¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 30 de marzo de 2017

Judith Butler: Sujetos foucaultianos.

En la visión foucaultiana de la autoconstitución -una cuestión que ocupa un lugar central en su obra de la década de 1980-, un régimen de verdad propone los términos que hacen posible el autorreconocimiento. En cierta medida, esos términos están fuera del sujeto, pero también se los presenta como las normas disponibles por medio de las cuales ese reconocimiento de sí mismo puede producirse, de manera que lo que puedo «ser», de modo muy literal, esta restringido de antemano por un régimen de verdad que decide cuales serán las formas de ser reconocibles y no reconocibles. 


Aunque ese régimen decida por anticipado que forma puede tomar el reconocimiento, no limita totalmente esa forma. En rigor, «decida» quizá sea una palabra demasiado fuerte, pues el régimen de verdad ofrece un marco para la escena del reconocimiento, al bosquejar la figura que deberá tener quién sea sujeto de tal reconocimiento y proponer normas accesibles para el acto correspondiente. A juicio de Foucault, siempre hay una relación con ese régimen, una suerte de autoconstrucción que se da en el contexto de las normas en cuestión y elabora, específicamente, una respuesta compatible con esas normas al interrogante sobre quien será el «yo» en relación con ellas. En ese sentido, las normas no nos deciden de una manera determinista, aunque sí proporcionan el marco y el punto de referencia para cualquier conjunto de decisiones que tomemos a continuación. Esto no significa que un régimen de verdad dado fije un marco invariable para el reconocimiento: solo quiere decir que este se produce en relación con ese marco, y también que en conexión con el se cuestionan y transforman las normas que gobiernan el reconocimiento.

Sin embargo, el argumento de Foucault afirma no solo que siempre hay una relación con esas normas, sino que cualquier relación con el regimén de verdad será a la vez una relación conmigo misma. Sin esa dimensión reflexiva no hay crítica posible. Poner en cuestión un regimén de verdad, cuando este gobierna la subjetivación, es poner en cuestión mi propia verdad y, en sustancia, cuestionar mi aptitud de decir la verdad sobre mí, de dar cuenta de mi persona.
 
Así, si cuestiono el régimen de verdad, también cuestiono el régimen a través del cual se asignan el ser y mi propio estatus ontológico. La crítica no se dirige meramente a una practica social dada o un horizonte de inteligibilidad determinado dentro del cual aparecen las practicas y las instituciones: también implica que yo misma quede en entredicho para mi.

Según Foucault, el autocuestionamiento se convierte en una consecuencia ética de la crítica, tal como sostiene con claridad en «¿Qué es la crítica?». También resulta que un autocuestionamiento de este tipo implica ponerse uno mismo en riesgo, hacer peligrar la posibilidad misma de ser reconocido por otros; en efecto: cuestionar las normas de reconocimiento que gobiernan lo que yo podría ser, preguntar qué excluyen, qué podrían verse obligadas a admitir, es, en relación con el régimen vigente, correr el riesgo de no ser reconocible como sujeto o, al menos, suscitar la oportunidad de preguntar quién es (o puede ser) uno, y si es o no reconocible.

Estos interrogantes suponen, por lo menos, dos tipos de indagación para una filosofía ética. En primer lugar, ¿cuales son esas normas a las que se entrega mi propio ser, que tienen el poder de establecerme o, por cierto, desestablecerme como un sujeto reconocible? Segundo, ¿donde esta y quien es el otro? ¿puede la idea del otro englobar el marco de referencia y el horizonte normativo que confieren y sostienen el potencial de convertirme en un sujeto reconocible? Parece justo culpar a Foucault por no dar explícitamente mayor cabida al otro en su consideracion de la ética.


Tal vez esto se deba a que la escena diádica del yo y el otro no puede describir en forma adecuada el funcionamiento social de la normatividad que condiciona tanto la produccion del sujeto como el intercambio intersubjetivo. Si llegamos a la conclusión de que el hecho de que Foucault no piense al otro es decisivo, probablemente hayamos pasado por alto que el ser mismo del yo depende no solo de la existencia de ese otro en su singularidad (como sostendría Levinas), sino también de la dimensión social de la normatividad que rige la escena del reconocimiento. Esa dimensión social de la normatividad precede a cualquier intercambio diádico y lo condiciona, aun cuando parece que tomamos contacto con la esfera de la normatividad justamente en el contexto de tales intercambios inmediatos.

Las normas mediante las cuales reconozco al otro e incluso a mí misma no son exclusivamente mías. Actúan en la medida en que son sociales, y exceden todo intercambio diádico condicionado por ellas. Su socialidad, sin embargo, no puede entenderse como una totalidad estructuralista ni como una invariabilidad trascendental o cuasi trascendental. Algunos podrían sostener, sin duda, que para que el reconocimiento sea posible ya deben existir las normas, y con toda seguridad hay algo de verdad en ese argumento. También es cierto que determinadas prácticas de reconocimiento y hasta algunas fallas que las afectan marcan un ámbito de ruptura dentro del horizonte de normatividad, y exigen de manera implícita el establecimiento de nuevas normas, lo cual entraña un cuestionamiento del caracter dado del horizonte normativo prevaleciente. El horizonte normativo dentro del cual veo al otro, o, en rigor, el otro ve, escucha, conoce y reconoce, también esta sometido a una apertura crítica.

