«Todos
los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible
excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son
irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como
rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en
palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición
filosófica, la articulación y comunicación del argumento están
sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla
humana.
Puede
que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se
oculte un deseo opaco pero insistente –el conatus
de Spinoza– de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien
modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes
tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas;
bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones
anteriores al propio lenguaje.
No
sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión
verbal.
Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones
de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de
la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre
paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero
cuando aducimos el “sentido” de las representaciones estéticas y
de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por
analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los
dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan
insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje
filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito
entre líneas.
Aquello
que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más
o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones,
quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos
primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un
estado anterior, “pre-socrático”, el lenguaje estaba más
cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada “luz del
Ser” (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante
privilegio adánico. Ineludiblemente,
el “animal que habla”, como definieron los griegos al hombre,
habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos
gramaticales.
El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos.
Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así,
no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.
Se
infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio
generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio
circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación
de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso
sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una
Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón.
Son hechos de lenguaje.
La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar
al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la
enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción,
la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión
o revelación, o se resisten a ellas.
Los
profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió
Sartre, hay una “prosa literaria oculta”. El pensamiento
filosófico puede ser hecho realidad “sólo con metáforas”,
enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto
en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus
Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades
vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente:
“Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido”,
giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la
poética de la razón.
Algo
que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de
las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y
metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la
desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema
cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones
estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos
en entredicho en su época y entorno?
¿Hasta
qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de
Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e
instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y
por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial
en el seno de la Europa moderna?
En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo
lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este
empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo
saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro
ejemplo de ello el “expresionismo” de Zaratustra). No podría
haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el
surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura
automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que
Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que
“There is no there”, “Allí no hay ningún allí”?
Son
algunos aspectos de esta “estilización” en ciertos textos
filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de
herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una
manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las
interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo,
por una parte, y el pensador declarado por otra. “Ser a la vez
Spinoza y Stendhal” (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua
hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger
con Hölderlin. (…)
La
estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar
común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia,
sonoridad, entonación y medida. La “música de la poesía» es
exactamente eso. Poner letra a una melodía o poner música a un
texto constituyen un ejercicio de materia prima común. ¿Hay
en algún sentido afín “una poesía, una música del pensamiento”
más profunda que la que va ligada a los usos externos del lenguaje,
al estilo?
Solemos
utilizar el término y el concepto de “pensamiento” con
irreflexiva amplitud y largueza. Asignamos el proceso de “pensar”
a una ingente multiplicidad que se extiende desde el torrente
subconsciente y caótico de restos interiorizados, incluso en el
sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos, una
multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y
la concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel
sobre el yo. En el habla común, el “pensar” es democratizado. Se
hace universal y sin patente. Pero esto es confundir radicalmente
cosas que son fenómenos distintos, incluso antagónicos.
Definido de forma responsable –carecemos de un término señal–,
el pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el
abstenerse de la facilidad y del desorden son cosas que están muy
raramente o nunca al alcance de la gran mayoría. La mayoría de
nosotros apenas tenemos conocimiento de lo que es “pensar”,
transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras corrientes
mentales, en “pensamientos”. Percibidos de forma adecuada
–¿cuándo nos detenemos a reflexionar? –, la instauración del
pensamiento de primer calibre es tan rara como la composición de un
soneto de Shakespeare o de una fuga de Bach. Tal
vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a
pensar.
Puede que la etiqueta homo
sapiens,
excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada.
Las
cosas excelentes, advierte Spinoza, “son raras y difíciles”.
¿Por
qué un distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la
alta matemática o uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es
inherente a un texto así un proceso de creación, una “poesía”
que a un tiempo revela y se resiste.
El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata
de ocultar las “supremas ficciones” dentro de sí mismo. Las
paparruchas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la
prosa del mundo. No menos que la “poesía”, en el sentido
categórico en que la filosofía tiene su música, su pulso de
tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa
(como en Montaigne o Hume). “Todo pensamiento empieza con un
poema”, enseñaba Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio
compartido, esta iniciación de mundos es difícil de suscitar. Sin
embargo, deja huellas, ruidos de fondo compatibles con aquellos que
susurran los orígenes de nuestra galaxia.
Sospecho
que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la
metáfora. Tal vez hasta la melodía, “supremo enigma de las
ciencias del hombre” (Lévi-Strauss), es, en cierto sentido,
metafórica. Si
somos un “animal que habla”, somos, concretando más, un primate
dotado de la capacidad de usar metáforas, para relacionar con el
rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos dispersos del ser y de
la percepción pasiva.
Donde
se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la
otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este
genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible.
El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace
oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología
de Hegel mejor que el non
de non
de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado?».
En
La
poesía del pensamiento,
de George Steiner.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario