Se
ha perdido una idea del teatro. Y mientras el teatro se limite a
mostrarnos escenas íntimas de las vidas de unos pocos fantoches,
transformando al público en voyeur, no será raro que las mayorías
se aparten del teatro, y que el público común busque en el cine, en
el music-hall o en el circo satisfacciones violentas, de claras
intenciones.
Las
intrigas del teatro psicológico que nació con Racine nos han
desacostumbrado a esa acción inmediata y violenta que debe tener el
teatro. A su vez el cine, que nos asesina con imágenes de segunda
mano filtradas por una máquina, y que no pueden alcanzar ya nuestra
sensibilidad, nos mantiene desde hace diez años en un embotamiento
estéril, donde parecen zozobrar todas nuestras facultades.
En
el período angustioso y catastrófico en que vivimos necesitamos
urgentemente un teatro que no sea superado por los acontecimientos,
que tenga en nosotros un eco profundo, y que domine la inestabilidad
de la época. Nuestra afición a los espectáculos divertidos nos ha
hecho olvidar la idea de un teatro serio que trastorne todos nuestros
preconceptos, que nos inspire en el magnetismo ardiente de sus
imágenes, y actúe en nosotros como una terapéutica espiritual de
imborrable efecto.
Todo
cuanto actúa es una crueldad. Con esta idea de una acción extrema
llevada a sus últimos límites debe renovarse el teatro. Convencido
de que el público piensa ante todo con sus sentidos, y que es
absurdo dirigirse preferentemente a su entendimiento, como hace el
teatro psicológico ordinario, el Teatro de la Crueldad propone un
espectáculo de masas: busca en la agitación de masas tremendas,
convulsionadas y lanzadas unas contra otras un poco de esa poesía de
las fiestas y las multitudes cuando en días hoy demasiado raros el
pueblo se vuelca en las calles.
El
teatro debe darnos todo cuanto pueda encontrarse en el amor, en el
crimen, en la guerra o en la locura si quiere recobrar su necesidad.
El amor cotidiano, la ambición personal, las agitaciones diarias,
sólo tienen valor en relación con esa especie de espantoso lirismo
de los Mitos que han aceptado algunas grandes colectividades.
Intentaremos así que el drama se concentre en personajes famosos,
crímenes atroces, devociones sobrehumanas, sin el auxilio de las
imágenes muertas de los viejos mitos, pero capaz de sacar a luz las
fuerzas que se agotan en ellos.
En
pocas palabras, creemos que en la llamada poesía hay fuerzas
vivientes, y que la imagen de un crimen presentada en las condiciones
teatrales adecuadas es infinitamente más terrible para el espíritu
que la ejecución real de ese mismo crimen.
Queremos
transformar al teatro en una realidad verosímil, y que sea para el
corazón y los sentidos esa especie de mordedura concreta que
acompaña a toda verdadera sensación. Así como nos afectan los
sueños, y la realidad afecta los sueños, creemos que las imágenes
del pensamiento pueden identificarse con un sueño, que será eficaz
si se lo proyecta con violencia precisa.
Y
el público creerá en los sueños del teatro, si los acepta
realmente como sueños y no como copia servil de la realidad, si le
permiten liberar en él mismo la libertad mágica del sueño, que
sólo puede reconocer impregnada de crueldad y terror. De ahí este
recurso a la crueldad y al terror, aunque en una vasta escala, de una
amplitud que sondee toda nuestra vitalidad y nos confronte con todas
nuestras posibilidades.
Para
poder alcanzar la sensibilidad del espectador en todas sus caras,
preconizamos un espectáculo giratorio, que en vez de transformar la
escena y la sala en dos mundos cerrados, sin posible comunicación,
extienda sus resplandores visuales y sonoros sobre la masa entera de
los espectadores. Además, abandonando el dominio de las pasiones
analizables, intentamos que el lirismo del actor manifieste fuerzas
exteriores, e introducir por ese medio en el teatro restaurado la
naturaleza entera. Por amplio que sea este panorama no sobrepasa al
teatro mismo, que para nosotros, en suma, se identifica con las
fuerzas de la antigua magia.
Hablando
prácticamente, queremos resucitar una idea del espectáculo total,
donde el teatro recobre del cine, del music-hall, del circo y de la
vida misma lo que siempre fue suyo. Pues esta separación entre el
teatro analítico y el mundo plástico nos parece una estupidez. Es
imposible separar el cuerpo del espíritu, o los sentidos de la
inteligencia, sobre todo en un dominio donde la fatiga sin cesar
renovada de los órganos necesita bruscas e intensas sacudidas que
reaviven nuestro entendimiento.
Así
pues, por una parte, el caudal y la extensión de un espectáculo
dirigido al organismo entero; por otra, una movilización intensiva
de objetos, gestos, signos, utilizados en un nuevo sentido. El menor
margen otorgado al entendimiento lleva a una comprensión energética
del texto; la parte activa otorgada a la oscura emoción poética
impone signos materiales. Las palabras dicen poco al espíritu; la
extensión y los objetos hablan; las imágenes nuevas hablan, aún
las imágenes de las palabras. Pero el espacio donde truenan
imágenes, y se acumulan sonidos, también habla, si sabemos
intercalar suficientes extensiones de espacio henchidas de misterio e
inmovilidad.
Antonin
Artaud.
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