Sera inútil, por lo tanto, disolver la noción del otro en la socialidad de las normas y afirmar que el otro esta implícitamente presente en las normas a través de las cuales se otorga el reconocimiento. A veces, la irreconocibilidad misma del otro provoca una crísis en las normas que gobiernan el reconocimiento. Si y cuando, en un esfuerzo por conferir o recibir un reconocimiento que una y otra vez es rehusado, pongo en cuestión el horizonte normativo dentro del cual tiene lugar tal reconocimiento, ese cuestionamiento forma parte del deseo de reconocimiento, deseo que no puede hallar satisfacción y cuya insatisfacibilidad establece un punto crítico de partida para la interrogación de las normas disponibles.
 
En opinión de Foucault, esta apertura cuestiona los límites de los regímenes de verdad establecidos, y, en este punto, poner en riesgo al yo se convierte, afirma, en un signo de virtud. Lo que no dice es que el cuestionamiento del régimen de verdad mediante el cual se establece mi propia verdad es motivado, en ocasiones, por el deseo de reconocer a otro o ser reconocido por él. La imposibilidad de hacerlo dentro de las normas de que dispongo me fuerza a adoptar una relación crítica con ellas. Para Foucault, el régimen de verdad se cuestiona porque «yo» no puedo reconocerme o no me reconoceré en los términos que tengo a mi alcance. En un intento de eludir o superar los términos por cuyo intermedio se produce la subjetivación, hago mía la lucha con las normas. El interrogante foucaultiano sigue siendo, en efecto: «¿Quién puedo ser, dado el régimen de verdad que determina cuál es mi ontología?». Foucault no pregunta «¿Quién eres tú?», ni rastrea la posible manera de elaborar una perspectiva crítica sobre las normas a partir de una u otra de estas dos preguntas.

Antes de considerar las consecuencias de esa oclusión, querría sugerir una cuestión final en relación con Foucault, aunque volveré a él más adelante. Al plantear la pregunta ética «¿Cómo debería yo tratar a otro?», quedo atrapada de inmediato en un reino de normatividad social, dado que el otro solo se me aparece, solo funciona como otro para mí, si existe un marco dentro del cual puedo verlo y aprehenderlo en su separatividad y su exterioridad. Por tanto, aunque pueda estimar que la relación ética es diádica e incluso presocial, quedo encerrada no solo en la esfera de la normatividad, sino en la problematica del poder, cuando planteo la pregunta ética en su llaneza y su simplicidad: «¿Cómo debería tratarte?». Si el «yo» y el «tú» deben surgir primero, y si es necesario un marco normativo para ese surgimiento y ese encuentro, las normas actúan no solo para dirigir mi conducta, sino para condicionar la posible aparición de un encuentro entre el otro y yo.

La perspectiva de primera persona adoptada por la pregunta ética, así como la apelación directa a un «tú», quedan desorientadas debido a la dependencia fundamental de la esfera ética respecto de lo social. Sea o no singular, el otro es reconocido y confiere reconocimiento a través de un conjunto de normas que rigen la reconocibilidad. Asi, mientras el otro puede ser singular, si no radicalmente personal, las normas son hasta cierto punto impersonales e indiferentes, e introducen una desorientación de la perspectiva del sujeto en medio del reconocimiento en cuanto encuentro. Si considero que te otorgo reconocimiento, por ejemplo, tomo en serio el hecho de que ese reconocimiento procede de mí. Pero ni bien advierto que los términos utilizados para otorgarlo no me pertenecen en exclusividad, que no los he ideado o forjado a solas, quedo, por asi decirlo, despojada por el lenguaje que ofrezco. En cierto sentido, me someto a una norma de reconocimiento cuando te ofrezco mi reconocimiento, lo cual significa que el «yo» no lo ofrece a partir de sus recursos privados. En rigor, parece que el «yo» queda sujeto a la norma en el momento de hacer ese ofrecimiento, de modo que se convierte en un instrumento de la agencia de esa norma. Por eso, el «yo» parece invariablemente usado por la norma en la medida en que trata de usarla. Aunque yo creía tener una relación «contigo», resulta que estoy atrapada en una lucha con las normas. Pero, ¿podría ser también cierto que no estaría enredada en esa lucha si no fuera por un deseo de otorgarte reconocimiento? ¿Cómo entendemos ese deseo?

En Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad, de Judith Butler.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Reservoir.



Permíta que me extravíe en la maraña de la moral.

La imitación es la ley del mundo actual. Sus conexiones se vuelven de una riqueza excesiva. Todos los pueblos se imitan. Las capitales no difieren entre sí más que por los restos del pasado... Y existe además una potencia invencible que actúa, y actuará más y más, en ese mismo sentido.
¿ Y qué?

La disciplina mental positiva, impresa en las mentes por el uso o el abuso de las aplicaciones de las ciencias.
Siempre ha existido una disciplina mental aplicada a la inmensa mayoría de las mentes.

Sí. Ha existido una disciplina... mística o metafísica, pero inculcada. Temo que la nuestra, la positiva, la justificada llegue a menguar en las cabezas la cantidad de... Bien Soberano...
¿Qué está diciendo?

Sí. La cantidad... o mejor el grado de libertad de la mente, que el Bien Soberano.
Confieso que no le sigo. Me habría parecido, por el contrario...


