¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Una Filosofía de la Danza.

(...) ¿Qué hacer ante la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de saber un poco más que ella misma sobre aquello que ella conoce mejor y que nosotros no conocemos en lo más mínimo? Es necesario que (el filósofo) compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo mediante alguna ingeniosidad de interpretación universal de ese arte, cuyo prestigio constata y experimenta. Se pone a ello, se consagra a su manera. La manera de un filósofo, su forma de entrar en danza es bien conocida. Esboza el paso de la interrogación. Y, como celebra un acto inútil y arbitrario, se entrega a él sin prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el infinito de la forma interrogativa. Es su oficio. Acepta el juego.


Comienza por su comienzo normal. Y he aquí que se pregunta: «¿Qué es la Danza?». ¿Qué es la Danza? Enseguida se le inquietan y paralizan los sentidos, lo que le hace pensar en una famosa pregunta y una famosa inquietud de san Agustín. San Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el Tiempo; y reconoce que lo sabía muy bien cuando no pensaba en planteárselo, pero que se perdía en las encrucijadas de su mente en cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo aislaba de cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular. Observación muy profunda. Mi filosofía se encuentra en ese punto: dudando en el temible umbral que separa una pregunta de una respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín, soñando en su penumbra en la inquietud de ese gran santo: «¿Qué es el Tiempo?». Pero, ¿qué es la Danza?…»
 
La Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase completamente distinta y singular. Ahí le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las dos dificultades. Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin recurso; pero helas ahí unidas. La unión será fecunda, tal vez. Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo que busca, es su vicio y su juguete.


Intenta profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el efecto de un choque interior, entra en una clase de vida a la vez extrañamente inestable y extrañamente regulada; y a la vez extrañamente espontánea pero extrañamente sabia y ciertamente elaborada. Ese cuerpo parece haberse separado de sus equilibrios ordinarios. Se diría que hila fino —quiero decir rápido— con su gravedad, de la que esquiva la tendencia a cada instante. ¡No hablemos de sanción! Se da, en general, un régimen periódico más o menos simple, que parece conservarse por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que recuperaría el impulso de cada movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor choque. 
 
Pero he aquí una observación de importancia que se le ocurre a este espíritu filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y abandonándose a lo que ve. Observa que ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital, del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con qué huirle de nuevo. Es la tierra, el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se estanca la vida ordinaria, y continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano. Sí, ese cuerpo danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le rodea. Se diría que se escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría que no ve nada, y que los ojos que fija no son más que joyas, alhajas desconocidas de las que habla Baudelaire, destellos que no le sirven de nada.

Es que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que pintan nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos. Pero, en ese mundo, no existe fin exterior a los actos; no existe objeto que agarrar, que alcanzar o rechazar o huir, un objeto que termine exactamente una acción y dé a los movimientos, primero, una dirección y una coordinación exteriores, y después una conclusión nítida y cierta. No es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece que el ser danzante actúa como delante de un incidente imprevisto, este imprevisto forma parte de una previsión muy evidente. Todo pasa como si… ¡Pero nada más! Así pues, ni fin, ni verdaderos incidentes, ninguna exterioridad… El filósofo exulta… ¡Ninguna exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada existe más allá del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que hace pensar en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el sueño, cuya ley opuesta es la abolición, la abstención total de los actos. La danza se le aparece como un sonambulismo artificial, un grupo de sensaciones que se hace una morada propia, en la que determinados temas musculares se suceden de acuerdo con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su duración absolutamente suya, que contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez más intelectuales ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí mismo esta bella sucesión de transformaciones de su forma en el espacio; que tan pronto se transporta, pero sin ir realmente a ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone bajo todos los aspectos; y que, en ocasiones, modula sabiamente apariencias sucesivas, como por fases medidas; a veces se convierte vivamente en un torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada en estatua, adornada con una extraña sonrisa.


