El
cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de
uniforme verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado
del despacho.
—Cualquiera
diría que van a degollarle —dijo el Interventor, cuando la puerta
se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común,
comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le
enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde
conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe
encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u
otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia individualidad
para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman
con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas
que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz
se echó a reír.
—Entonces,
¿por qué no está también usted en una isla?
—Porque,
a fin de cuentas, preferí esto —contestó el Interventor—. Me
dieron a elegir: o me enviaban a una isla, donde hubiese podido
seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del
Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el
cargo de tal. Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia.
—Tras un breve silencio agregó—. De vez en cuando echo mucho de
menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente
la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no
ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. —Suspiró,
recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz—:
Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias
preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad
es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como
benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de
la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en
comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos
matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la
ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia
obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus
investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla.
Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del
momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en
ciernes. Es curioso —prosiguió tras breve pausa— leer lo que la
gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del
progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que
siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada
más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo
valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las
ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo
mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la
comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio
fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha
constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y,
desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo
que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A
pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica
sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la
belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la
Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De
qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas
de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años
se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba
dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos.
Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el
control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la
felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio.
Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le
interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la
verdad; y tuve que pagar también.
—Pero
usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo
silencio.
—Así
es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los demás,
no la mía. Es una suerte —agregó tras una pausa— que haya
tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las arreglaríamos sin
ellas. Supongo que los llevaríamos a la cámara letal. A propósito,
Mr. Watson, ¿le gustaría un clima tropical? ¿Las Marquesas, por
ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso algo más tónico?
Helmholtz
se levantó de su sillón neumático.
—Me
gustaría un clima pésimo —contestó—. Creo que se debe de
escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas,
por ejemplo...
El
Interventor asintió con la cabeza.
—Me
gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta muchísimo, de verdad. Tanto
como lo desapruebo oficialmente. —Sonrió—. ¿Qué le parecen las
islas Falkland?
—Sí,
creo que me servirán —contestó Helmholtz—. Y ahora, si no le
importa, iré a ver qué tal sigue el pobre Bernard.
En
Un mundo felíz, de Aldous Huxley.
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