Me
sentía presa de grandes tormentos; ciertos pensamientos muy activos
y agudos me dañaban el resto de la mente y del mundo. Regresaba aún
más perdido de todo aquello que pudiera distraerme de mi mal. A lo
que se añadía la amargura y humillación de sentirme vencido por
las cosas mentales, es decir, hechas para el olvido. La clase de
dolor que siente un pensamiento por una causa aparente cultiva el
pensamiento mismo; y, de ese modo, se engendra, se eterniza, se
refuerza a sí mismo. Aún más: en cierta manera se perfecciona;
se hace cada vez más sutil, más hábil, más poderoso, más
inatacable. Un pensamiento que tortura a un hombre escapa a las
modalidades del pensamiento, se vuelve otro, un parásito.
Por
más que intentaba superar la igualdad de mi alma, y reducir al fin
las ideas al estado de ideas puras, a un instante de empeño sucedían
penas más hondas. Advertía en vano que ni la pesadumbre, ni la
cólera, ni ese inmenso peso en el pecho, ni ese corazón agarrotado,
eran las consecuencias necesarias de algunas imágenes: A otro
—me decía— que las viera en mí, no le perturbarían...
Dentro de tres años —volvía a repetirme— estos mismos
fantasmas habrán perdido su fuerza... y sentía el insensato
deseo de lograr con la mente en unos instantes lo que quizás
hubieran podido conseguir tres años de vida. Pero ¿cómo producir
el tiempo? Y ¿cómo destruir el absurdo, que acariciamos y
cultivamos cuando nos es delicioso?
No
sé qué me hacía evitar los grandes remedios... Me circunscribía a
los menores: el trabajo y el movimiento. Trataba a mi cuerpo y a mi
intelecto como un tirano, con violencia e inconstancia. Les ponía
ejercicios difíciles: consistía en hacer a pequeña escala lo que
hace la humanidad mediante sus investigaciones y especulaciones:
profundiza para no ver. Pero me cansaba enseguida de mis voluntarios
problemas. Su objeto indirecto invalidaba de inmediato su objeto
directo. No conseguía burlar mi sed de penas y angustia: la
sustitución no se producía.
Estuve
vagando casi todo el día, recorriendo la ciudad y el puerto. Pero la
marcha pura y simple no hace sino excitar al que piensa: le apremia,
le hace aminorar. La ley de los pasos iguales se somete a todos los
delirios, incitando por igual a nuestros demonios y a nuestros
dioses. Antaño había conocido el impulso de la invención feliz y
el arrebato de un cuerpo enérgicamente guiado por aquello que place
y se alumbra divinamente. Ahora huía ante mis pensamientos. Llevaba
conmigo a todas partes lo bastante para morir de despecho, de furor,
de ternura y de impotencia. Mis manos soñaban, cogían, retorcían;
creaban sin yo saberlo formas y actos; y las reencontraba crispadas y
asesinas; y estaba a cada instante donde no estaba; y veía, en
sustitución, todo lo preciso para gemir.
¿Hay
algo más inventivo que una idea encarnada y emponzoñada cuyo
aguijón empuja la vida contra la vida fuera de la vida? Retoca y
reanima sin cesar todas las inagotables escenas y fábulas de la
esperanza y la desesperación, con precisión siempre creciente que
supera sobradamente la precisión finita de toda realidad.
En
La idea fija, de Paul Valery.
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