiento
crítico es el que la institucionalidad le concede. Nietzsche decía
algo así como “que no te otorguen el derecho que de por sí te
pertenece”.
¿Te
genera problemas la posibilidad de ser absorbido por lógicas como
esa, en tus intentos de buscar públicos más amplios que el de los
especialistas?
-A
mí, particularmente, no. Yo me peleo con la idea de que la
transgresión supone un vanguardismo aristocrático. Me interesa
tanto la transgresión como la popularización del conocimiento. De
algún modo, me engancho a hacer divulgación desde la docencia, y me
engancho en la docencia porque desde que empecé la carrera de
filosofía me peleé con la idea de que era un saber para pocos. En
ningún otro saber hay un regodeo por creerse en un pedestal como en
la filosofía. El primer libro de filosofía que leí en la carrera
-de [el docente y filósofo argentino] Adolfo Carpio- empieza con una
cita de Hegel que dice que no todo el mundo puede hacer filosofía,
como no todo el mundo tiene la capacidad de ser médico o zapatero.
Era un profesor que decía, entre otras cosas, que las mujeres no
alcanzan el mismo grado de profundización reflexiva que los hombres.
Entonces, me interesa recuperar la dimensión existencial que
cualquier ser humano tiene. Vivimos en un sistema normalizante que
hace del cuestionamiento filosófico algo sin sentido o lúdico,
infantil o banal. A la filosofía no se la descarta llamándola
subversiva o peligrosa, sino llamándola inútil. Es la mejor manera
que tiene el poder de domesticarla. En cuanto a las formas académicas
tradicionales de hacer filosofía, no dejan de ser -aparte de muchas
cosas positivas- un lugar de ejercicio del poder, donde de algún
modo va a ser discriminada cualquier disrupción que dé lugar,
peligrosamente, a que las estructuras sucumban. Lo que genera la
divulgación de la filosofía es que muchos de los que vienen
haciendo filosofía desde hace añares, muy tranquilos y seguros en
sus cargos, sientan temblar esa seguridad. Ahora, yo creo que la
filosofía se hace de múltiples maneras, y que no hay un tipo de
filosofía más verdadera o más metódica que otra; se puede hacer
filosofía religiosa, atea, de derecha, de izquierda. En ese sentido
soy anárquico. También se puede hacer filosofía en la academia, en
el aula y en la divulgación. Y en la empresa, y en el fútbol, y en
la cocina.
En
cuanto al lenguaje audiovisual, Mentira
la verdad
se hace cargo de que es un programa de televisión. No es una clase
filmada así nomás. ¿Qué le hace eso a la filosofía?
-¿Qué
le hace a la filosofía? Hay dos consecuencias inmediatas que te
puedo caracterizar, o que por lo menos me han llegado como
devolución. Por un lado, cotidianiza la filosofía; muchos me
comentan: “Ah, sirve para algo, la puedo aplicar a cosas que me
suceden: yo también viajo en un colectivo y me pasa eso, yo también
estoy en una fiesta de cumpleaños y tengo ese debate sobre quién es
mi amigo y quién no”. Te diría que deselitiza la filosofía.
Por otro lado, la populariza, o sea, ayuda a entender que no tenés
que leerte la obra completa de Kant, que podés ser un obrero y
estarte haciendo las mismas preguntas que se hizo Kant, y que no
precisás haber leído a Kant para que esas preguntas tengan algún
valor. Ahora, evidentemente, el que lee y estudia a Kant va a
continuar investigando ese tipo de preguntas, y otros las van a
utilizar en un momento. Pero incluso te diría que el que se pasó 50
años investigando a Kant perdió la espontaneidad de las preguntas
filosóficas, que necesitan zonas de irracionalidad, de locura,
porque cuando la filosofía se domestica a sí misma pierde, creo yo,
su naturaleza originaria, que es el asombro. Tiene que haber algo
impredecible en la manera de encarar filosóficamente la realidad,
porque si está todo planificado ya no es filosofía, es sentido
común.
¿Tu
intervención desde una dimensión más artística o estética te ha
hecho producir conocimiento filosófico de otra forma, o es
simplemente una manera de traducir o de divulgar?
-Depende.
