¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Contrariando.

Ya al lado de mi caballo, me despedí de don Candelario y Fabiano, que me deseaban buena suerte. Le bolié la pierna al Picazo. ¡Qué lindo andar bien montado y estar libre! Mi brazo derecho, aún dormido, me servía sin embargo. Me habían indicado el camino. La silbé a la madrina Garúa y eché los caballos a su cola. Lo de siempre. Pero nunca había hecho tan noche sobre mí.

Aunque el trecho que me separaba del puesto, en el que encontraría a mi padrino, era un tanto largo, me puse a andar al tranco. Llegaría recién al amanecer ¡qué importaba! tenía ganas de pensar o tal vez de no pensar, pero seguramente sí de que los últimos acontecimientos se asentaran en mi memoria. Además no quería abusar de mi brazo, por el que corrían tropelitos de cosquillas.


Miseria es eso de andar con el corazón zozobrando en el pecho y la memoria extraviada en un pozo de tristeza, pensando en la injusticia del destino, como si éste debiera ocuparse de los caprichos de cada uno. El buen paisano olvida flojeras, hincha el lomo a los sinsabores, y endereza a la suerte que le aguarda, con toda la confianza puesta en su coraje. «Hacete duro, muchacho», me había dicho una noche don Segundo, asentándome un rebencazo por las paletas. A su vez, la vida me rebenqueaba con el mismo consejo. Pero qué mal golpe que me aflojaba la voluntad hasta los caracuces, sugiriéndome la posibilidad de volver hacia atrás, con un ruego de amor para una hembra enredadora.

Contrariando mi debilidad, miraba adelante, firme. Crucé unos charquitos llorones, que quien sabe qué dijeron bajo los vasos del caballo. También el barro se pega en las patas del que quiere caminar. Pobre campo sufridor el de estos pagos y tan guacho como yo de cariño. Tenía cara de muerto. La noche me apretaba las carnes. Y había tantas estrellas, que se me caían en los ojos como lágrimas que debiera llorar para adentro.

En Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.

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