(...)
¿Qué hacer ante la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de
saber un poco más que ella misma sobre aquello que ella conoce mejor
y que nosotros no conocemos en lo más mínimo? Es necesario que (el
filósofo) compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo
mediante alguna ingeniosidad de interpretación universal de ese
arte, cuyo prestigio constata y experimenta. Se pone a ello, se
consagra a su manera. La manera de un filósofo, su forma de entrar
en danza es bien conocida. Esboza el paso de la interrogación. Y,
como celebra un acto inútil y arbitrario, se entrega a él sin
prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el infinito
de la forma interrogativa. Es su oficio. Acepta el juego.
Comienza
por su comienzo normal. Y
he aquí que se pregunta: «¿Qué es la Danza?». ¿Qué es la
Danza? Enseguida se le inquietan y paralizan los sentidos, lo que
le hace pensar en una famosa pregunta y una famosa inquietud de san
Agustín. San Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el
Tiempo; y reconoce que lo sabía muy bien cuando no pensaba en
planteárselo, pero que se perdía en las encrucijadas de su mente en
cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo aislaba de
cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular.
Observación muy profunda. Mi filosofía se encuentra en ese punto:
dudando en el temible umbral que separa una pregunta de una
respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín, soñando en
su penumbra en la inquietud de ese gran santo: «¿Qué es el
Tiempo?». Pero, ¿qué es la Danza?…»
La
Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo,
es solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de
una clase completamente distinta y singular.
Ahí le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las
dos dificultades. Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin
recurso; pero helas ahí unidas. La unión será fecunda, tal vez.
Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo que busca, es su
vicio y su juguete.
Intenta
profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el
efecto de un choque interior, entra en una clase de vida a la vez
extrañamente inestable y extrañamente regulada; y a la vez
extrañamente espontánea pero extrañamente sabia y ciertamente
elaborada. Ese cuerpo parece haberse separado de sus equilibrios
ordinarios. Se diría que hila fino —quiero decir rápido— con su
gravedad, de la que esquiva la tendencia a cada instante. ¡No
hablemos de sanción! Se da, en general, un régimen periódico más
o menos simple, que parece conservarse por sí solo; está como
dotado de una elasticidad superior que recuperaría el impulso de
cada movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza
que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor
choque.
Pero
he aquí una observación de importancia que se le ocurre a este
espíritu filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y
abandonándose a lo que ve. Observa que ese
cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga
otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital,
del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para
recuperar con qué huirle de nuevo. Es la tierra, el suelo, el lugar
sólido, el plano sobre el que se estanca la vida ordinaria, y
continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano. Sí, ese cuerpo
danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le
rodea.
Se diría que se escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría
que no ve nada, y que los ojos que fija no son más que joyas,
alhajas desconocidas de las que habla Baudelaire, destellos que no le
sirven de nada.
Es
que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que
pintan nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y
construye con sus gestos. Pero, en ese mundo, no existe fin exterior
a los actos; no existe objeto que agarrar, que alcanzar o rechazar o
huir, un objeto que termine exactamente una acción y dé a los
movimientos, primero, una dirección y una coordinación exteriores,
y después una conclusión nítida y cierta.
No es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece
que el ser danzante actúa como delante de un incidente imprevisto,
este imprevisto forma parte de una previsión muy evidente. Todo pasa
como si… ¡Pero nada más! Así pues, ni fin, ni verdaderos
incidentes, ninguna exterioridad… El filósofo exulta… ¡Ninguna
exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada existe más allá
del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que hace
pensar en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el
sueño, cuya ley opuesta es la abolición, la abstención total de
los actos. La danza se le aparece como un sonambulismo artificial, un
grupo de sensaciones que se hace una morada propia, en la que
determinados temas musculares se suceden de acuerdo con una sucesión
que le instituye su tiempo propio, su duración absolutamente suya,
que contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez más
intelectuales ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí
mismo esta bella sucesión de transformaciones de su forma en el
espacio; que tan pronto se transporta, pero sin ir realmente a
ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone bajo todos los
aspectos; y que, en ocasiones, modula sabiamente apariencias
sucesivas, como por fases medidas; a veces se convierte vivamente en
un torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada
en estatua, adornada con una extraña sonrisa.
Pero
ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de
movimientos explicables, esas rotaciones completas (que ninguna
circunstancia de la vida exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa
que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente opuestos a
aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras
relaciones con él. En éste, nuestro ser se reduce a la función de
un intermediario entre la sensación de una necesidad y el impulso
que satisfará esa necesidad. En ese papel, procede siempre por el
camino más económico, si no siempre el más corto: busca el
rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el tiempo más
breve, parecen inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene
el instinto de esta economía del tiempo y de los medios, y que la
obtiene tanto más fácilmente cuanto más nítido y mejor localizado
es su fin: un objeto exterior.