Si algo tiene Mentira
la verdad
es que no es un programa de televisión sobre filosofía, sino un
programa filosófico. Lo que buscábamos ahí era hacer filosofía;
no sólo en las cosas que yo digo, sino en lo que estás viendo,
incluso en las metáforas visuales que se usan, en el sonido, en las
demoras. Se está buscando reconciliar a la filosofía con su
dimensión estética, porque hay un punto en el que la filosofía no
deja de ser un género literario, y como tal busca lo que busca todo
arte, que es conmover. Una filosofía hiperanalítica pierde esa
dimensión estética y se convierte en un discurso academicista, por
su burocratización, sus reglamentos y sus referatos, y no pasa nada.
Entonces, lo que el arte puede traerle hoy a la filosofía es volver
a sus orígenes griegos, cuando surgió justamente frente a la
conmoción que genera el ser. Y ese arte, para mí, no se
circunscribe a la televisión; se vuelve una capacidad que uno puede
desplegar en el aula.
¿Como
se me ocurrió Mentira
la verdad?
Por supuesto, no lo podría haber hecho sin la productora, que fue
clave con su conocimiento y su propuesta estética, pero ¿de dónde
surge la idea? ¡Del aula! ¿Qué hace un docente en el aula cuando
da una clase de filosofía? ¡Actúa! Genera una puesta en escena,
todos los docentes estamos pensando en cómo podemos hacer llegar una
idea, no estamos pensando en que la idea esté explicada y punto. Yo
no podría dar en clase, no sé, el concepto que quieras, la
felicidad según Aristóteles, de una manera totalmente distanciada
del objeto de estudio. Si eso no te toca la piel, algo falta. ¿De
qué se trata, entonces? De dos cosas: popularizar y sensibilizar,
que son cuestiones que queremos recuperar en la divulgación de la
filosofía. La sensibilidad, que la filosofía es más un arte que
una ciencia.
Hablabas
recién de los griegos. Nosotros te conocimos por Youtube, por videos
que circulaban, y la otra vez hablábamos de a cuántos filósofos
contemporáneos uno escucha por Youtube. Zizek, por ejemplo. ¿A vos
te parece que hay una vuelta a la oralidad en la filosofía? Y si es
así, ¿cambia algo?
-Eso
tiene que ver con transformaciones expresivas que se provocan con la
informática. En el mundo en el que una persona se mueve se le hace
más entrador, más simple, escuchar una clase de filosofía que
detenerse a leer un libro. A mí me puede el celular. Y es difícil
el libro, porque tengo doce mil millones de cosas abiertas en el
celular que no sólo tengo que resolver, sino que hasta me interesan.
Entonces, lo que ofrece la informática son focos de interés
múltiples que le ganan la batalla al libro. Las clases esas que vos
viste, que no fueron pensadas para difundir, son clases abiertas de
la Facultad Libre de Rosario -un proyecto militante por la reforma de
la educación; ellos buscan un formato universitario informal y han
traído a dar clase a Jacques Rancière, a Chantal Mouffe-. Había
una cámara fija que tiene un primer plano donde estoy yo dando una
clase sobre Foucault. Tiene cientos de miles de reproducciones. Lo
que nos llega es mucho agradecimiento por el modo en que después
pueden escuchar esa clase. He recibido todo tipo de mensajes, desde
“me la llevo todo el día y la voy escuchando mientras viajo o
como” hasta “me pongo siempre la misma clase para dormir”. Es
muy loco lo que provoca la diversificación de recepciones que da la
tecnología. Al mismo tiempo, hay algo en las redes que implica la
cultura escrita, porque, nos guste o no nos guste, los chicos
escriben más que antes. Aunque lo que escriban sean boludeces, hay
escritura. Estamos recién inaugurando transformaciones para nosotros
inéditas. No soy un apocalíptico en relación con la tecnología,
todo lo contrario, pero tampoco soy un optimista tecnológico. Me
parece que la tecnología nos transforma permanentemente, y ni hablar
en el mundo educativo; la incapacidad que tenemos para relacionarnos
con la tecnología en el aula me parece un problema central. Porque
entiendo claramente que la tecnología está proponiéndonos un
cambio de fondo en lo que entendemos como aula. Diría,
nietzscheanamente, que el aula ha muerto. El aula jerárquica,
estanca, disciplinaria, de cuatro paredes sólidas, ha muerto. Me
parece que se ha descentrado muchísimo, en el mismo sentido en que
Nietzsche habla de la muerte de Dios: no como su inexistencia, sino
por la sacralización de todos los detalles de la existencia; lo más
interesante de la muerte de Dios es que ahora hay que bancarse que a
cada paso que da uno tenga a Dios, porque ya no está en el cielo. Y
creo que con el aula pasa algo parecido.
