¿Es
posible todavía, y será posible por mucho tiempo, hablar de
producciones culturales y de cultura? A los que hacen el nuevo mundo
de la comunicación, y que son hechos por él, les gusta referirse al
problema de la velocidad, los flujos de información y las
transacciones que se vuelven cada vez más rápidos, y sin duda
tienen razón en parte cuando piensan en la circulación de la
información y la rotación de los productos. Dicho esto, la lógica
de la velocidad y la del lucro que se reúnen en la búsqueda de la
máxima ganancia en el corto plazo (con el rating en el caso de la
televisión, el éxito de venta en el del libro -y, muy
evidentemente, el diario-, el número de entradas vendidas en el de
la película) me parecen incompatibles con la idea de cultura.
Cuando,
como decía Ernst Gombrich, se destruyen las condiciones ecológicas
del arte, el arte y la cultura no tardan en morir. Como prueba,
podría limitarme a mencionar lo ocurrido con el cine italiano, que
fue uno de los mejores del mundo y que sólo sobrevivía a través de
un pequeño puñado de cineastas, o con el cine alemán, o con el
cine de Europa oriental. O la crisis que sufrió en todas partes el
cine de autor, por falta de circuitos de difusión. Sin hablar de la
censura que pueden imponer los distribuidores a determinados filmes
-el más conocido es el de Pierre Carles-. O también el destino de
alguna cadena radiocultural, hoy en liquidación en nombre de la
modernidad, el rating y las connivencias mediáticas.
¿Arte
o mercancía? Pero no se puede comprender realmente lo que significa
la reducción de la cultura al estado de producto comercial si no se
recuerda cómo se constituyeron los universos de producción de las
obras que consideramos como universales en el campo de las artes
plásticas, la literatura o el cine. Todas las obras que se exponen
en los museos, todos las películas que se conservan en las
cinematecas, son producto de universos sociales que se constituyeron
poco a poco independizándose de las leyes del mundo ordinario y, en
particular, de la lógica de la ganancia. Para que lo entiendan
mejor, he aquí un ejemplo: el pintor del Quattrocento -se sabe por
la lectura de los contratos- debía luchar contra quienes le
encargaban obras para que éstas dejaran de ser tratadas como un
simple producto, valuado según la superficie pintada y al precio de
los colores empleados; debió luchar para obtener el derecho a la
firma, es decir el derecho a ser tratado como autor, y también por
eso que, desde fecha bastante reciente, se llaman derechos de autor
(Beethoven todavía luchaba por este derecho); debió luchar por la
rareza, la unicidad, la calidad; debió luchar, con la colaboración
de los críticos, los biógrafos, los profesores de historia del
arte, etcétera, para imponerse como artista, como creador.
Es
todo esto lo que está amenazado hoy a través de la reducción de la
obra a un producto y una mercancía. Las luchas actuales de los
cineastas por el final cut y contra la pretensión del productor de
tener el derecho final sobre la obra, son el equivalente exacto de
las luchas del pintor del Quattrocento. Los pintores necesitaron casi
cinco siglos para conseguir el derecho de elegir los colores
empleados, la manera de emplearlos y finalmente el derecho a elegir
el tema, especialmente al hacerlo desaparecer con el arte abstracto,
para gran escándalo del burgués que encargaba la obra. Del mismo
modo, para tener un cine de autor se requiere un universo social,
pequeñas salas y cinematecas que proyecten los clásicos y
frecuentadas por los estudiantes, cineclubes animados por profesores
de filosofía, cinéfilos formados en la frecuentación de dichas
salas, críticos sagaces que escriban en los Cahiers du cinéma,
cineastas que hayan aprendido su oficio viendo películas de las
cuales pudieran hablar en estos Cahiers; en pocas palabras, todo un
medio social en el cual determinado cine tiene valor, es reconocido.
Son
estos universos sociales los que hoy están amenazados por la
irrupción del cine comercial y la dominación de los grandes
difusores, con los cuales deben contar los productores, excepto
cuando ellos mismos son difusores: resultado de una larga evolución,
hoy han entrado en un proceso de involución. En ellos se produce un
retroceso: de la obra al producto, del autor al ingeniero o al
técnico que utiliza recursos técnicos, los famosos efectos
especiales, y estrellas, ambos sumamente costosos, para manipular o
satisfacer las pulsiones primarias del espectador (a menudo
anticipadas gracias a las investigaciones de otros técnicos, los
especialistas en marketing).
