Una
noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una
de mis correrías por el centro de la ciudad, me pareció que el gato
evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me
mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una
furia de diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de
mi alma se separara de un golpe del cuerpo; y una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi
ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras seguía sujetando al pobre animal por el pescuezo y
deliberadamente le saqué un ojo. Me pongo más rojo que un tomate,
siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable
atrocidad.
Cuando
me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado
los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba
con el remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo
era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma.
Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
El
gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido
presentaba un horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no
sufría. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; aunque, como se
puede imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba bastante de
mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que una vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y entonces se
presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la
PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu. Sin
embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano... una de las facultades primarias indivisibles, uno de los
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía
una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía
cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que nos
enfrenta con el sentido común, a transgredir lo que constituye la
Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de
perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y ese
insondable anhelo que tenía el alma de vejarse a sí misma, de
violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó
a continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido
al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por
el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué
mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo
remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado
motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo,
cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma
hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.
En
El gato negro, de Edgar Allan Poe.
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