Sí... Uno puede deshacerse de una autoridad de origen externo, desanudar todos los nudos, dar un tijeretazo a los hilos extraños. La defensa es posible... Pero es casi imposible deshacerse de los hábitos de la mente que están reforzados por la experiencia tanto como puede estarlo el pensamiento, y que justifica la crítica con tanta frecuencia como se aplique a controlarlos. La potencia de lo moderno se basa en «la objetividad». Pero cuando se mira más de cerca, se encuentra que es... la objetividad misma la que es potente, y no el hombre mismo. Si se convierte en el instrumento —esclavo— de aquello que ha hallado o forjado: una manera de ver.
Un método... Pero, ¿y si esta manera es la buena? ¿Y si es el umbral, el límite, al que han conducido y debían conducir siglos de tanteos?

Seguramente... Pero, ¡cuidado con el automatismo!
¿Cómo?... Usted persigue a los loros, empuja a la precisión y después ¡chaquetea!

No. Por lo demás, no existe una mente que esté de acuerdo consigo misma. Dejaría de ser una mente. Pero atienda un momento. Permíta que me extravíe en la maraña de la moral.
¡Vamos! Señor...

Suponga que, por una autoridad cualquiera...
Como todas las autoridades.

Se haya establecido un código moral, una tabla de valores morales; se hayan definido nítidamente el bien y el mal; todos los actos imaginables afectados de coeficientes éticos, positivos o negativos...
O nulos... Pero todo eso existe...

Más o menos. Suponga ahora que por un procedimiento igualmente cualquiera, sugestión todopoderosa, pediatría, pedagogía, tan eficaz como la nuestra lo es poco —y que sea a la nuestra lo que nuestros medios materiales son a los de las tribus más bárbaras—, hayamos logrado hacer el acto bueno completamente reflejo, y casi irresistible; el acto malo, excesivamente penoso, doloroso, incluso de imaginar...
¿Y después?

¿Después?... En primer lugar, desaparece el mérito ¿no?... El bien no costaría nada. El mal, por el contrario, resultaría carísimo...
Todo marcharía a pedir de boca.

Pero los moralistas se desesperarían...
No le veo inconveniente... ¿Y por qué?... Llegarían al colmo del placer... No más pecados, no más faltas, no más crímenes...

Pero qué va... lo que a ellos les gusta no es el bien... sino la pena que uno se inflige para hacer el bien.
Pero, ¡son unos sádicos!

Son «deportistas». Les gusta el esfuerzo por el esfuerzo. La virtud es fuerza. Toda fuerza contraría alguna fuerza. Si yo evito el mal... lo mismo que mi mano evita algo que quema, si la ocasión de hacer el bien actúa en mí como lo hace sobre las glándulas salivales...
Las tripas...

Horror... No, ¡algún hermoso fruto!... Entonces la conducta humana...
El comportamiento.

Esa palabra me enerva... Inútil y reciente.
¡Fobia!... Es excelente.

Resumiendo, digo que la conducta humana, reducida de este modo a un automatismo... virtuoso, ya no ofrece nada interesante.
En La idea fija, de Paul Valéry.

La pasión por lo absurdo.

Nada podría justificar el hecho de vivir. ¿Cómo, habiendo explorado nuestros propios extremos, seguir hablando de argumentos, causas, efectos o consideraciones morales? Es imposible, puesto que no quedan entonces para vivir más que razones carentes de todo fundamento.

En el apogeo de la desesperación, sólo la pasión por lo absurdo orna aún el caos con un resplandor demoníaco. Cuando todos los ideales corrientes, sean morales, estéticos, religiosos, sociales o de cualquier otra clase, no logran imprimir a la vida una dirección y una finalidad, ¿cómo preservarla del vacío? La única manera de lograrlo consiste en aferrarse a lo absurdo y a la inutilidad absoluta, a esa nada fundamentalmente inconsistente cuya ficción es susceptible sin embargo de crear la ilusión de la vida. Vivo porque las montañas no saben reír ni las lombrices cantar


La pasión por lo absurdo nace únicamente en el individuo que lo ha expiado todo pero que es capaz de soportar terribles transfiguraciones futuras. A quien lo ha perdido todo sólo le queda esa pasión. ¿Qué podría en adelante seducirle? Algunos responderán que el sacrificio en nombre de la humanidad o del bien público, el culto de lo bello, etc. Yo sólo soporto a aquellos seres humanos que han renunciado a experimentar, aunque no sea más que provisionalmente, todos esos sueños. Ellos son los únicos que han vivido de manera absoluta, los únicos habilitados para hablar de la vida.

Si pueden hallarse de nuevo el amor y la serenidad, ello es posible mediante el heroísmo y no mediante la inconsciencia. Toda existencia que no contenga una gran locura carece de valor. ¿En qué se diferencia una existencia semejante de la de una piedra, un palo o una mala hierba? Lo afirmo con total honestidad: hay que ser objeto de una gran locura para querer ser piedra, palo o mala hierba.

En En las cimas de la desesperación, de Emil Cioran.

Élisée Reclus: Dos categorías de dominadores.