Pero
hemos dicho que
la
danza es todo lo contrario. Transcurre en su estado, se mueve en sí
misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia
propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe
contener nada que haga prever que tenga un término. Son los
acontecimientos extraños los que la terminan; sus límites de
duración no le son intrínsecos; son los de las conveniencias de un
espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que intervienen. Pero
ella no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que podría
proseguir indefinidamente: cesa, no por la consumación de una
empresa, puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra
cosa que no está en ella. Y entonces —permítanme alguna expresión
audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya se lo he dejado
presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese
término de psicología, un sentido nuevo en el que domina la
fisiología? Vida interior, pero enteramente construida de
sensaciones de duración y de sensaciones de energía que se
responden, y forman como un recinto de resonancias.
Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: una parte de
nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y
nosotros mismos virtualmente danzantes!
Avancemos
un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza
consecuencias o aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este
arte, ateniéndome a esas consideraciones muy generales, ha sido un
poco con la segunda intención de conducirles adonde ahora llego. He
intentado comunicarles una idea bastante abstracta de la Danza, y de
presentársela principalmente como una acción que se deduce, luego
se separa de la acción ordinaria y útil y finalmente se opone. Pero
este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he
adoptado hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente
dicha. Toda acción que no tiende a lo útil y que, por otra parte,
es susceptible de educación, de perfeccionamiento, de desarrollo,
tiene conexión con ese tipo simplificado de la danza y, por
consiguiente, todas las artes pueden ser consideradas como casos
particulares de esta idea general, ya que todas las artes, por
definición, implican una parte de acción, la acción que produce la
obra, o bien que la manifiesta. Un poema, por ejemplo, es acción,
porque un poema no existe más que en el momento de su dicción:
entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene como fin
crear un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él
también, un tiempo y una medida del tiempo que le convienen y le son
esenciales: no se puede distinguir de su forma de duración. Empezar
a decir versos es entrar en una danza verbal.
Hay
que volver entonces a lo que decía san Agustín. Pero es un hecho
fácil de observar que todos los movimientos automáticos que
corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado y
localizado, requieren un régimen periódico; el hombre que anda
requiere un régimen de esta clase; el distraído que balancea un pie
o que tamborilea sobre los cristales; el hombre en profunda reflexión
que se acaricia el mentón, etc. Todavía un poco más de valor.
Lleguemos más lejos: un poco más lejos de la idea inmediata y
habitual que nos hacemos de la danza. Les decía, hace poco, que
todas las artes son formas muy variadas de la acción y se analizan
en términos de acción. Consideren a un artista, en su trabajo,
eliminen los intervalos de reposo o de abandono momentáneo; véanle
actuar, inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio. Supongan
que esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser,
en el momento de la observación que hacen de él, más que un
ejecutante y, por consiguiente, para que sus operaciones sucesivas
tiendan a efectuarse en tiempos conmensurables, es decir, con un
ritmo; pueden entonces concebir la realización de una obra de arte,
una obra de pintura y de escultura, como una obra de arte ella misma,
cuyo objeto material que se modela bajo los dedos del artista no es
más que el pretexto, el accesorio de escena, el tema del ballet.
Imagino que este punto de vista les parece audaz. Pero piensen que,
para muchos grandes artistas, una obra nunca está acabada. Lo que
creen ser su deseo de perfección no es quizá otra cosa que una
forma de esa vida interior compuesta de energía y de sensibilidad en
intercambio recíproco y de alguna manera reversible, del que ya les
he hablado. Pero ha llegado el momento de concluir esta danza de
ideas en torno a la danza viviente.
He
querido mostrarles cómo este
arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de ser una
especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos,
al entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que
se entregan a él, es simplemente una poesía general de la acción
de los seres vivos:
aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esta acción, la
separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee un objeto cuyas
transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de los
límites de las potencias instantáneas del ser, llevan
necesariamente a pensar en la función que el poeta da a su espíritu,
en las dificultades que le plantea, en las metamorfosis que obtiene,
en los desvíos que solicita y que le alejan, a veces excesivamente,
del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica del
sentido común.
¿Qué
es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas
imágenes o diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras
de las que nos servimos, todos esos medios, como las rimas, las
inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las posibilidades
del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para formarnos,
nosotros también, nuestro universo particular, lugar privilegiado de
la danza espiritual?».
En
Teoría poética y estética, Filosofía
de la danza,
Paul Valery.
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