Reintroducir
el reino de lo comercial en universos que se han constituido, poco a
poco, contra él, es poner en peligro las obras más nobles de la
humanidad, el arte, la literatura e incluso la ciencia. No creo que
alguien pueda querer esto realmente. Recuerdo la célebre fórmula
platónica: Nadie es malvado voluntariamente. Si es cierto que las
fuerzas de la tecnología aliadas con las fuerzas de la economía, la
ley del lucro y la competencia, ponen en peligro la cultura, ¿qué
hacer para contrarrestar ese movimiento? ¿Qué se puede hacer para
favorecer las oportunidades de aquellos que sólo pueden existir en
el largo plazo, aquellos que, como los pintores impresionistas de
antaño, trabajan para un mercado póstumo?
Buscar
la máxima ganancia inmediata no es necesariamente obedecer a la
lógica del interés bien entendido, cuando se trata de libros,
películas o pinturas: identificar la búsqueda de la máxima
ganancia con la búsqueda del máximo público es exponerse a perder
el público actual sin conquistar otro, a perder el público
relativamente restringido de gente que lee mucho, frecuenta mucho los
museos, los teatros y los cines, sin ganar a cambio nuevos lectores o
espectadores ocasionales. Una inversión rentable. Si se sabe que, al
menos en todos los países desarrollados, la duración de la
escolarización sigue creciendo, así como el nivel de instrucción
medio, como crecen también todas las prácticas estrechamente
relacionadas con el nivel de instrucción (frecuentación de los
museos y los teatros, lectura, etcétera), se puede pensar que una
política de inversión económica en los productores y los productos
llamados de calidad, al menos en el corto plazo, podría ser
rentable, incluso económicamente (siempre que se cuente con los
servicios de un sistema educativo eficaz).
De
este modo, la elección no es entre la mundialización -es decir la
sumisión a las leyes del comercio y, por lo tanto, al reino de lo
comercial, que siempre es lo contrario de lo que se entiende
universalmente por cultura- y la defensa de las culturas nacionales o
de tal o cual forma de nacionalismo o localismo cultural. Los
productos kitsch de la mundialización comercial, el jean o la
Coca-Cola, la soap opera o el filme comercial espectacular y con
efectos especiales, o incluso la world fiction, cuyos autores pueden
ser italianos o ingleses, se oponen en todos los sentidos a los
productos de la internacional literaria, artística y
cinematográfica, cuyo centro está en todas partes y en ninguna, aun
cuando haya estado durante mucho tiempo y quizá todavía esté en
París, sede de una tradición nacional de internacionalismo
artístico, al mismo tiempo que en Londres y Nueva York. Así como
Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett y Gombrowicz, productos puros de
Irlanda, Estados Unidos, Checoslovaquia y Polonia fueron hechos en
París, igual número de cineastas contemporáneos como Kaurismaki,
Manuel de Oliveira, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami
y tantos otros no existirían como existen sin esta internacional
literaria, artística y cinematográfica. Sin duda porque es allí
donde, por razones estrictamente históricas, se constituyó hace
mucho y ha logrado sobrevivir el microcosmos de productores, críticos
y receptores sagaces necesario para su supervivencia.
Repito,
hacen falta muchos siglos para producir productores que produzcan
para mercados póstumos. Es plantear mal los problemas oponer, como a
menudo se hace, una mundialización y un mundialismo que
supuestamente están del lado del poder económico y comercial, y
también del progreso y la modernidad, a un nacionalismo apegado a
formas arcaicas de conservación de la soberanía. En realidad, se
trata de una lucha entre un poder comercial que intenta extender a
todo el universo los intereses particulares del comercio y de los que
lo dominan, y una resistencia cultural, basada en la defensa de las
obras universales producidas por la internacional desnacionalizada de
los creadores.
Quiero
terminar con una anécdota histórica que también tiene que ver con
la velocidad y que expresa correctamente lo que debían ser, en mi
opinión, las relaciones que podría tener un arte liberado de las
presiones del comercio con los poderes temporales. Se cuenta que
Miguel Angel mantenía tan poco las formas protocolares en sus
relaciones con el papa Julio II, quien le encargaba sus obras, que
éste se veía obligado a sentarse muy rápidamente para evitar que
Miguel Angel se sentara antes que él. En un sentido, se podría
decir que intenté perpetuar aquí, muy modestamente, pero de manera
fiel, la tradición, inaugurada por Miguel Angel, de distancia con
respecto a los poderes y muy especialmente a estos nuevos poderes que
son las fuerzas conjugadas del dinero y los medios.
Pierre Bourdieu. Le
Monde, 1999. Traducción de Elisa Carnelli.
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