Se ha de reconocer forzosamente que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y sigue obrando en virtud de la fuerza de inercia. Millones de seres doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote cubierto de oro y seda; empujada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la muchedumbre en las naves del templo los días de la fiesta patronal; celebra Navidad y Pascuas, porque las anteriores generaciones celebraron periódicamente esa fiesta; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallado en forma de crucifijo; inclínase al hablar de la «moral evangélica», y cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino artífice.


Sí, todas esas criaturas esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, son un ejército temible por su número: esa es la materia humana que constituye las mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el espacio cual si representasen una opinión. Pero, ¡qué importa! Al fin, esa misma masa acaba por no obedecer a los impulsos atávicos; se la observa volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y animales, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar; lo mismo el lugareño que el obrero, no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla todavía, y esperando, fórjanse una especie de paganismo, entregándose vagamente a las leyes de la naturaleza.

No cabe dudar que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente las masas populares, es un acontecimiento capital; mas no ha de olvidarse que los enemigos más temibles, puesto que no tienen sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, ni tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos cubiertos por el tupido velo de la fe religiosa que les oculta al mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les sirven de guía y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe; esos son mucho más peligrosos que los cristianos.

Por un fenómeno, al parecer contradictorio, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso conforme la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes; la Iglesia reúne tras sí todos sus cómplices naturales, de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de toda especie, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, si bien guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera parecer un pensamiento.

«¿Qué dice usted? -no dejará de exclamar alguno de esos políticos a quienes apasiona la lucha actual con las congregaciones y el ‘bloc’ republicano, especie de fusión del Parlamento francés-. ¿No sabe usted que el Estado y la Iglesia han roto por completo sus relaciones, que los crucifijos y los corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser sustituidos por bellos retratos del presidente de la República? ¿No sabe usted que los niños serán en adelante preservados escrupulosamente de las antiguas supersticiones, y que los maestros laicos les darán una educación basada en la ciencia, libre de toda mentira, y se mostrarán siempre respetuosos de la humana libertad?».


¡Ah!. Demasiado sabemos que en las alturas surgen diferencias entre los detentadores del poder; sabemos que no están de acuerdo acerca del reparto de las prebendas y el casual; sabemos que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos. Pero todo eso no impide que las dos categorías de dominadores, los religiosos y los políticos, se hallen en el fondo de acuerdo, aún en sus recíprocas excomuniones, y que comprendan de igual modo su misión divina con respecto al pueblo gobernado; unos y otros quieren someter por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.
En La anarquía y la iglesia, de Élisée Reclus.

martes, 28 de marzo de 2017

Gilles Deleuze: Dionysos y Cristo.

En Dionysos y en Cristo, el martirio es el mismo, la pasión es la misma. Es el mismo fenómeno, pero con dos sentidos opuestos 1. Por una parte, la vida que justifica el sufrimiento, que afirma el sufrimiento; por otra parte, el sufrimiento que acusa a la vida, que testimonia contra ella, que convierte la vida en algo que debe ser justificado. Que haya sufrimiento en la vida, significa para el cristianismo, en primer lugar, que la vida no es justa, que es incluso esencialmente injusta, que paga por el sufrimiento una injusticia esencial: ya que sufre es culpable. Después, significa que debe ser justificada, es decir redimida de su injusticia o salvada, salvada por este mismo sufrimiento que la acusaba hace un momento: debe sufrir ya que es culpable.


Estos dos aspectos del cristianismo forman lo que Nietzsche llama «la mala conciencia», o la interiorización del dolor 2. Definen el nihilismo propiamente cristiano, es decir, la manera en que el cristianismo niega la vida: por una parte la máquina de fabricar la culpabilidad, la horrible ecuación dolor-castigo; por otra parte la máquina de multiplicar el dolor, la justificación por el dolor, la fábrica inmunda 3. Incluso cuando el cristianismo canta el amor y la vida, ¡qué imprecaciones hay en estos cantos, cuánto odio bajo este amor! Ama la vida como el ave de rapiña el cordero: tierno, mutilado, moribundo.

El dialéctico considera el amor cristiano como una antítesis, por ejemplo, la antítesis del odio judío. Pero el oficio y la misión del dialéctico es establecer antítesis, allí donde hay evaluaciones más delicadas que hacer, coordinaciones que interpretar. Que la flor es la antítesis de la hoja, que «rechaza» a la hoja, he aquí un célebre descubrimiento grato a la dialéctica. De la misma manera la flor del amor cristiano «rechaza» el odio: es decir, de una manera completamente ficticia. «No vaya a creerse que el amor se desarrolla... como antítesis del odio judío. No, al revés. El amor ha surgido de este odio expandiéndose como su corona, una corona triunfante, que se ensancha bajo los cálidos rayos de un sol de pureza, pero que, en este nuevo dominio bajo el reino de la luz y de lo sublime, continúa persiguiendo los mismos fines del odio: la victoria, la conquista, la seducción» 4. 


La alegría cristiana es la alegría de «resolver» el dolor: el dolor viene interiorizado, ofrecido a Dios por este medio, llevado a Dios por este medio. «La paradoja de un Dios crucificado, el misterio de una inimaginable y postrera crueldad» 5, ésta es la manía propiamente cristiana, una manía ya entonces muy dialéctica. 

