¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 29 de diciembre de 2016

El gato negro.

Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de un golpe del cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad. 


Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.

En El gato negro, de Edgar Allan Poe.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario