¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 16 de diciembre de 2016

La idea fija.

Me sentía presa de grandes tormentos; ciertos pensamientos muy activos y agudos me dañaban el resto de la mente y del mundo. Regresaba aún más perdido de todo aquello que pudiera distraerme de mi mal. A lo que se añadía la amargura y humillación de sentirme vencido por las cosas mentales, es decir, hechas para el olvido. La clase de dolor que siente un pensamiento por una causa aparente cultiva el pensamiento mismo; y, de ese modo, se engendra, se eterniza, se refuerza a sí mismo. Aún más: en cierta manera se perfecciona; se hace cada vez más sutil, más hábil, más poderoso, más inatacable. Un pensamiento que tortura a un hombre escapa a las modalidades del pensamiento, se vuelve otro, un parásito.


Por más que intentaba superar la igualdad de mi alma, y reducir al fin las ideas al estado de ideas puras, a un instante de empeño sucedían penas más hondas. Advertía en vano que ni la pesadumbre, ni la cólera, ni ese inmenso peso en el pecho, ni ese corazón agarrotado, eran las consecuencias necesarias de algunas imágenes: A otro —me decía— que las viera en mí, no le perturbarían... Dentro de tres años —volvía a repetirme— estos mismos fantasmas habrán perdido su fuerza... y sentía el insensato deseo de lograr con la mente en unos instantes lo que quizás hubieran podido conseguir tres años de vida. Pero ¿cómo producir el tiempo? Y ¿cómo destruir el absurdo, que acariciamos y cultivamos cuando nos es delicioso?

No sé qué me hacía evitar los grandes remedios... Me circunscribía a los menores: el trabajo y el movimiento. Trataba a mi cuerpo y a mi intelecto como un tirano, con violencia e inconstancia. Les ponía ejercicios difíciles: consistía en hacer a pequeña escala lo que hace la humanidad mediante sus investigaciones y especulaciones: profundiza para no ver. Pero me cansaba enseguida de mis voluntarios problemas. Su objeto indirecto invalidaba de inmediato su objeto directo. No conseguía burlar mi sed de penas y angustia: la sustitución no se producía. 
 
Estuve vagando casi todo el día, recorriendo la ciudad y el puerto. Pero la marcha pura y simple no hace sino excitar al que piensa: le apremia, le hace aminorar. La ley de los pasos iguales se somete a todos los delirios, incitando por igual a nuestros demonios y a nuestros dioses. Antaño había conocido el impulso de la invención feliz y el arrebato de un cuerpo enérgicamente guiado por aquello que place y se alumbra divinamente. Ahora huía ante mis pensamientos. Llevaba conmigo a todas partes lo bastante para morir de despecho, de furor, de ternura y de impotencia. Mis manos soñaban, cogían, retorcían; creaban sin yo saberlo formas y actos; y las reencontraba crispadas y asesinas; y estaba a cada instante donde no estaba; y veía, en sustitución, todo lo preciso para gemir.

¿Hay algo más inventivo que una idea encarnada y emponzoñada cuyo aguijón empuja la vida contra la vida fuera de la vida? Retoca y reanima sin cesar todas las inagotables escenas y fábulas de la esperanza y la desesperación, con precisión siempre creciente que supera sobradamente la precisión finita de toda realidad.

En La idea fija, de Paul Valery.

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