¡Hasta qué punto este aspecto se ha hecho extraño al verdadero Dionysos! El Dionysos del Origen de la tragedia resolvía aún el dolor: la alegría que experimentaba era todavía una alegría de resolverla, y también de conducirla a la unidad primitiva. Pero ahora Dionysos ha captado precisamente el sentido y el valor de sus propias metamorfosis: es el dios para quien la vida no tiene por qué ser justificada, para quien la vida es esencialmente justa. Más aún, es ella la que se encarga de justificar, «incluso afirma el sufrimiento más arduo» 6.
 
Hay que entender: la vida no resuelve el dolor al interiorizarlo, lo afirma en el elemento de su exterioridad. Y a partir de aquí, la oposición de Dionysos y Cristo se desarrolla, punto por punto, como la afirmación de la vida (su extrema apreciación) y la negación de la vida (su extrema depreciación). La manía dionisíaca se opone a la manía cristiana; la embriaguez dionisíaca a una embriaguez cristiana; la laceración dionisíaca a la crucifixión; la resurrección dionisíaca a la resurrección cristiana; la transvaloración dionisíaca a la transubstanciación cristiana. Porque hay dos clases de sufrimientos y de sufrientes. «Los que sufren por la sobreabundancia de vida» hacen del sufrimiento una afirmación, como de la embriaguez una actividad; en la laceración de Dionysos reconocen la forma extrema de la afirmación, sin posibilidad de sustracción, de excepción ni de elección. «Los que, al contrario, sufren por un empobrecimiento de vida» hacen de la embriaguez una convulsión o un abotargamiento; hacen del sufrimiento un medio para acusar a la vida, para contradecirla, y también un medio para justificar la vida, para resolver la contradicción 7. 


Todo esto, efectivamente, entra en la idea de un salvador; no existe salvador más hermoso que el que es a la vez verdugo, víctima y consolador, la santísima Trinidad, el prodigioso sueño de la mala conciencia. Desde el punto de vista de un salvador, «la vida debe ser el camino que conduce a la santidad»; desde el punto de vista de Dionysos, «la existencia parece lo bastante santa en sí misma como para justificar de sobras una inmensidad de sufrimiento» 8.

La laceración dionisíaca es el símbolo inmediato de la múltiple afirmación; la cruz de Cristo, el signo de la cruz, son la imagen de la contradicción y de su solución, la vida sometida a la labor de lo negativo. Contradicción desarrollada, solución de la contradicción, reconciliación de lo contradictorio, todas estas nociones se han convertido en extrañas para Nietzsche. Zarathustra exclama: «Algo más elevado que cualquier reconciliación» 9 - la afirmación. Algo más elevado que cualquier contradicción desarrollada, resulta, suprimida - la transvaloración.

Es éste el punto común de Zarathustra y Dionysos: «A todos los abismos hago llegar mi afirmación que bendice (Zarathustra)... Pero esto, una vez más, es la misma idea de Dionysos» 10. La oposición de Dionysos o de Zarathustra y Cristo no es una oposición dialéctica, sino la oposición a la propia dialéctica: la afirmación diferencial contra la negación dialéctica, contra todo nihilismo y contra esta forma particular de nihilismo. Nada más alejado de la interpretación nietzscheana de Dionysos como la presentada más tarde por Otto: ¡un Dionysos hegeliano, dialéctico y dialecticista!

En Nietzsche y la filosofía, de Gilles Deleuze.

1. VP, IV, 464.
2. GM, II
3. Sobre la «fabricación del ideal», cf. GM, I, 14.
4. GM, I, 8. Era ya, en general, el reproche que Feuerbach dirigía a la dialéctica hegeliana: el gusto por las antítesis ficticias, en detrimento de las coordinaciones reales (cf. Feuerbach, Contribución a la crítica de la filosofía hegeliana). Nietzsche dirá también: «La coordinación: en vez de la causa y el efecto» (VP, II, 346).
5. GM, I, 8.
6. VP, IV, 464.
7. NW, 5. Adviértase que no toda la embriaguez es dionisíaca: hay una embriaguez cristiana que se opone a la de Dionysos.
8. VP, IV, 464.
9. Z, II, «Sobre la redención».
10. EH, III, «Así hablaba Zarathustra», 6.

lunes, 27 de marzo de 2017

El culto a Dioniso.

Los depósitos de copas y las ánforas vinarias descubiertas en los almacenes de los palacios cretenses de Pilos, Cnossos y Festos y las continuas alusiones de los poemas homéricos (5) demuestran que el consumo de vino era una práctica bastante extendida entre los griegos de la Edad de Bronce (2500-1200 a. C). Sin embargo, el dios que lo representa, Dioniso-Baco, es un enigma y un perfecto desconocido durante todo este periodo. Homero apenas le presta alguna atención y sus primeras representaciones iconográficas reconocibles datan de comienzos del siglo VI a.C.(6). Esta falta de imágenes o de testimonios literarios inequívocos ha hecho sospechar a un buen número de eruditos que la incorporación de Dioniso al panteón olímpico fue bastante más tardía que la del resto de divinidades (7) o que su culto se originó lejos de la Hélade, en Tracia, Frigia o, incluso, Lidia.


Dioniso demuestra ser uno de los dioses más conflictivos, ambiguos y peculiares de la religión griega porque muchas de las peripecias en las que se ve envuelto constituyen una amenaza para las instituciones y la organización social (8), y porque es un dios que exige de sus seguidores una adhesión absoluta. Estos dos extremos aparecen expuestos en una tragedia de Eurípides titulada Bacantes. Independientemente de las intenciones que albergaba Eurípides cuando concibió esta ficción, lo que queda fuera de toda duda es que el escenario en el que desarrolla el drama es insólito y marcadamente subversivo. La superioridad masculina y el orden patriarcal representado por el rey de Tebas son socavados y puestos en entredicho a causa de la devoción que el joven dios, un completo desconocido, suscita entre las tebanas. Pero la cosa no acaba ahí. Los géneros también aparecen enfrentados y sus roles invertidos: los varones se travisten y se cubren con peplos mientras que sus mujeres olvidan la modestia, la pasividad y compostura a la que están habituadas para entregarse al arrebato místico, la embriaguez y la sexualidad sin tabúes ni restricciones.

El carácter transgresor y desmesurado de este dios debió ejercer un atractivo irresistible entre las clases populares de las urbes griegas. Su prestigio queda atestiguado al examinar el calendario litúrgico ateniense y comprobar que casi la mitad del ciclo festivo estaba consagrado a Dioniso-Baco y a los rituales propiciatorios vinculados a las actividades agrarias.


(...) Pero la mejor prueba de la identificación o del paralelismo existente entre este dios y el vino la hallamos en los accidentes que rodean el nacimiento de ambos. Según una de las numerosísimas versiones que circulan en torno a sus orígenes, Dioniso es engendrado por Zeus y una princesa tebana de la que se ha encaprichado y que responde al nombre de Sémele. Sin embargo, el idilio entre ambos es efímero porque Hera, al descubrir la infidelidad de su esposo, decide eliminar a su rival. Para hacerlo, se gana su amistad y la convence para que compruebe si su amante es realmente quien dice ser. Inicialmente, Zeus se resiste a revelar su verdadera naturaleza pero la insistencia de su amante es tan grande que termina accediendo. Tal y como Hera ha previsto, los truenos y relámpagos que forman el cortejo divino fulminan a Sémele causando su muerte. A pesar de lo sucedido, Zeus consigue rescatar al niño del vientre de su madre y para sustraerlo a la ira de su celosa mujer decide ocultarlo en el interior de uno de sus muslos. Ahí permanecerá hasta completar el periodo de gestación y nacer por segunda vez (9).

Con el vino sucede algo muy semejante. Después de la vendimia, los racimos recién cosechados se trasladan al interior de las bodegas y son depositados en grandes recipientes. Acto seguido, uno o varios hombres se introducen en su interior e inician una danza frenética con el fin de estrujar, exprimir las bayas para vaciarlas del jugo y del vigor que late en su interior y que se ha ido acumulando durante los meses de estío. El resultado es una pulpa indiferenciada, una pasta inerte, irreconocible y sanguinolenta. Sin embargo, tras algo más de una semana de letargo, la masa que todos habían dado por muerta vuelve a la vida, se agita, bulle, desprende gases y, lo más sorprendente de todo, irradia calor. El zumo dulzón, inocente y exento de misterio experimenta una transformación alquímica y por efecto de un fuego oculto se transmuta en un elixir embriagador que hace perder la cabeza.  
 
Los accidentes sufridos por Dioniso y el vino se superponen y reclaman mutuamente hasta confundirse. El genio inofensivo que dormitaba en los pámpanos, en los racimos o en el vientre de Sémele nace por segunda vez convertido en un numen dispuesto a cobrarse cumplida venganza de sus enemigos o llenar de dicha a sus seguidores y cómplices.

La personalidad de Dioniso es tan compleja y polimórfica que concentra y reúne bajo su advocación los motivos simbólicos que la civilización ugarítica atribuyó al vino. Esta nueva personificación o epifanía del vino ampara, bajo su manto, la prodigalidad de la naturaleza, su poder regenerativo; la sangre que alimenta, arrebata la vida y aplaca a los muertos; la embriaguez, la locura, el rapto místico y la intoxicación que facilita la comunicación dioses y difuntos (10) y, finalmente, los mecanismos sociales que contribuyen a la distensión, el apaciguamiento y la resolución de conflictos. Cada uno de estos elementos se va incorporando y superponiendo a los anteriores hasta formar una maraña, un conjunto inextricable de imágenes, metáforas y significados solapados y contradictorios que ofrece consuelo y satisface las demandas de todos los que imploran su auxilio.
 
(5) Cantos I, III, IV, VIII, IX, XII, XVI, XIX XXIII de la Ilíada y I, III, IV, IX, X de la Odisea.
(6) Su figura aparece reproducida en un dinos (un tipo de recipiente) atribuido al pintor Sófilo y en una crátera de volutas, el Vaso Françoise, obra de Clitias y Ergótimos. Las dos piezas están fechadas en torno al 570 a. C. (Díez Platas, 1998: 303).
(7) Algunos investigadores como Chadwick, Ventris, Hallager o Hiller manifiestan muchas reservas o dudan de la validez de esta sospecha aduciendo que su nombre, bajo la forma di-wo-nu-so, figura en las tablillas micénicas redactadas en Lineal B.
(8) Según relata Tito Livio, las consecuencias de la introducción del culto de Dioniso-Baco en Roma fueron tan escandalosas que el Senado decidió proscribirlas por decreto (186 a. C.) y emprender una persecución que acabó con la vida de más de 7000 de sus seguidores. Aparentemente, los motivos que instigaron la adopción de estas medidas fueron de índole moral o sexual.
(9) Esta es la causa de que a Dioniso se le otorgue el título de dimetor (el de las dos madres).
(10) Frazer (1981: 165-166) afirma que “beber vino en los ritos de un dios de la vid, como Dionisos, no es un acto de francachela, sino un sacramento solemne”.