¿Cuáles
son, para vos, los filósofos contemporáneos que están presentando
preguntas importantes?
-Yo
creo que la filosofía es extemporánea, y que por lo tanto la
recuperación de los filósofos antiguos no tiene que ver con volver
al origen -hablando en términos de Heidegger- sino a lo originario,
a recuperar la pregunta por la existencia, que de algún modo está
presente no sólo en los griegos sino también en muchos otros
pensadores. Lo que me gusta de pensar a la filosofía en forma
extemporánea es, justamente, no seguir una línea cronológica ni
histórica sobre distintos temas, sino poder nutrirnos de Platón, de
Nietzsche o de Derrida. Porque no importa que cada uno haya pensado
en su tiempo a la hora de que sus ideas puedan ser recortadas y
utilizadas como un pastiche conceptual para comprendernos a nosotros
mismos hoy y al mundo en el que vivimos. Eso no significa negar su
historicidad, sino entender que cuanto más uno entiende por qué
Derrida pensó lo que pensó, como una especie de testigo del Mayo
Francés, al mismo tiempo es más posible desmarcar las ideas de su
contexto, desmarcarlas metafísicamente, incluso traicionarlas. Por
ejemplo, Vattimo dice que hay un Heidegger de izquierda. Yo creo que
ni el más abierto de los heideggerianos habría aceptado eso.
Y
Vattimo decía: si Heidegger leyera esto, me lo negaría. Pero uno
puede hacer una lectura en ese sentido, en el marco de la trama en
que uno pone esos conceptos. Yo recorto, y a partir de eso se van
armando conceptos nuevos que me parecen fascinantes. Además, me
interesa mucho el cruce, la hibridación con otros géneros como la
literatura y la religión. Platón es un autor que siempre que leo me
dice algo nuevo; me encanta Nietzsche, por supuesto, y lo siento un
autor totalmente extemporáneo. Toda la tradición biopolítica me
interesa, la iniciada por Foucault y toda la línea italiana: Giorgio
Agamben, Roberto Esposito. Hay un texto de Agamben que se llama “Qué
es lo contemporáneo”:
va a Nietzsche, va a Pablo de Tarso -San Pablo, que es el fundador
del cristianismo- pero hoy tenés a Agamben, a Alain Badiou y a Zizek
leyendo a San Pablo, escindiéndolo de su contexto histórico y
tomando textos suyos para pensar, hoy, formas alternativas a la
globalización. Me gusta ese pastiche que cruza lo histórico, los
géneros. De todos los autores, si tuviera que decir “me
caso”,
es con Derrida. Porque me parece que tiene una ternura muy difícil
de encontrar en la filosofía. Además de buscar en lo imprevisible,
de buscar lo no pensado todavía, de buscar ese abismo, al mismo
tiempo está buscando lo más simple de estados de ánimo corporales
elementales como la ternura, la dulzura. Habla de las lágrimas, de
las caricias, de los animales. En El
animal que luego estoy si(gui)endo
[en francés, L’Animal
que donc je suis,
título que juega con el “je
pense, donc je suis”
-“pienso,
luego existo”-
de Descartes], Derrida sale de bañarse y el gato lo está mirando, o
sea, escribe 200 páginas a partir de algo que lo conmueve, que es su
gato mirándolo. Esa ternura recupera la ingenuidad de la filosofía.
Es como que cada vez cuesta más que alguien te saque de tus lugares
más conocidos, y me parece que esos tipos todavía hacen eso.
Hacés
énfasis en esa filosofía de la deconstrucción, de la duda, de lo
incierto, con referentes como Vattimo, Esposito o Derrida, y sin
embargo sos un pensador con un compromiso político. ¿Cómo
articulás las dos cosas? Porque es muy común que gente que toma
partido por este tipo de autores prefiera abstenerse de la política
más doméstica o de compromisos más estables...