Pero ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de la vida exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras relaciones con él. En éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación de una necesidad y el impulso que satisfará esa necesidad. En ese papel, procede siempre por el camino más económico, si no siempre el más corto: busca el rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el tiempo más breve, parecen inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene el instinto de esta economía del tiempo y de los medios, y que la obtiene tanto más fácilmente cuanto más nítido y mejor localizado es su fin: un objeto exterior. 
 
Pero hemos dicho que la danza es todo lo contrario. Transcurre en su estado, se mueve en sí misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe contener nada que haga prever que tenga un término. Son los acontecimientos extraños los que la terminan; sus límites de duración no le son intrínsecos; son los de las conveniencias de un espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que intervienen. Pero ella no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que podría proseguir indefinidamente: cesa, no por la consumación de una empresa, puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en ella. Y entonces —permítanme alguna expresión audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya se lo he dejado presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese término de psicología, un sentido nuevo en el que domina la fisiología? Vida interior, pero enteramente construida de sensaciones de duración y de sensaciones de energía que se responden, y forman como un recinto de resonancias. Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: una parte de nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros mismos virtualmente danzantes!

Avancemos un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza consecuencias o aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte, ateniéndome a esas consideraciones muy generales, ha sido un poco con la segunda intención de conducirles adonde ahora llego. He intentado comunicarles una idea bastante abstracta de la Danza, y de presentársela principalmente como una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria y útil y finalmente se opone. Pero este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he adoptado hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción que no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de perfeccionamiento, de desarrollo, tiene conexión con ese tipo simplificado de la danza y, por consiguiente, todas las artes pueden ser consideradas como casos particulares de esta idea general, ya que todas las artes, por definición, implican una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien que la manifiesta. Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema no existe más que en el momento de su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene como fin crear un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él también, un tiempo y una medida del tiempo que le convienen y le son esenciales: no se puede distinguir de su forma de duración. Empezar a decir versos es entrar en una danza verbal.

Hay que volver entonces a lo que decía san Agustín. Pero es un hecho fácil de observar que todos los movimientos automáticos que corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado y localizado, requieren un régimen periódico; el hombre que anda requiere un régimen de esta clase; el distraído que balancea un pie o que tamborilea sobre los cristales; el hombre en profunda reflexión que se acaricia el mentón, etc. Todavía un poco más de valor. Lleguemos más lejos: un poco más lejos de la idea inmediata y habitual que nos hacemos de la danza. Les decía, hace poco, que todas las artes son formas muy variadas de la acción y se analizan en términos de acción. Consideren a un artista, en su trabajo, eliminen los intervalos de reposo o de abandono momentáneo; véanle actuar, inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio. Supongan que esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser, en el momento de la observación que hacen de él, más que un ejecutante y, por consiguiente, para que sus operaciones sucesivas tiendan a efectuarse en tiempos conmensurables, es decir, con un ritmo; pueden entonces concebir la realización de una obra de arte, una obra de pintura y de escultura, como una obra de arte ella misma, cuyo objeto material que se modela bajo los dedos del artista no es más que el pretexto, el accesorio de escena, el tema del ballet. Imagino que este punto de vista les parece audaz. Pero piensen que, para muchos grandes artistas, una obra nunca está acabada. Lo que creen ser su deseo de perfección no es quizá otra cosa que una forma de esa vida interior compuesta de energía y de sensibilidad en intercambio recíproco y de alguna manera reversible, del que ya les he hablado. Pero ha llegado el momento de concluir esta danza de ideas en torno a la danza viviente.

He querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de ser una especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan a él, es simplemente una poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee un objeto cuyas transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de los límites de las potencias instantáneas del ser, llevan necesariamente a pensar en la función que el poeta da a su espíritu, en las dificultades que le plantea, en las metamorfosis que obtiene, en los desvíos que solicita y que le alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica del sentido común. 
 
¿Qué es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas imágenes o diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras de las que nos servimos, todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las posibilidades del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para formarnos, nosotros también, nuestro universo particular, lugar privilegiado de la danza espiritual?».

En Teoría poética y estética, Filosofía de la danza, Paul Valery.


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