En El valor simbólico del vino en las tradiciones religiosas mediterráneas: de Ugarit a la Ley Seca, de Iñigo Jauregui Ezquibela.

viernes, 24 de marzo de 2017

Irónico mundo. Paweł Kuczyński.

"La realidad es tan retorcida, loca y absurda, que es bastante difícil competir con ella... y esta realidad me da inspiración".
                                                                                                                               Paweł Kuczyński.

































































































































































 

Trasmisión 3, Sandino Núñez.

¿Qué otra cosa es Facebook, si no el estímulo, el soporte aberrante ideal de un yo obligado a trasmitirse, pero despojado brutalmente de toda posibilidad estructural de decir? La invitación a decir, la obligación de decir: qué estoy pensando, qué me gusta, a qué causas adhiero, qué música oigo, a quién admiro. Cuelgo fotografías de las inolvidables vacaciones del 2010, pongo un videoclip de una música que me identifica y que espero que contagie su maravilla a toda la comunidad como un maná, posteo una frase ingeniosa o profundísima, o escribo: «estoy cocinando una tarta de zucchinis y la magia del aroma llena mi casa».


Es desesperante: no puedo parar de aludirme, pues el mundo no puede parar de aludirme. Es lo que llamo trasmisión, forma superior de la comunicación. La diferencia entre ambas es que mientras la comunicación es un mar imaginario y anónimo (asubjetivo) de discursos, enunciados y gestos, la trasmisión centra esa constelación dispersa en la forma absurda y monumental de un narcisismo elemental y primitivo: un sujeto sin posición estructural de sujeto pero incapaz de dejar de hablar de sí mismo a través de todo, o de dejarse hablar por todo.

Narcisismo ciego, prehistérico, en una estructura peligrosamente similar a la paranoia. Imaginemos un piropeador que sigue a una muchacha. De entrada le dice cierta encantadora frase anibalesca: «tu ruta es mi ruta». Ella responde: «no: mi ruta es para allá y la tuya es para el lado contrario». Él dice: «ah, mirá: querés que te siga entonces...». Ella se enoja: «no: quiero que te vayas y que me dejes en paz». Y él: «se ve que te han dicho que a mí me encantan las mujeres cuando se ponen difíciles y agresivas». Etcétera. Para él ella no habla, aunque hable: todo lo que ella dice lo alude, es traído a una escena que lo planta y lo confirma a él en su lugar absoluto. Él escucha su propio mensaje como si tirara una pelota contra un frontón.

Se quiebra la relación de reciprocidad sujeto-sujeto: él es un sujeto monumental porque ella no es un sujeto. Podríamos pensar que el silencio o la indiferencia de ella podrían haber sido una mejor estrategia contra esta embestida paranoide, pero seguramente ese silencio revertiría en un signo de oblicua aceptación, provocación, etc. Y en un caso extremo, la propia indiferencia significaría algo, es decir, no se trata solo de la voluntad de ella de adoptar un aire indiferente para ocultar algo, sino que la propia insignificante indiferencia se pone a significar. Es el caso de la frase de Nietzsche en Ecce homo: «La desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se hace evidente en el hecho de que no me han visto, ni me han notado siquiera». Ya es la propia indiferencia (inmotivada) del otro lo que lo alude y lo verifica: ya no hay escape.

Pues parte del problema es que el coro siempre responde «y a mí qué me interesa», y lo hace de la forma más amarga: la de no responder nada. Pues el silencio indiferente de la masa, que a diferencia de la reacción todavía mantiene un efecto doloroso, lleva al sujeto que trasmite (llamémoslo broadcaster, para distinguirlo del sujeto clásico) a doblar la apuesta: sus mensajes deben ser cada vez más audaces, más provocativos, más escandalosos. Pero finalmente, la escena registrada, correlato necesario de la escena mostrada, resulta siempre trivial: es eso que no tiene lugar, es ese evento singular puro que no puede ser pensado porque simplemente es objeto de una mostración. Como en los realities, como en Gran Hermano, que en un principio pueden capturar el morbo de la masa porque parecen prometer la gran escena prohibida (la desnudez, la relación sexual, la violencia, la sangre) y solo se estiran indefinidamente en la cotidianidad más banal de broadcasters participantes que hablan boludeces, juegan al futbolito, se cortan las uñas de los pies, pican una cebolla. Finalmente, de ocurrir la escena prohibida, entendemos que nada la diferencia de la insignificancia radical de cualquier otra escena. Y el coro sigue repitiendo: y a mí qué me interesa. 
 
Cada vez más. Me grabo teniendo relaciones sexuales con mi pareja, muestro cómo maltratamos a un animal con mis amigos, me hago fotografiar por mis camaradas humillando a un prisionero de guerra, filmo con el celular el momento en que mis colegas violan a un nativo, registro todo el itinerario que estalla en una masacre en un college.