-No
sé si es tan así eso. Yo creo que obviamente hay una política
tradicional en crisis, y esos autores me dan las llaves conceptuales
para pensar esa crisis, ante la cual ha surgido con mucha fuerza, en
los últimos años, la antipolítica: los que vemos a la antipolítica
como una forma política maquillada estamos buscando una alternativa.
Esposito tiene un libro que se llama, en algunas ediciones, Diez
pensamientos sobre la política,
en el que, del mismo modo en que Derrida aplicó la deconstrucción a
la filosofía, él la aplica a la política, y es fascinante lo que
abre en ese mundo donde los conceptos políticos tradicionales
empiezan a sucumbir y a mostrar sus contradicciones. Él lo hace con
la democracia, con la política misma, con el mal. Sobre todo,
Esposito se pelea con la idea de relacionar el poder con el bien. La
política es poder; entonces, desconfíen siempre del que hace
política en nombre del bien. Mi primera definición política tiene
que ver con eso. Luego, a lo largo de diferentes contextos
histórico-políticos, coyunturales, vos te vas sintiendo más
cercano o más opositor a ciertas propuestas. Dentro de lo que es la
realidad política argentina, obviamente hay modelos muy distintos, y
me queda muy claro qué tipo de modelo para Argentina no tiene que
ver conmigo. Ese posicionamiento me lleva a estar siempre cerca de
aquellos lugares en los que se intenta construir una Argentina más
justa, más democrática, más popular. Si llevás a fondo tu
fundamentación filosófica frente a propuestas de gobernabilidad
históricamente concretas, vas a tener miles de contradicciones; yo
esas contradicciones las vivo, las padezco y hasta las trabajo. El
día que me sienta 100% cómodo con alguna propuesta política me
revisaré fuertemente. Pero, por lo menos hasta ahora, entiendo con
claridad qué modelo de país está en las antípodas de lo que es mi
sensibilidad para con el otro. Una sociedad que le dé prioridad al
mercado sobre el Estado no tiene que ver conmigo. No soy un
fundamentalista de ninguna posición, y menos un personalista en
política. Eso es difícil, en una Argentina donde, por la
experiencia del peronismo, los proyectos están muy puestos en
personas que los representan, pero yo sigo eligiendo los proyectos,
no a las personas. Creo en una sociedad politizada.
Entonces,
te cierro la ventana que me quedó abierta: frente a la crisis de la
política tradicional, se propone la antipolítica; a mí me
interesa, como otra alternativa, la politización de la existencia.
Se trata de recuperarla, como en el feminismo radical, cuando decían
que lo personal es político. Un poco esa línea. Se hace política
en el aula, en el ómnibus, en la calle, en la casa. Me parece que
esa repolitización ontológica de la existencia es una forma muy
interesante de darle pelea a la antipolítica, pero sobre todo para
encontrar una respuesta a la crisis de la política tradicional. ¿No
será el momento de que la propuesta política sea deconstruir la
política? ¿De entender que todavía no se están viendo formas de
acción política porque todas las que uno piensa las termina, de
algún modo, encorsetando en las estructuras tradicionales, que son
las que están en crisis?
Para
terminar, si tuvieras que casarte con una única pregunta filosófica,
¿con cuál sería?
-Con
la pregunta por el origen. O sea, por qué estoy. Me preocupa mucho
morir, pero me angustia más no entender qué soy. Entender que voy a
dejar de ser lo puedo licuar con clonazepam; entender qué soy, no
hay clonazepam con que pueda, todavía (la farmacología, creo, va a
ser con el tiempo mucho más eficiente que el cristianismo en su
capacidad de sujeción de las angustias humanas). Pero es esa, la
pregunta por el origen. No la típica de para qué estoy y cuál es
el sentido de la vida. Sino la que se refiere al hecho de ser. Saber
que mi mamá y mi papá garcharon y que de ese cruce, hasta donde
sabemos, surgió un cigoto que se fue desarrollando y acá estamos:
eso es insoportable. Hay algo ahí que falta. La muerte también,
obvio, pero es más fácil angustiarse por la muerte que por el
origen.
Entrevista realizada
por Gabriel Delacoste y Lucía Naser, en La
diaria.
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