Se notará que casi todos los ejemplos son plurales, hablan menos de un yo que de un nosotros. Es que los medios y la opinión pública prefieren creer y hacer creer que los broadcasters (que hemos definido como sujetos sin lugar estructural) son formaciones solitarias o individuales: anomalías, eventualmente espectaculares, psicóticas o paranoicas, peligrosas, dañinas y hasta letales, pero encapsuladas como fenómenos psiquiátricos, separadas del resto de lo social por la línea de lo irracional absoluto (la locura, el mal). 
 


Es claro que esto no es así. Rara vez aparecen solos, siempre son muchos. Por lo regular la locura es grupal, colmenar, comunitaria o de manada: son conexiones horizontales que deliran y trasmiten en bloque. Son sujetos colmenares unidos por una singularidad exclusiva y excluyeme, marcas asignificantes para todo el mundo pero que no pueden dejar de ser trasmitidas, coreadas, gritadas y, llegado el caso, sostenidas con orgullo.

Si lenguaje es algo del orden de la inscripción pública, cierta exigencia social de verdad vinculada a la organización y al significado, podemos llamar dialecto a la lengua que cohesiona a la colmena y al grupo horizontal de pertenencia. El dialecto es siempre más nítido que el lenguaje. El dialecto es siempre como una marca física, algo del orden de la identidad — en el sentido policíaco de la palabra (¿la palabra identidad tiene algún otro sentido?)—. El dialecto es esa fuerza que tiende a hacer que Aristóteles siga siendo más amigo de Platón que de la Verdad. La Verdad es lo público y el lenguaje. El dialecto, y la necesidad de forzar al dialecto a ser público (tarea imposible por definición, ya que lo público es la superación de lo privado-imaginario-dialectal y no su prohibición o su silenciamiento), es lo que caracteriza al broadcaster como un personaje clase B: únicamente capaz de recitar la insignificancia absoluta de su estribillo imaginario, que es vivido por él, sin embargo, como una verdad hiperrealista, definitiva y de clausura.

Un ejemplo. Los parlamentarios que proclaman orgullosamente ser «hombres de principios» y no votan la despenalización del aborto por una cuestión de convicciones personales allí donde se los había consagrado como representantes de un movimiento, de un partido o de una Idea siguen e imponen la lógica delirante y autoritaria del dialecto. El dialecto, precisamente por ser lo que hermana y lo que liga, por ser algo del orden de la marca, del apego, del paisaje o de la raigambre, suele asumir formas autoritarias, fóbicas o protofascistas. Ignoro absolutamente cómo alguien situado fuera del dialecto no puede entender su verdad definitiva, si para mí (y los míos) es tan clara: el que está fuera del dialecto es un extranjero radical, es una entidad incomprensible no prevista por el dialecto. Esto hace del broadcaster, del personaje clase B, alguien bastante siniestro, ya que el dialecto, que es precisamente la voz de ese yo que carece de lugar estructural o de lenguaje, debe ser gritado, impuesto, cantado, estribillado y hasta celebrado. Pero nunca pensado.

En Breve diccionario para tiempos estúpidos, de Sandino Núñez.

jueves, 23 de marzo de 2017

Luigi Fabbri: La literatura violenta en el anarquismo.

Para no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría del anarquismo violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la defensa y la ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser entendido de maneras muy diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de los jefes de estado y de los representantes más típicos de la clase dominante. 


Estas manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más que para ser entendidos, no porque el nombre refleje exactamente la realidad. De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en el extremo último de oposición a las instituciones políticas o sociales que dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el nombre y ciertas características especiales del anarquismo.

Una vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene sobre estas manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta recibe. Naturalmente, dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que corren de mano en mano entre la juventud, la justificación del delito político; de Judith con la historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho apologías, algunas veces injustas. 

Pero no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver en ellos el concurso de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso carácter. Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y abiertamente tiene relación con el delito político al que actualmente se da el nombre de anarquismo.

Desde el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su mayor número se halla en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la propaganda por el hecho.


Los escritores que se dedicaban a esta especia de sport de literatura violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación literaria y artística correspondiese a una verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo (...)

Ravachol, que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y militarista, que dió por hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda imaginarse: Al fin dijo poco más o menos Paul Adam en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era superabundantemente antisocial. ¿Quién no recuerda la expresión antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade más tarde convertido al militarismo nacionalista en el banquete que dió La Plume, en plena epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e intelectual revista parisien, había organizado un banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fué cuando Tailhade soltó la conocida frase referente a los atentados por medio de las bombas: ¡Qué importan las víctimas si el gesto es bello! Inútil decir que los anarquistas militantes desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.


(...) Se comprende como estos literatos llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene conciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiese sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuese preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien o de mal. Todos estos individuos no han visto, del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices, particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario.


(...) En la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente diferente del elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es eminentemente político-social, con evidente error se le atribuye la aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy relativa, pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar la acción individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan obtener. Independientemente de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del artista.

(...) Pero, a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la literatura anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el desarrollo del lado terrorista.

Pero, entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro. (...) El caso es que el hecho que hago constar, es innegable. Séame permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar. Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico o inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y su desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera joya literaria confesado así hasta por el mismo Lombroso, y cuando, después de su decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado un flaco servicio.

En Influencias burguesas sobre el anarquismo, de Luigi Fabbri.